Por: Raïssa Pomposo
“Para ver el mundo en un grano de arena,
y el cielo en una flor silvestre,
abarca el infinito en la palma de tu mano
y la eternidad en una hora.”
William Blake
“El Cosmos es todo lo que es o lo que podrá ser. Nuestras más ligeras contemplaciones del cosmos nos hacen estremecer – sentimos cómo un cosquilleo nos llena los nervios, una voz muda, una ligera sensación como en un recuerdo lejano o como si cayéramos desde la altura. Sabemos que nos aproximamos al más grande de los misterios.”
Carl Sagan.
Ante el esfuerzo de vislumbrar aquello que no podemos responder por un medio enteramente racional o constituido por un juicio demostrable sensiblemente, solemos aludir al misterio. El misterio es definido comúnmente como lo que está oculto o secreto, como aquello de lo que no se puede dar una explicación. Al verse de esta manera, por un lado, el carácter mistérico se ve como un pozo sin fondo, como algo de lo que nos es imposible salir de manera lúcida. Pero si esto es completamente cierto, entonces el fenómeno religioso, el cual implica al misterio, es una actividad meramente ociosa y vacía. La filosofía no sería una actividad de búsqueda por la verdad sino aquella que la posee en su plenitud.
Por otro lado, lo dicho anteriormente acerca del misterio, no resulta estar tan alejado de lo que después vendrá a ser lo inefable, lo que posibilite el sentido del silencio. Al final de la pregunta “por qué”, el que investiga será llevado a lo inevitable del misterio y en este sentido el conocimiento ya no verá al misterio como su límite, sino como aquello que lo hace ilimitado.
Pensemos que en el mundo científico el misterio parece ser la barrera que debe romperse pero que aún así es necesaria para el seguimiento del descubrimiento. ¿Qué es entonces aquello que nos empuja a regresar de nuevo al misterio? ¿Es necesario entonces replantearnos la pregunta por su significado?
El astrónomo estadounidense Carl Sagan en su obra “Cosmos”, plantea que el carácter mistérico del Cosmos radica en nuestro propio asombro ante él. Al preguntarse por el origen del universo se han intentado mostrar distintas teorías que lo demuestren de manera certera, sin embargo, cada una de ellas se ha encontrado con puntos en contra de sus mismas teorías, los cuales resultan ser puntos que comprometen de manera profunda al científico que investiga, pues el preguntarse por el origen implica preguntar por el sentido mismo que tendrá la vida humana en el mundo donde habita, asunto que trataremos más adelante, pues antes de llegar a ese punto resulta interesante resaltar lo que nos dice el filósofo francés acerca de lo que es misterio a diferencia de un problema:
Para mí sólo hay problema cuando me veo obligado a trabajar sobre datos que son exteriores a mí; datos que se me presentan con un cierto desorden, que me esfuerzo por sustituir con un orden capaz de satisfacer las exigencias de mi pensamiento. Cuando esta sustitución se produce, el problema queda resuelto. […] Pero allí donde se trata de realidades íntimamente ligadas a mi existencia, y que sin duda la rigen en cuanto existencia, ya no puedo en conciencia proceder de igual manera.[1]
La relación con nuestro cuerpo resulta un buen ejemplo sobre algo que no es un problema, pues la manera en que nos expresemos acerca de sus características o funciones, resultará insuficiente, ya que no podemos decir a ciencia cierta ni que somos dueños de nuestro cuerpo, ni que somos esclavos de él, ni que somos propietarios. Esas afirmaciones resultan ser verdaderas si las vemos en su conjunto, mas no por separado, pues todas ellas habitan en la persona misma y de hecho la constituyen en gran medida, superando así al problema como algo que puede ser resuelto.
Después de las múltiples ideas que se han dado en la historia acerca de lo que es misterio y de lo que no, de algo podemos estar seguros: que el discurso sobre el misterio ha sido resultado de una búsqueda por el conocimiento y la verdad. Aquí el lenguaje y su sentido jugarán un papel fundamental para dirigirnos al campo de esta búsqueda. Se ha dicho en no pocas ocasiones que el lenguaje está en busca de un sentido, pero ¿qué entendemos por sentido? Parece que cuando nos referimos a él, lo hacemos como un “dirigirnos a”, como si buscáramos un camino certero por el cual andar, algo ya construido, pisando suelo firme. Lo vemos también como “razón de”, buscar el sentido es buscar la razón de ser de tal o cual cosa. De esta manera parece que el buscar un sentido en el lenguaje es buscar algo que dé razones.
Cuando vemos cada movimiento y expresión del otro al escucharnos y al hablarnos, no vemos el conjunto de huesos y tejidos cubiertos por la piel que conforman su cuerpo, ni la retina que protege su ojo, ni la carne que conforma sus labios, sino que vemos la euforia o descontento que remarca el movimiento de su brazo; la profundidad, felicidad o tristeza de la mirada; la dulzura o la furia de sus labios. Reconocemos al otro como “humano” en tanto que rebasamos el significado del movimiento y de su expresión, es decir, en tanto que él le da un signo y uno como escucha y parte de él también se lo damos. Este sobrepasar es lo que hace darle su existencia particular a la lengua, y una vez que el habla desoculta y hace ser a aquello que se escondía tras lo que parecía ser simple gesto, es cuando el sentido se hace presente. Sin embargo, él mismo sigue siendo misterio en tanto que no rompe la relación conmigo y la esencia del gesto.
El descubrimiento del misterio radica en su revelación acompañada de la conciencia de este redescubrimiento, es decir, el compromiso vital con esta realidad tiene que ser revelador.