A. Cortés
Nadie jamás acertó a condenarle
las cosas que sobre las almas de hombres
nos trajo el Poeta con canto y con voz.
¿Qué entregamos cuando hablamos? Digamos que aceptamos el hecho de que mentimos y de que decimos la verdad. Parece que de esto hay evidencia suficiente, pero quizá la vida cotidiana dé por hecho muchas cosas que no necesariamente son verdad; ante esta objeción tendría yo que añadir más razones convincentes sobre el hecho de que vivimos de ese modo. La primera de ellas que se me ocurre es que no podríamos vivir de otra manera: que no hubiera verdad ni mentira equivale a decir que la relación entre la palabra y las cosas no existe, de modo que no creemos en que la voz hable de algo; pero si no creyéramos que lo que se dice puede o no referirse a algo, no habría nada que decir, y nuestras vidas serían silenciosas e inhumanas. Otra razón es que la expresión resulta de algo que antes o en ese momento se afirma en el alma. Es decir, no podemos expresar nada que no se halle en nosotros mismos (hasta por pura etimología), y la afirmación es de algo, de aquello que se considera verdad.
En este misterioso hecho de hablar, las cosas se ligan a la palabra, pero se distinguen de ella. Sería ridículo pensar que son lo mismo, pero parece también inverosímil pensar que se apartan por completo. Parecería que hay algo en las palabras que liga a las cosas con nuestra propia manera de ser en el mundo como hombres que hablan. En la entrega de la voz, el otro nota nuestra afirmación o negación, y su misma posición al respecto lo lleva a considerarla verdad o mentira, y esto sólo es posible si se ve afectado por lo dicho. ¿Cómo puede ser que la voz afecte el alma de un hombre? No hay dos cosas que actúen una sobre la otra y que sean de géneros por completo disímiles. Los ejemplos a este respecto suenan burlones por lo sencillo que es conceder lo cierto en ello: no hay forma de que el color blanco afecte el hambre, y ambas son cosas que son. Parece ser que debe de haber algún vínculo entre el decir, lo dicho y el escucha; en algún punto difícil de discernir, los tres elementos comparten una naturaleza que va más allá de la certeza de que son.
Al decir verdad, pretendemos darle un buen nombre (1) a lo que alcanzamos a ver (sigo hablando en el sentido amplio de ver), y cuando mentimos, pretendemos imitar la manera en la que hacíamos lo anterior, imaginando que estamos viendo lo que no estamos viendo, como cuando al relatar una anécdota, añadimos uno sobre otro acontecimientos que sabemos que pudieron haber pasado, sin que necesariamente haya sido así. Del mismo modo en que pretendemos que lo dicho sea una expresión efectiva del mundo tal como es, cuando queremos hablar con verdad, así también sucede cuando se imita el modo de decir de lo que pensamos verdadero: se da voz a lo que se imagina como siendo en el mundo y expuesto en el discurso. Esa imagen tiene todo el peso que puede tener la expresión de cualquier cosa: diciendo verdad o diciendo mentira, se afecta al escucha sin que éste tenga ostensiblemente lo mentado en sí (razón afortunada por la cual nadie escucha “árbol” y tiene por ello que sacudirse las hojas de la cabeza). Por algún motivo, la palabra tiene un nexo directo con el pensamiento, ya sea que el pensamiento sean palabras o que éstas sean pensamientos dichos, lo visto por los ojos dista de lo dicho en que esto último puede dejar en un hombre la expresión del ser de lo visible tanto como de lo invisible. De las cosas que no pueden verse pero sí decirse, no hay sentido que aventaje al discurso. ¿Una imagen dice más que mil palabras? Entonces mejor ver la película “Troya” que leer la Ilíada, supongo.
Si al hablar se entrega algo, y esto puede mover el alma de un hombre al punto de mostrarle parte del mundo que no es ostensible a los sentidos, entonces el valor de la palabra crece por mucho. La vida tal como la vivimos tiene mucho de lo que vemos y de lo que no podemos ver, así pues, caminamos sobre la banqueta y esquivamos a los carros tanto como pensamos a cada paso y sentimos movimiento en nuestro ánimo. No es mentira que nos airamos, ni que nos entristecemos. No es mentira que somos cuerpo, tampoco. La palabra puede decir estas cosas, y no tiene por qué demeritar alguna o socavar el vínculo entre ellas. Lo que quiero decir es que las muestra como igualmente propias de lo que los hombres consideramos verdadero. Es posible hablar, claro, con discursos sobre las pasiones el alma, o los padecimientos del cuerpo con posiciones distintas respecto a su valor y a su forma de vincularse, pero la palabra por el simple hecho de ser expresión del hombre no nos muestra la necesidad de que alguna de estas instancias sea falsa.
El hombre se expresa dándole algo a quien lo escucha y a quien lo ve, y puede ser que no tenga más que expresar que lo que él mismo es en el mundo; podría ser ésta la única manera de relacionar un hombre con otro hombre, en lo que son semejantes, y en la palabra se muestran ambos como de una misma naturaleza. Pero en dado caso, el hombre no entrega todo lo que es en una palabra, ni se expone por completo en el discurso, sino que entrega lo que dice ver, y en la forma de decir lo que ve, también entrega su modo de ser con respecto a ello de lo que habla en el mundo. La respuesta a una pregunta nos dice algo, pero aparte, la forma en la que alguien responde una pregunta nos dice mucho también sobre aquél que responde. Algo de su alma se deja ver en las palabras.
_____________________
(1) Digo un buen nombre para referirme a que ligamos las cosas con la palabra de un modo cierto y, en alguna medida, limitado a la naturaleza de la cosa. Que ésta sea difícil de delimitar hace que sea difícil el nombre, aunque en los extremos podemos ver con mayor facilidad la separación de lo que caracteriza al problema: aunque no sepamos si ‘hombre’ es un buen nombre para la cosa que somos los que escribimos y leemos ésto, sabemos que ‘hambre’ no lo es en definitiva.