Hace algún tiempo fue publicado un artículo científico donde se menciona que encontraron a la persona más feliz del mundo, o al menos a la que más se acerca a ellos según sus cálculos. En el estudio que hicieron a varias personas los estudiosos de Neurología de la Universidad de Wisconsin, hallaron a una persona que rebasó los estándares previstos en la medición de la felicidad. Lo interesante no es hayan descubierto al “hombre más feliz de la tierra”, ni que este sea un consumado monje budista, sino los parámetros que fueron utilizados para dicho experimento.
Los parámetros que eligieron para definir el estándar en la medición de impulsos cerebrales, contemplaron en su mayoría las áreas del cerebro asociadas con lo placentero y la satisfacción de necesidades. Si bien, el placer es clave en la concepción de la felicidad, no es lo fundamental. La advertencia que nos hace Aristóteles en el primer libro de su Ética Nicomaquea, no nos deja muy bien parados pues, efectivamente, quienes identifican a la felicidad con los placeres y con el tipo de vida voluptuosa son, en general, vulgo. El índice es claro y se ve no sólo en las actitudes y el desenvolvimiento de las personas, sino también, y en mayor escala, en las manifestaciones culturales de una sociedad en concreto.
Las explicaciones que dan a este hecho son más elocuentes por las actitudes que por lo que dicen. En la perplejidad de quienes no conciben otro tipo de vida feliz más allá de la vida voluptuosa podemos encontrar a la mayoría de la gente, cosa que no ha cambiado desde que el hombre es hombre. Uno de los científicos involucrados sostiene que su felicidad radica en la plasticidad del cerebro, la posibilidad de moldearlo para que sólo tenga en mente cosas positivas. Por otro lado, el monje atribuyó su estado a la clase de vida contemplativa –no confundirla con el modo aristotélico— que acostumbra llevar. Ambas posturas requieren de la ilusión para explicar la felicidad.
Para el Dr. Davidson, el fenómeno de la plasticidad cerebral explica que los impulsos cerebrales positivos se impongan a los negativos tras el régimen de vida que algunos religiosos budistas pueden imponerse. El criterio para decidir cuáles son impulsos positivos y cuáles son negativos está basado en la salud corporal, en algunas consideraciones psicológicas y en la observación de muestreos obtenidos mediante imágenes de la actividad cerebral. La psicología positiva empleada en la evaluación del caso agrupa bajo el rubro de lo positivo a aquellas emociones y motivaciones que producen sensaciones placenteras no dañinas para el sujeto. La neurociencia afectiva denomina como positivos al conjunto de impulsos asociados con el bienestar y correcto desarrollo del cerebro y, por extensión, del cuerpo. Esto pone en relieve que los tres componentes del criterio, por más sofisticados que sean, en última instancia evalúan en términos de placer-dolor, desarrollo-decrecimiento. Es decir, sólo es una forma más sofisticada de la valoración vulgar de la felicidad. Inclusive podríamos considerarla una versión ilusoriamente abstracta de la felicidad vulgar en tanto que ignora, o al menos pasa a segundo plano, el aspecto social de la persona.
El monje Ricard hace una justificación del fenómeno que en un sentido es más vital y en otro no. El motivo de su felicidad se encuentra en el ejercicio de su vida religiosa, en una clase peculiar de dietética espiritual. Sería infructuoso pensar su respuesta en términos de contradicción con el Dr. Davidson, puesto que ambas respuestas no se implican ni se anulan. Donde creo que debemos poner atención es en las tendencias individualistas de la religión budista. Si bien, el budismo no es radicalmente apolítico, parece que no es un tipo de vida que cualquier tipo de persona puede seguir. El budismo, a diferencia de otras religiones occidentales como el cristianismo, no representa una propuesta política implícita, en este sentido, no aporta un proyecto salvo el pacifismo y la concordia.
A manera de conclusión, parece que ambas posibles perspectivas de la felicidad resultan incompletas, la primera por reducir la felicidad a términos de placer y dolor, la segunda por ser principalmente una abolición de los sentimientos adversos mediante la reducción de algunos aspectos del mundo. Ambas explicaciones tienen en común que son apolíticas, y con ello incompatibles con las visiones clásicas de la felicidad. El problema de éstas no está en que no se ajusten a un canon o doctrina específica, sino que resultan irreales en tanto que niegan una de las cualidades fundamentales de la humanidad.
Hablar de la felicidad hoy en día tiene sentido e importancia no sólo porque sea a lo que tiende toda vida humana, sino porque en ello se va nuestro ser y la elucidación de ella bien podría ser un primer paso en el esclarecimiento de la solución a la crisis de occidente.