Para los jóvenes universitarios desempleados
and nobody has ever taught you how to live on the street
and now you find out you’re gonna have to get used to it
Desde la Ilustración se ha venido afirmando que el bienestar será el fruto del progreso y que el progreso es posible porque saber es poder. Por ello, desde el siglo XVIII se ha presumido como evidente la relación indisoluble entre ciencia, educación y democracia. La primera ha de infundir en la segunda para hacer posible la tercera: los avances científicos (ciencia) se divulgarán a todos los hombres (educación) de tal modo que a todos los hagan iguales (democracia). Cuando los que saben sean más, podrán educar a más y todavía más podrán ser iguales. El bienestar, dicen los progres, sólo es cuestión de tiempo. La igualdad, suponen ellos, es la integración paulatina en el grupo de los que saben: ¡pitagorismo moderno!
Según cuenta la leyenda, Pitágoras era un iluminado nacido con un muslo de oro, una notable memoria metempsíquica y poseedor de múltiples verdades. De acuerdo a Diógenes Laercio, la llegada del sabio Pitágoras a Italia fue todo un suceso. Tal fue el éxito de su presentación pública que los padres enviaban gustosos a sus hijos para que los educara el samio, esperanzados en que el trato con él los convirtiese en notables legisladores. Mas, al contrario de otros educadores, la admisión al círculo del sabio del muslo de oro no era tan sencilla, y, lo que es más, la permanencia en el grupo dependía de una rigurosa pedagogía: los estudiantes debían pasar en silencio cinco años de atenta escucha a las enseñanzas del sabio -sin cuestionar, sólo entregados a aprender-, debían ejercer una meditación autocrítica cada noche, debían llevar un modo de vida estrictamente reglamentado -cuya regulación iba desde la alimentación hasta los modos de vestir, pasando por pautas básicas de ordenación concupiscente y prevención de pensamientos, palabras, obras y omisiones-, debían formar un grupo aparte respecto a la sociedad, debían ser como hermanos respecto a sus condiscípulos y tenían estrictamente prohibido difundir sus grandes verdades entre aquellos que no estuviesen adheridos a la enseñanza del sabio. Para los iniciados, el beneficio de la sabiduría pitagórica radicaba en el progreso personal: en saberse cada vez más perfecto respecto a la transmigración más áurea, más divino respecto a la cercanía del maestro, en saberse -finalmente- conocedor de verdades más nobles que las del vulgo; saberse superior, para decirlo simple y llanamente. Por el contrario, a los ojos de los otros, la heterodoxia del modo de vida pitagórico generaba un conflicto: por un lado atentaba contra el orden político, pues el fin de los padres de la Magna Grecia al enviar a sus hijos con Pitágoras se veía frustrado; y por el otro, ese enigmático modo de vida resultaba atractivo e inspirador para las nuevas generaciones.
Al fin excéntrico, el modo de vida pitagórico cobró fama rápidamente en Grecia. Hacia la decadencia espiritual del pueblo griego, coincidente con su ruina política, tiempos del Helenismo, el pitagorismo ya se había fundido con la pestilencia órfica y los resabios del reservado Egipto. Cuando los helenos enfilaron a Oriente, el pitagorismo encontró pronto acomodo entre los admiradores de los gimnosofistas -dicho sea de paso, otros detritos del esplendor hindú: el eclecticismo de los decadentes-. El misticismo en que derivó el pitagorismo era más lo kitsch de Grecia que una actitud espiritual; como si en tiempos de crisis lo más seguro para no desesperarse sea aislarse de lo crítico afianzándose en lo extravagante: mejor dejar de saber y de pensar, al fin y al cabo la comparación con la eternidad nos pulveriza en nimiedad. En la Grecia decadente pulula la magia, el abuso en los enteógenos, los salvajismos disfrazados de elevaciones, los frenesíes extáticos manumisores del autoexamen y la reflexión. El pitagorismo dejó de ser tanto problema político como inspiración moral y devino en mera fantochería: vano aquelarre de sabidurías menguadas. Del sabio de Samos sólo quedó la estrafalariedad del muslo dorado.
Occidente habría perdido, quizá, su vocación espiritual si por esa época no se hubiese insuflado otra sabiduría de Oriente. El legado de Jesús Nazareno vino a modificar el panorama intelectual de la época, y no es en vano que la primera explicación evangélica se dé en las cartas de Pablo a los descendientes del pueblo heleno. La perfección predicada por Cristo, y transmitida por sus apóstoles, cancelaba el sentido del progreso personal a modo del pitagorismo original y señalaba al salto a la perfección como la única manera de hacer realidad aquella escalera al cielo que soñó Jacob. San Mateo lo dice elocuentemente: “sed perfectos, como es perfecto vuestro Padre celestial” [5:48]. La única manera de ser perfecto, de acuerdo a la enseñanza de Jesús, es entregarse al amor, pues no se ama poco a poco, sino de una vez y para siempre. En el mensaje cristiano, la perfección es la plenitud del amor: tanto a Dios sobre todas las cosas cuanto al prójimo como a sí mismo. La igualdad pitagórica nacida de la inclusión al séquito del sabio es substituida aquí por la igualdad amorosa a los demás hijos de Dios. Para ser perfecto dejó de ser necesario separarse de los otros, pues sólo en ellos era posible encontrar la perfección. Al contrario del pitagorismo, además, la verdad no es recelosa, sino una revelación bienaventurada digna de ser compartida con todos los hombres. Mas como el Cielo no llegó a la Tierra, y san Pablo lo supo bien, fue necesario dejar en claro que el salto a la perfección predicado en el evangelio no es cuestión de nuestro tiempo, sino del tiempo absoluto en que se experimenta el amor de Dios. Así, el amor cristiano fundó una comunidad perfecta de la fe, pero dejó intacta la imperfección de la comunidad terrena.
El pitagorismo se reavivó en Occidente como corriente crítica. No pasó mucho tiempo para que se frustraran las esperanzas escatológicas de los primeros cristianos. El cultivo de la virtud de ánimo pitagórico, junto a su particular comprensión de la paideia, se mezcló con algunos pasajes evangélicos y fue de utilidad a los radicales para señalar la impureza y lejanía de su comunidad respecto al ideal crístico, justificando con ello su escisión de la misma. El pitagorismo incorporado al cristianismo parió al ascetismo: la escalera de Jacob se volvió el símbolo indiscutible del progreso. Nuevamente la igualdad era el producto de la perfección nacida del cultivo gradual en la virtud, de la cercanía paulatina a lo divino; sin embargo, a fin de lograr la perfección era necesaria la soledad, pues sólo así era soportable la tentación del pecado. Los ascetas se entregaron al desierto egipcio, donde por cierto ya no quedaba encanto alguno, y se dedicaron a la meditación. Quizá tentados por la fama, quizá superados por la terca realidad, los ascetas no tardaron en admitir discípulos. A los primeros seguidores siguieron algunos más, y progresivamente se formaron las comunidades monásticas. La igualdad, nuevamente, vino de la hermandad comunitaria de quienes se entregaban a conocer los misterios divinos. Conforme crecieron las comunidades la organización interna entre sus miembros fue acrecentando su complejidad: para tener más tiempo dedicado a la meditación había que trabajar más en la comunidad y ganar superioridad en la misma, era necesario ganar privilegios. El progreso personal ya no sólo correspondía a la vida mística, sino que era necesario progresar en nuestro tiempo: ser superior políticamente para alcanzar la igualdad eterna. La dualidad formulada por san Pablo, y criticada por los primeros ascetas, era ahora el fundamento de la vida monástica; la organización religiosa de corte cristiano se encontró con su antigua escisión mística. La escalera al cielo que soñó Jacob tenía un paralelo netamente terrenal, pues para subirla era necesaria una posición ventajosa en nuestro tiempo: no era posible amar al prójimo sin los recursos suficientes para amarlo. Al contrario de la decadencia griega, este nuevo eclecticismo pudo lavarse las manos del problema político, pues este suelo no era el reino prometido.
Así como los seguidores de Pitágoras llevaron al extremo su doctrina y ejercieron el exotismo del periodo helénico, o así como los radicales cristianos extremaron el evangelio introduciendo elementos pitagóricos para formar los monacatos, los seguidores del nuevo orden también lo llevaron al extremo reanimando el principio pitagórico de la enseñanza de la verdad por boca del sabio: nacieron las universidades. El progreso personal posibilitado por la universidad medieval mucho tenía que ver con la importancia del sabio del que se escuchaba la prédica. No sólo importaba ganar privilegios, sino ganar los privilegios con los más privilegiados. La igualdad era la integración paulatina al grupo de cierto sabio privilegiado. Sin embargo, el progreso personal facilitado por la universidad medieval permanecía dentro de los límites marcados por las instalaciones universitarias: los privilegios del universitario sólo le servían entre los suyos.
La universidad medieval pronto fue modificada para atender a los anhelos de la sociedad moderna. En su origen la universidad moderna fue el medio que la clase inmediatamente inferior a la alta usó para escalar posiciones sociales, para igualarse hacia arriba. Mientras los jóvenes de clase alta tenían a la formación cultural como opción independiente de su manutención futura, los de la clase inmediata inferior vieron en la formación cultural un modo de acceder a los privilegios de la clase superior, un modo de asegurar su futuro. El cambio de la universidad medieval a la moderna sólo fue posible expandiendo los límites de la universidad: introduciendo a sus aulas la enseñanza de los oficios administrativos. El progreso personal posibilitado por la universidad moderna es la garantía de ganar privilegios en la administración pública. La escalera que soñó Jacob ya no iba al cielo, sino a los palacios de gobierno; ya no la escalaban ángeles, sino burócratas; ya no era necesario ser amado por dios para admirar lo pleno, sino que, por primera vez, la felicidad se encontraba definitivamente en las manos del hombre. Por su parte, el pitagorismo sobreviviente en esta organización universitaria se reconciliaba políticamente con aquellos padres de la Magna Grecia que, desesperados, no dieron tiempo a que la sabiduría que deseaban para sus hijos fuese productiva mediante el intercambio por un plato de lentejas.
El modelo de retroalimentación entre la administración pública y las universidades pronto se volvió exitoso, como si de otro exotismo decadente se tratase. Más temprano que tarde las universidades expandieron sus fronteras más allá de los oficios administrativos e introdujeron a sus aulas a los oficios todos. Los universitarios, por su parte, también expandieron sus miras y no se conformaron con la administración pública, primero conquistaron la administración privada y después la propia administración universitaria. No quedando campo libre a las ambiciones de los asiduos al progreso personal aseguraron que el progreso era posible para todos mediante la pauta que los progresados señalaban: ¡he aquí la verdadera Ilustración! De Pitágoras quedó el silencio educativo. De la escalera sólo el armazón. Sócrates nunca pintó en el panorama.
Contrario a lo que se esperaba, el progreso no ha alcanzado para todos y parece que cada vez son más los universitarios frustrados. No sabemos si los discípulos de Pitágoras se desilusionaron del sabio. Tampoco sabemos si la escalera todavía podrá soportar a los que vienen. Parece que pronto nos quedaremos sin verdades, prolongando el silencio con el que pacientemente hemos escuchado la enseñanza que nos prometió el progreso.
Námaste Heptákis