Volver a confiar

Together we stand, divided we fall

Parece verdad consabida: la vida democrática se expresa en las urnas. De ahí, según pretenden algunos, se sigue, invariablemente, que el abstencionismo es un malestar democrático. Y podría ser, pero algo así de general debería, mejor, movernos a sospecha. ¿Por qué sería necesariamente antidemocrático el abstencionismo? Supongo que la mayoría pensará que un gran abstencionismo es signo inequívoco de ilegitimidad de las instituciones democráticas. Y puede ser. Sin embargo, ni el abstencionismo tiene una sola cara, ni las instituciones democráticas tienen una sola forma de ser legitimadas. Hay abstencionismo electoral y abstencionismo político, que ni son lo mismo, ni tienen entre sus filas -necesariamente- a los mismos participantes. Los abstencionistas electorales son aquellos que simplemente no participan en las elecciones. Los abstencionistas políticos son aquellos que no se meten en política. De los últimos, no todos son abstencionistas electorales. De los primeros, no todos son abstencionistas políticos. Y hay tanto quienes participan en ambos bandos, como en ninguno. Veamos. Quien no se preocupa por lo que hacen los funcionarios públicos, quien no pide cuentas a sus representantes, a quien ni le va ni le viene lo que los profesionales del gobierno hacen o dejan de hacer, es un abstencionista político; aun cuando vote puntualmente en cada elección. Quien se identifica con la primera parte de la descripción del caso anterior, pero no vota, es un abstencionista tanto político como electoral, llamémosle un abstencionista absoluto. Quien se preocupa por lo que hacen los funcionarios, y pide cuentas a sus representantes, y está al tanto de las hechuras de los profesionales del gobierno, y vota en cada elección, no es abstencionista, es el demócrata puro. Y quien comparte las características anteriores, pero no vota, es un abstencionista electoral. Ahora bien, desde la óptica popular, antidemocrático es tanto el abstencionista absoluto, como el abstencionista electoral. Sin embargo, dada la diferencia exhibida en la clasificación de los tipos de abstencionismo, es sencillo ver que el abstencionista absoluto y el electoral no son iguales, y que más genuinamente democrático es el segundo sobre el primero, pues su interés es ante todo la cosa pública. Así mismo, comparando al abstencionista electoral con el abstencionista político podemos ver que el primero es más genuinamente democrático que el segundo, pues su interés por lo público va más allá de las urnas. De acuerdo a ello, hasta aquí, el abstencionismo -al menos el electoral- no es necesariamente malo para la democracia; además se deduce que la vida democrática no se expresa necesariamente en las urnas. De acuerdo a lo anterior, puede haber elecciones y no por ello haber democracia. Conviene tener presente lo dicho para reflexionar en torno a las elecciones federales intermedias de este año.

Regularmente, se dice, las elecciones intermedias son el equivalente a un modo de evaluación del gobierno en turno, es decir, la modalidad mediante la cual los electores premian o castigan a sus gobernantes. De acuerdo a esto, se les premia votando por el partido al que los gobernantes pertenecen y se les castiga votando por la oposición. Cuando se afirma esto se están suponiendo, mínimamente, dos cosas. Por una parte, al interpretar la actividad electoral como una modalidad de premiación o castigo se supone al ejercicio del poder como una dádiva, y con ello se supone además un desprendimiento de la responsabilidad operativa del ejercicio del poder; en otras palabras, si en las elecciones los electores castigan o premian el desempeño de los profesionales del gobierno en las actividades públicas, entonces suponen que ellos no son los que han hecho las actividades, que esas actividades no les incumben ni los involucran, y por tanto escinden de sí mismos la vida pública. Por otra parte, se supone que la relación entre el elector y los elegidos es necesariamente grupal, lo que supone a su vez a la administración pública como una instancia partidista, no ciudadana; de clanes, corporaciones y clientelas, no de individuos; de arengas, cohetones y bullas, no de voces razonadas. Por lo anterior, se valida a los profesionales del gobierno para actuar partidístamente, para gobernar buscando el beneficio de los suyos, aun cuando sea contrario al bien común. Por ello, además, se explica que en el legislativo los posicionamientos sean de bancada, no de individualidades representativas; que los legisladores busquen votos de unidad más que debates en tribuna. Por ello, también, se vota por partidos, no por candidatos; por eslóganes, no por propuestas; por salvatores, no por viri. Por ello, a los ojos de la mayoría el abstencionismo electoral es malo.

De acuerdo a lo dicho ya se puede comenzar a ver el problema que la perspectiva anterior representa para la vida democrática. De una concepción tal del ejercicio del poder es casi imposible que nazca una rendición de cuentas transparente, una vida pública realmente pública: el ejercicio del gobierno torna un negocio personal. Quien, pensando así, se entrega al servicio público, lo hace con fines escalonarios, para ir ganando poder paulatinamente de manera que, tras un periodo de trabajo y lealtad efectiva a su grupo, de mandar obedeciendo, sea premiado con un tiempo limitado de ejercicio ilimitado de poder. Quien, pensando así, se entrega al servicio público encuentra su legitimidad en la fidelidad grupal, en las prebendas, los bonos y los posicionamientos de bancada. Quien, pensando así, acude a las urnas, evalúa la meritoriedad del castigo o el premio de acuerdo a los beneficios personales que ha recibido del grupo en el poder y las promesas de gratificaciones por parte de los grupos opositores en campaña. Pueblo que así piensa no tiene acciones efectivas de los comisionados al gobierno, sino otorgamiento de plazas para aumentar o disminuir la notoriedad política en la eterna campaña que substituye a los periodos de acción gubernamental: sus gobernantes salen en la televisión lo mismo para hornear galletas que para presumir su noviazgo con tal o cual farandulera; colman los espacios oficiales en radio para hacer oír su nombre y colocar su marca en el mercado; tapizan los espacios públicos con la presunción de los programas cuya implementación tan sólo idean a voces. Así, ya podría quedar claro, no puede afirmarse con verdad que las elecciones son el único modo de legitimidad democrática.

Puede haber otro modo: el de la ciudadanía responsable. Sin embargo, las condiciones dadas para bloquear al ciudadano responsable parecen imposibilitar su llegada. Enterado de las cuestiones más cercanas a su vida, de su núcleo político más concreto, el ciudadano responsable está prácticamente imposibilitado a actuar: sus representantes no lo representan, sus funcionarios no le funcionan. Tal pareciera que al ciudadano responsable estuviesen destinados los menesteres comunes y a los representantes y a los funcionarios los grandes temas de la política, pero ni nuestros representantes y nuestros funcionarios entienden los grandes temas de la política, ni el ciudadano responsable puede correr el riesgo de agraviar a sus representantes y a sus funcionarios con denuncias de incompetencia o peticiones de rendición de cuentas. Denunciar es inefectivo, ampararse largo y costoso. El ciudadano responsable ya no sirve, siquiera, para rellenar las urnas.

Así, el abstencionismo electoral que se complementa con activismo político es casi un suicidio. Con todo, negarle la legitimidad que aún conserva a la representación partidista, renunciando definitivamente a la vía electoral, y entregarla a los coribantes de la movilización popular y la asamblea constituyente es negar la legitimidad de la palabra razonada en la vida pública para ofrecérsela a la fuerza y a la arenga caudillistas. Que no se vea sencilla la vida del ciudadano responsable en el actual estado de las cosas no es suficiente para recular los afanes democráticos. Antes de que la fuerza divida nuestra casa contra sí misma, sería bueno que pudiésemos recuperar la confianza. Sin embargo, no sabemos cómo volver a confiar, las cosas no están fáciles y tenemos todo por perder.

Námaste Heptákis