En política, como en arte, los
novedosos apedrean a los originales
Pérez Páez sugería como conveniente aplicar un esquema semejante al justo medio aristotélico para juzgar la importancia de una obra literaria: la obra es realmente fructífera cuando ni carece de lector ni excede de autor, cuando se sostiene por sí misma como palabra viva en el pensar comunitario. Una obra importante es, así, la que da forma al pensar del lector sin imponer la popularidad del autor. Lo valioso de una obra literaria vendría, entonces, de pasar desapercibida hasta el corazón del lector. No es aquí el lugar para juzgar esta sugerencia del pensador español; tan sólo la traigo a cuento porque, me parece, puede ser muy útil para juzgar la actitud política que los progres adoptan en tiempos de crisis.
Si en tiempos de crisis hay algo claro para un progresista es la necesidad de la acción. Cuando se está convencido de la bondad del progreso, no se puede nada más sentarse a esperar para que las cosas mejoren, pues lo realmente progresista es llevar las cosas a su mejoramiento. Lo que no está tan claro para un progresista, tanto en tiempo de crisis como en tiempo normal, es cómo se han de mejorar las cosas. El progreso no da tiempo para pensar en lo mejor. Sin preguntarse siquiera por el sentido de su acción, el progresista actúa, sin medias tintas ni miramientos. Si bien el progresista no se pregunta cómo actúa, no por ello todo actuar progresista es indistinto. De ahí que sea sencillo distinguir dos tipos de actuar progresivo: el institucional y el revolucionario.
El actuar progresivo institucional hace uso de las estructuras políticas para ofrecer sus propios medios de acción a la formalidad oficinesca. En este tipo de acción predominan los buenos deseos, las declaraciones contundentes, los foros de intercambio de ideas, los programas de instauración de tal o cual iniciativa. Este tipo de actuar funciona porque la posición del progresista en la pirámide social tiene una elevación directamente proporcional a la notoriedad requerida para anunciar su plan de acción. Este tipo de actuar, invariablemente, se queda en las palabras, en cuanto a la crisis se refiere. Este tipo de actuar sólo sirve para que el progresista institucional pueda presumirse a los demás como el buen político democrático que sirve honrosamente a la nación cuando sus compatriotas más lo necesitan. El actuar progresivo institucional sí supera la crisis, pero la del sujeto progresista que podría ver truncada su carrera política al no estar a la altura de la situación.
El actuar progresista revolucionario, por su parte, hace uso de las estructuras reaccionarias de su medio para ofrecer sus posibilidades de movilización a la retroalimentación de sus propios ímpetus revolucionarios. En este tipo de acción predominan los buenos deseos indignados por la injusticia de los buenos deseos institucionales, las declaraciones contundentes contra las declaraciones contundentes institucionales, los mítines, paros, protestas, pintas, marchas, bloqueos, resistencias civiles pacíficas, eventos «contraculturales» y kermeses. Este tipo de actuar funciona porque la incertidumbre generada por la ineficiencia de las prácticas institucionales da al revolucionario una notoriedad directamente proporcional al grado de frustración del caso. Este tipo de actuar, generalmente, se queda en palabras que se han venido repitiendo una y otra y otra vez, haya o no haya crisis. Este tipo de actuar sólo sirve para que el progresista revolucionario pueda presumirse ante los demás como el salvador del pueblo que comprende, entiende y es capaz de solucionar por su sola y autoproclamada gracia los problemas de su malsufrida gente. El actuar progresivo revolucionario también supera la crisis, pero la del sujeto progresista que podría ver anquilosados sus tremores juveniles atuendados de interés social contestatario.
Ni uno ni otro nos sacan de la crisis, pues a ella nada hacen. Que la crisis quede incólume bien podría sugerir que este actuar a nadie beneficia, a menos que seamos escaladores burocráticos o groupies de la revolución. Las ínfulas progresistas sólo son placebos ante la crisis: hacen sentir bien al uno porque aún funciona el marketing revolucionario y al otro porque -no cayendo- podrá ocupar los puestos de los superiores caídos por la crisis. Por ello, desde la perspectiva del progreso, la crisis es una bendición gracias a la cual no hay problemas, sólo oportunidades.
Sin embargo, no es necesario que sea así. No todo en la política es progreso, éste sólo está en los extremos: ahí donde se diluyen las responsabilidades y nacen los fetichismos (banalización del mal lo llamó Hannah Arendt, zigzag de las demonolatrías y las androlatrías en palabras de Octavio Paz). Donde estos extremos no lo son todo también cabe el justo medio: la ciudadanía responsable. El ciudadano responsable ni hace revoluciones ni hace carrera política; tan sólo se dedica a lo suyo: obedece las leyes, actúa con justicia, cultiva el amor de sus amigos y deja que su vida pase desapercibida a los escribas de los anales de la fama. Ser ciudadano responsable permite que el trabajo propio sea valioso para la comunidad porque es un trabajo bien hecho, libre de los apremios de la nombradía. ¡Quien trabaja bien no necesita llamar la atención! Quien trabaja bien no necesita alardear su postura o convencer a los demás de trabajar bien, no necesita foros o panfletos: su propia acción es elocuente. Ser ciudadano responsable no sirve ni para parecer democrático ni para estar a la moda, tan sólo sirve para la virtud, la que no luce, no vende y no da becas, ascensos o regalías.
Námaste Heptákis
Coletilla: Se ha cumplido ya un año de la operación militar que reveló la colaboración de algunos mexicanos con la agrupación terrorista de las FARC. Acá en México, Jorge Fernández Menéndez ha exhibido las evidencias de la presencia de ese grupo guerrillero en México. Allá en Colombia, ayer, el diario El Tiempo volvió al punto exhibiendo el contenido de algunos de los archivos encontrados en la computadora de Raúl Reyes (segundo al mando del grupo terrorista, caído hace un año) y, de acuerdo al Reforma de hoy, entre los fragmentos de cartas citadas se menciona la promesa de apoyo al grupo terrorista para la realización de sus actividades ilegales por parte de un académico de nivel superior, en caso de que llegase a la rectoría de su institución. El próximo día 13 se cumplirá un año del posicionamiento oficial de la UNAM sobre la presencia de algunos de sus estudiantes en el campamento terrorista, y el 16 del mismo mes hará un año también de que Ambrosio Velasco declarase que la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM «no esconde absolutamente nada», pues los espacios secuestrados por los grupos radicales dentro de las instalaciones de la Universidad están destinados a «actividades muy diversas, todas legales y legítimas… que son complementarias, extracurriculares… absolutamente normales». ¿No será este el tiempo propicio para que la UNAM aclare las razones por las que ha cobijado a Lucía Morett? ¿No serán suficientes las obscuridades del caso para sospechar que varios están mintiendo?