La Posibilidad de la Mentira

A. Cortés


¿Da voces el eco del lobo al aullar
mejor que los himnos de tierras remotas
antaño enterrados por cientos de edades?

El hombre, por tener la capacidad de hablar, también la tiene de mentir. Hace unos días decía yo que el habla es evidencia de lo humano, y lo humano, evidencia de una expresión que algo tiene de distinto junto al viento que sale del pecho y al timbre que se le imprime con ayuda de la lengua. Esto distinto debe estar en algún modo relacionado con la manera de ser del mundo y de las cosas de las que nos atreveríamos a decir que vemos con claridad, pues de lo contrario, será imposible que lo dicho cambie en algún modo lo que se tiene por cierto de la vida que vamos haciendo. De ahí que sea importante preguntarnos: ¿hay algún cambio en mí cuando se me dice algo? A mí me parece que es un hecho que nos vemos afectados por lo que escuchamos, que nos mueven las palabras. No creo que sea cosa rara para nadie que se pretenda llevar a alguien a determinada acción mediante el discurso, convencerlo de que algo es así y no de este otro modo, anunciarle que algo ha cambiado en lo que sea que ambos conocen, etcétera. A la palabra la tenemos por potente dadora de las cosas (sea o no sea cierto que es así): actuamos como si se nos hubiera entregado algo que mantenemos con nosotros cuando se nos relata algo que no conocíamos, nos mueve porque afecta quienes somos. Podríamos decir que se entrega la palabra, porque de verdad parece que damos algo. Pero, con todo, la cosa que damos, y la cosa que nombramos que yace en el mundo, no son por necesidad la misma. Sea por la razón que sea, en cualquier caso en que entendamos el vínculo entre palabra y las cosas del mundo, se hace evidente que la voz del hombre puede nombrar aquello que no ve que sea.

Suponemos que lo que vemos que es, en verdad es. Suponemos también que decirlo es una manera de expresar lo visto, de presentar en la voz aquello que me parece que es. El movimiento que lleva al hombre lo más naturalmente a hablar de lo que ve es igual de verdadero, sea o no verdadera la relación de la palabra con las cosas, y sea o no verdadera la cosa de la que se habla. El impulso por decir existe en los hombres que se comunican sobre lo que, por visto, piensan que es. Y de ver, puedo decir que veo de muchas maneras: si los ojos no son lo único que soy al momento de investigar algo, entonces habrá que incluir toda potencia del hombre que permita hacer dicho examen, es decir, si al momento de enfrentarme con el mundo para hacerme una idea de qué cosas son en él, me aboco de varias maneras a clarificarlo, entonces todas ellas son dignas de estima por cuanto me permitan realizar este objetivo. Por ello es conveniente incluir como visión la visión del intelecto cuando hablamos de ver con claridad las cosas que son.

Ahora, no podemos quedarnos con la idea de que es suficiente un vistazo para constatar que algo no tiene más verdad que la que se presenta inmediata a los ojos; así como tampoco parecería congruente que se nos ofrecieran razones de peso para pensar que los ojos son completos farsantes que entregan, como si sí fuera, todo lo que no es. No estoy diciendo aquí si es o no posible conocer en verdad a las cosas (aunque sería muy difícil dar con razones para seguir investigando si estuviéramos convencidos de que no), sino solamente que siempre actuamos como si en verdad pudiéramos conocer, y como si lo conocido pudiera en cierta medida ser dicho a otro, que comparte conmigo algo de lo que veo, y que será movido en alguna manera por lo que le diga al respecto de eso que compartimos.

Al mismo tiempo que esto ocurre, la voz de los hombres puede alzarse e imitar ese modo en el que, como mencioné, se intenta decir lo que se ve que es, pero diciendo algo diferente. Pienso en la imitación porque, al engarzar en un discurso las palabras de una mentira, se añaden a los nombres las características falaces tal como se haría en el caso de las verdaderas, o se malnombra algo con un movimiento parecido a aquel en el que se habla bien de algo (y pienso en el sencillo ejemplo del barco: si se mira uno y se dice que es un gato). La forma en la que se articula la palabra, dando algún nombre, diciendo algo de él, presentándolo como siendo parte de un mundo integrado por todo lo demás que sabemos, da la oportunidad al mismo que habla de decir de una manera que algo es distinto de lo que es. Puede errar y terminar por describir algo mal; puede también deliberadamente presentar algo que no es como si fuera, por ejemplo, exponiendo la existencia de un hombre inmortal (1). Todo ello es sencillamente lo que se nos presenta cada día: podemos mentir porque es potencia de la palabra.

Lo curioso es que la posibilidad de la mentira, mientras más nítidamente se presenta como indiscutible, más ayuda a mostrar la manera en que la palabra se relaciona con lo que las cosas sí son. Porque si estábamos dudando de la posibilidad de decir algo verdadero, entonces nos encaminábamos también a cancelar la posibilidad de la mentira. Mentir es tal solamente para quien acepte que algo hay bien dicho que se está maldiciendo u omitiendo. La mentira sólo es comprensible en un marco en el que la voz puede efectivamente nombrar, y en el que hacerlo bien, hablar bien, equivale a decir de lo que es, que es; así como que es de tal cierto modo. Se hace evidente ésto si pensamos que no hay modo de conducirnos en la vida comunitaria que tenemos, o social si se quiere, sin aludir a una forma de comunicación que pretende desarrollarse expresando lo que es. Y si nuestro modo de decir depende de que engañemos, entonces también depende de que el engaño reciba su justo nombre a la luz de aquello que queremos ocultar. Por quererlo ocultar, estamos ya admitiendo su existencia: al mentir confiamos en que hay algo que sea verdadero.

El hombre que habla y que razona, argumenta de modo que pueda notarse en lo que dice qué cosas del mundo son las nombradas, por las que llega a la conclusión expuesta como una manera de exhibir la verdad. Entonces es evidente que no hay buen argumento acerca de cualquier cosa. Sólo hay buen argumento de lo que es, y se puede ver en lo que sigue: si fuera necesario en un discurso de la palabra seguir cada una de las reglas lógicas para llegar a una conclusión, a fin de que luciera como un estricto ejercicio de rigor del pensamiento, pero ésta resultara falsa, sin duda es patente que en algún momento de la argumentación se habría dado por verdadero o una suposición, o un principio, o una aseveración, falsos, de los que podríamos decir que por más que aparenten verdad, terminan por minar el supuesto buen argumento y exhibiéndolo como malo, como falso.

La verdad que está implicada desde que el hombre habla del mundo, parece llamar al hombre que habla, y al encontrarse como visible funge de cimiento del discurso bien dicho, que se dirige a quien también ve lo que se dice bien. Por supuesto, no estoy admitiendo con ello que sea fácil decir qué cosas son y qué cosas no son verdaderas, y muchas veces he escuchado que por miles de años miles de genios han creído como verdaderas las cosas más disímiles; sin embargo, ésa no es razón suficiente para no admitir lo que salta a la vista: no hay habla que se dé sin la intención de relacionarse con la verdad. Y si esto es cierto, el que los hombres hablen ya supone la existencia de alguna cosa verdadera, tanto para nombrarla, como para ocultarla con la mentira o dejarla a medias.

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(1) Claro, pensando en que el hombre es mortal por definición y por naturaleza, y que, por tanto, la enunciación de “hombre inmortal” es una plena imposibilidad y un oxímoron.