Humanismo y Religión: ¿pugna o relación?

Por: Raïssa Pomposo.

 

La historia se convierte para nosotros, como hombres modernos, en un instrumento de análisis para comprender nuestro presente. Sin embargo, ella es también un trazo perfecto de las contingencias del tiempo y del acto humano, los cuales se encuentran involucrados mutuamente, pues tanto la historia nos conforma a nosotros como ella está construida a través de nuestros actos. De esta manera, parece que su estudio ayuda al ejercicio filosófico por comprender al hombre mismo como concreción en el tiempo.

Si es la historia la que permite comprendernos y desarrollarnos en aquello que llamamos presente, ¿en consiste entonces el ser del hombre moderno? Sin pretender dar una respuesta a esta pregunta, analizaremos el significado del concepto “humanismo” dado por Santo Tomás y su papel en nuestros tiempos.

El Humanismo ha tomado varias facetas que dependen de su aplicación, es decir, se ha transformado en humanismo ateo, humanismo cristiano, humanismo existencialista, etc. Sin embargo, si pensamos en su significado como aquello que tiene naturaleza humana, no es necesario poner apellidos al humanismo, pues éste ha existido desde que el hombre dio sus primeros pasos de vida. Pero ¿por qué entonces se habla de la necesidad de él ante un panorama obscuro dibujado por las guerras, las injusticias sociales, la tortura, etc.? Es ahí donde viene bien recordar un segundo significado de Humanismo: la humanidad no es sólo una condición natural al hombre, sino es también una virtud que consiste en una ayuda exterior y un abierto interés por el bienestar humano. No debemos perder de vista que el camino que el Aquinate sigue para llegar a esto es el camino de la religión cristiana, en donde la figura de Dios se personifica, dando así un significado importante para el desarrollo de la civilización humana, es decir, de la persona en su mundo. Jesús se hace hombre para trascender en nosotros y vernos como imagen y semejanza de Dios, como cuerpo y alma, como razón y entendimiento.

¿Es esto un indicio de que la persona en su actuar humano requiera de una guía trascendente como Dios dejando ver que la religión es parte constitutiva de su existencia? ¿Es posible un humanismo completamente ateo o éste es tan sólo un intento de dar significado a al acto humano como trascendente independientemente de su relación con una religión?

Para seguir con esto será necesario pensar en la sentencia de la muerte de Dios para pensar en la posibilidad o no de un humanismo en donde se desarrolle por completo el libre albedrío del hombre. ¿Qué es aquello que ha provocado la muerte de Dios y qué consecuencias ante nuestra libertad tendría su muerte? ¿Será el Dios de una religión particular el que ha muerto o es el carácter ontológico que lleva consigo la concepción de Dios?
La sentencia “Dios ha muerto” ha sido producto de interpretaciones que varían dependiendo, a mi parecer, de la concepción de lo que es un hombre libre, pues habrá lectores para los que la muerte de Dios signifique la posibilidad de que el hombre sea liberado de las cadenas de la determinación divina, de leyes que limitan el desarrollo completo del hombre en el mundo; habrá otros que, en cambio, piensen que el hombre es libre precisamente gracias a la voluntad divina, y con esto podemos recordar la concepción agustiniana que consiste en decir que Dios se hizo hombre para que el hombre fuera Dios.

Pensemos primero en esta sentencia como una metáfora, pues ella traslada lo característico del modo de ser de los hombres hacia aquello que puede entenderse como lenguaje poético. La metáfora le da un sentido distinto a las palabras que se nos presentan en el lenguaje, llevándolas más allá de lo que pretendían alcanzar, poniendo en duda aquello y es ahí donde entra el papel hermenéutico, cuando las palabras se agotan en el habla.

Toda hermenéutica tiene la tarea de extraer el sentido de lo interpretado, y en el ámbito de la metáfora esto se complica. Para lograrlo debemos encontrar el sentido que la palabra misma dibuja, pues ésta es expresada de tal manera que no puede ser dicha de otra forma en boca de un profeta, es decir, el constante uso de la metáfora al hablar del fenómeno de la acción implica que lo entendido como completamente perceptible y asido por el lenguaje categórico, resulta ser insuficiente al momento de darle el máximo peso en la realización humana.

Es en la acción en donde buscamos el sentido que nos llevará a construir nuestro andar dentro del mundo, y es ahí en donde nos vemos en la necesidad de recurrir al análisis de la historia, al recuerdo o al olvido. Pero qué es aquello que hay que olvidar si en nuestra visión contemporánea el olvido es precisamente el que impide que nuestro hacer sea coherente, pues la conciencia histórica es ahora la que gobierna nuestro sentido. Pensemos en el papel que Nietzsche tomó ante el asunto del olvido: en su Zaratustra no se refiere a una conciencia histórica olvidada, sino que es en el olvido de valores y leyes construidas por una conciencia divina y no por el hombre mismo donde comienza a esbozarse la sentencia de la muerte de Dios. Recordemos que Aristóteles nos dice que hay una ciencia que contempla al Ente en cuanto ente y lo que le corresponde de suyo , y pensemos que esto no sólo es lo que estudia la ontología y metafísica, sino que es también pensado por la teología, en tanto que implica el estudio de la causa primera, en este caso suprema, ¿no será el Ente en cuanto ente en el sentido teológico el que deberá quedar olvidado para dar paso a una reconstrucción de valores? Es ahí en donde el humanismo ateo desarrollará su papel en la historia del actuar humano.

¿Por qué el niño no se pregunta por la dirección de su vida? o ¿acaso pensamos que no se lo pregunta, pero realmente su acción es la construcción constante de un camino? El niño simplemente es lúdico, encuentra en la pequeñez de una cosa, el mundo imaginario que jamás pensamos, simplemente porque las leyes convenidas entre los mayores no le atañen, no le afectan mientras se divierta, mientras sea él mismo quien dirija el juego. En el niño no cabe la pregunta por un ser supremo y principio de todo el universo en donde los valores son impuestos.

El olvido se presenta para sugerir que es necesario comenzar a buscar un nuevo sentido a la propia existencia, “un nuevo comienzo” en donde el peso ontológico recaiga ya no Dios, sino en la creación que se encuentra en las manos del mismo hombre, pues ese será el ser que estará bajo nuestro propio gobierno y valores.

Regresemos a la tradición racionalista en donde Dios era ubicado en un puesto completamente incognoscible para el hombre, como pasa por ejemplo en la visión kantiana, completamente alejado de su condición humana, y en ese sentido Dios muere. Se olvida el ser supremo creador de todo lo existente, y se inicia el camino por repensar el ser, nuestro propio ser. ¿No nos llevará esto a un solipsismo?

Es aquí donde pensamos en una analogía entre el comportamiento del niño y el del que se le denomina como “loco”, pues éste es tal por el hecho de vivir su locura para él mismo de manera completamente cuerda, rigiéndose de modo ajeno a los valores comunes, viviendo en un mundo que los demás no pueden ver. El loco está solo; finalmente lo sano acordado no coincide con lo que él vive, la ridiculez de su locura ante los otros lo deja completamente solo. ¿Dónde se encuentra la barrera entre lo cuerdo y la locura, entre lo permitido y lo prohibido?

Es ahora cuando analizamos la soledad y nos preguntamos por la necesidad del misterio en la vida del hombre, pues el fenómeno de la muerte parece lanzar su daga mostrando la finitud de la existencia, y nos obliga a pensar en el sentido que lleva consigo nuestro hacer sin la confianza en el otro (pensando en la soledad), en su mirada, no para reconocernos, sino para reconocerlo a él mismo como parte de nosotros, lo que nos lleva a la posibilidad de una vida en comunidad y de la realización del humanismo. Precisamente al aclarar que vemos la mirada del otro no para reconocernos, es en donde cabe el misterio, donde el lenguaje hablado no expresa todo sino que sede su lugar al silencio que guarda la mirada.

Entendiendo el misterio como aquello en lo que nos vemos comprometidos de por sí y no buscamos resolver como un problema, la pregunta por el sentido de la existencia y por aquello que pueda ser realmente la muerte, pone en duda el hecho de que el hombre pueda bastarse a sí mismo por completo.

Sabemos que la fe dentro del cristianismo es un factor fundamental para la relación entre Dios y el hombre, sin embargo, esto no significa que Dios le sea completamente desconocido al hombre y por ello éste ubique su existencia sólo en la fe.

Es ahora cuando la sentencia “Dios ha muerto” se vuelve insuficiente. Tal vez muere el Dios que impone valores para determinar de esa manera al hombre, y parece que con el olvido matamos aquello que olvidamos, pues es el recuerdo lo que hace posible la permanencia en nuestra memoria. La muerte de Dios ha sido sustituida por el pensamiento que en la época contemporánea ha tomado su auge: la agonía del hombre. Ahora ya no es “Dios ha muerto” sino además “el hombre agoniza”. ¿Qué quiere decir esto? De alguna manera podemos darnos cuenta de que agonizamos en un primer plano de la existencia que nos atañe a todos, y es el nuestra condición finita, moriremos y somos ignorantes ante el cómo, cuándo y dónde de nuestra muerte, ignorancia buena o mala, pero que permite que nuestra acción no carezca de sentido. Sin embargo, el hombre no agoniza por algo que le sea externo a él, por el calentamiento global o la posibilidad de la destrucción del universo, sino por la posibilidad de destrucción completa de sí mismo, del humanismo.

El mal uso que hoy en día se da del avance científico o de los potenciales humanos es el que hace posible la destrucción del hombre, como pueden ser las armas nucleares, las técnicas bélicas, etc. Podemos decir que el anuncio de la muerte de Dios se da en respuesta a un abuso de parte de los hombres al convertir a Dios en el asidero por excelencia, pero aún así, tanto la muerte de Dios como la agonía de los hombres no deja cabida para la libertad humana por completo, pues la trascendencia que promete la religión no dependerá de leyes ni mandamientos a seguir, sino del mismo hacer del hombre. Es decir, el artista, el filósofo, o cualquier hombre en tanto creador, experimenta de la manera más profunda la relación con lo trascendente, pues la apertura al otro es lo que hace posible que la obra, por pequeña que sea ésta, permanezca en él, y mediante la creación se traduzca su libertad, abriendo la posibilidad de eliminar la agonía de la que hablamos anteriormente.