“Lo importante no es mear mucho,
sino que salga espuma”
Me encanta mear, bajarme la bragueta y/o los pantalones para ponerme en la posición que sea más conveniente y simplemente dejarme ir. Así como así, llana y sencillamente soltar el esfínter y dejar que toda la orina se filtre por mi vejiga, masajeando la uretra tan placenteramente que uno no pueda sino sentir aquél escalofrío que siempre se siente durante una buena meada.
Mi abuelo siempre me decía que precisamente era en ese escalofrío en lo que consistía la meada, “Eso es lo que nos separa de los animales,” decía, “¿O acaso has visto alguna bestia estremecerse de placer al orinar?”
“Orinar” era la palabra que usaba. Pero orinar no tiene este sentido hedónico al que me refiero… hedónico, casi erótico – no por nada tanto el escalofrío como el orgasmo se originan en el mismo lugar… en la verga. No, “orinar” es muy propio – no tan técnico como mixionar, ni tan infantil como “hacer pipi/chis/pipis” –, pero simplemente es eso, demasiado propio: “Excúseme usted voy a orinar.” Le falta algo, le falta fuerza – tal vez la fuerza que lleva consigo una buena meada, de esas que hasta salpican. “Echar el miedo” o “firmar” resultan muy ambiguos y hasta sacatones – “orinita vengo” – como si uno tuviera miedo a decir las cosas como son: “Voy a mear.”
Para la gente de vejiga modesta, como yo, resulta todo un agasajo, pues uno anda meando en todos lados y a todas horas – literalmente a todas horas. Uno tiene que tomar sus precauciones, ya que aunque mear es todo un placer, no lo es mearse uno mismo – como no es lo mismo verla venir que sentirla llegar.
Aunque tal vez me equivoque. ¿Quién no ha estado alguna vez bajo la regadera, lavándose lo que uno se lava en esos lugares, cuando de repente – uno no sabe si es por el sonido del chapoteo del agua o por el hecho de sentirse totalmente libre y mojado – le dan a uno ganas de mear? ¿Y qué es lo que uno hace en esos momentos, se sale de la regadera para “orinar” en la taza como una persona decente? ¡No, uno se mea ahí, sin tapujos, debajo del chorro de agua, y de ser posible se regocija en sus propios orines!
Poner las manos bajo el chisguete es de las sensaciones más placenteras que la orina puede dar. Como cuando uno se mea en la alberca – cuyo efecto es más reconfortante entre más fría esté el agua – y siente ese calorcito tan envolvente junto con una sensación total de la liberación de la vejiga. Corrijo: mear es un placer, como lo es también mearse a sí mismo, siempre y cuando uno no esté vestido – pues el calorcito placentero se torna en un gélido y pegajoso infierno que no se lo recomiendo a nadie.
Y es que ese calorcito es único. Por más que uno quiera revivirlo con el agua tibia del lavabo – o de alguna otra forma que se conciba y que no implique utilizar meados reales – no será lo mismo. Hay algo tan peculiar con la tibieza de la orina – en donde cabe notar que el color influye – que es como la diferencia que existe entre un anillo de oro y uno de vil metal dorado: podrán verse igual pero uno sabe – y siente en lo más profundo de sí – que no es lo mismo.
No hay nada como aguantarse, dejar que se llene la vejiga hasta el borde y aguantar todavía más. Uno va sintiendo como un globo que se infla poco a poco en la pelvis. La atención comienza a girar lentamente hacia este espacio que se colma, que se ensancha y que va volviéndose una tortura. El cuerpo se dobla y se re-dobla en un intento por aguantar; en un anhelo de soltarlo todo o estallar. Y el mundo pierde sentido – o mejor aún, cobra un nuevo sentido – la conciencia voltea hacia la vejiga con la mirada enloquecida y todo lo que no sea vejiga deja de existir, todo excepto un deseo, una proyección hacia algo que termine con esa tortura, hacia un paraíso que reconforte: un edén de porcelana…
Y es precisamente en ese momento que me encanta bajarme la bragueta, sacarme la verga y mear hasta desfallecer; hasta volverme uno mismo con la meada; cascada áurea estrellándose en la taza del baño – o en un árbol, o en el piso, o en la llanta de un automóvil. Salpicándolo todo y estremeciéndome de placer con ese maravilloso escalofrío que sólo una buena meada puede dar.
Gazmogno