Nunca se inicia un diálogo. Náufrago del tiempo, el diálogo permanece en la acechanza. Tan esquivo a la planeación, como inesperado perenne, el diálogo es el fruto afortunado del encuentro bienhadado: súbita encrucijada de sisadas expectativas y voluntades solazadas. Ya sea a la vista, ya al oído, el diálogo, cuando los hombres se encuentran, siempre es presente. Todo nuestro ser, presencia expresiva, es referencia completa, simbolismo persistente. Con cada paso, con cada ademán, con una simple mirada, o con la escueta elocuencia del cuerpo, decimos algo, expresamos, y por esa mínima expresión, por exigua y efímera que sea, podemos dialogar. No hay palabra tan vana que no refiera a algo más. No hay acto humano tan completo como para que se gaste en sí mismo. Cada obra del hombre puede ser un diálogo entre los hombres. Cada palabra, cada logos, dice algo a alguien. Todo lo humano es, de una u otra forma, un decir.
Dialogamos con otros sobre los otros. Hacemos los caminos del diálogo poniendo a los otros en conversación. Nuestras palabras, ya sea explícita o implícitamente, siempre refieren a alguien más; por eso, cuando leemos un texto, o participamos de un conversación oral, nos quedamos con ganas de leer algo más, de presenciar otra conversación más. El arte de escribir viene a ser, en este sentido, la excelencia de contagiar diálogos al lector. El arte de leer, por su parte, debería referirse como la excelencia de poner en conversación los diálogos contagiados por el texto leído con nuestros otros diálogos. Así, lo que decimos, como en el revés de un párrafo, nunca está libre de otras conversaciones, nuestras palabras nunca son nuevas. Incluso en la soledad, seguros de estar solos con las palabras, conversamos con alguien más. Todo en el lenguaje es referencia. Toda el habla es comunión.
Que el diálogo no tenga inicio, que no acordemos comenzar a dialogar, implica que ya somos comunes, que el diálogo no nos es ajeno, que de una u otra manera siempre podemos dialogar. Lo que sí inicia, lo que también acaba, son los lugares para la comunión, las plazas para el diálogo. Lo que inicia son los textos, las alocuciones; lo que termina son los coloquios, los libros. Lo que inicia son las disposiciones al diálogo, los arreglos para facilitar los encuentros afortunados. En cambio, el diálogo permanece: cerramos el libro y seguimos dialogando. Que los lugares del diálogo no sean el diálogo mismo implica que hay algo más, que las letras no son el diálogo, que las palabras no se agotan en lo dicho. Se crean nuevos foros para el diálogo, no se crean nuevos diálogos. Se implementan campañas de difusión cultural, no se crea la cultura. Se escribe algo novedoso, no se inventa la palabra. La palabra, como el diálogo, permanece; el que pasa es el hombre. Lo que cambia es la pulcritud del lector, la elegancia del escritor, la habitabilidad del mundo. Varían las modas literarias, los formatos de edición, la tolerancia -entre la nulidad y la exageración- a la palabra; permanecen los clásicos. Varían las condiciones para el diálogo, que no siempre son propicias. Varían las posiciones, los puntos de vista; queda lo otro. El diálogo no está en el tiempo porque de ningún modo es definitivo: jamás tiene un punto final, no tenemos la vida asegurada. Quizá por ello, quienes están acostumbrados a dialogar, los grandes lectores, dialogan tan afanosamente, leen con tal ansia. Ellos, escasos entre los pocos, se escabullen del barullo diario y roban al trajín unos minutos para dedicarlos -aventureramente- al diálogo tonificante: les va la vida en ello. En tiempos de crisis no peligra la palabra, sino la habitabilidad del mundo, la posibilidad de seguir dialogando. En tiempos de crisis lo virtuoso es intentar una y otra vez dar un espacio a la palabra, disponer la situación al diálogo, hacer todo lo posible para que este mundo estridente siga siendo habitable. Habiendo vida, y al menos un poco de suerte, seguimos dialogando siempre.
Námaste Heptákis