Posgrado y progreso

 

Chaparrón: Oye Lucas.

Lucas: Dígame, licenciado.

Chaparrón: Licenciado.

Lucas: Gracias, muchas gracias.

Los aduladores del progreso suelen ufanarse del desarrollo de la cultura nacional reflejado en el aumento del número de estudiantes de posgrado. Ellos piensan que mientras haya más doctores habrá más cultura, y por tanto el país será un mejor país. Y por lo mismo suponen saber lo que es bueno para el país, suponiendo a la vez el conocimiento de los problemas de éste. No es ir muy lejos exhibir que al mismo tiempo creen que dichos problemas tienen solución. Quizá no se dan cuenta que el supuesto fundamental de su proyecto progresista, esto es que saber es poder, genera muchos más problemas de los que pretende solucionar. Uno de esos muchos problemas es la igualación entre lo cualitativo y lo cuantitativo en el terreno educativo, igualación que se muestra con claridad en la actual situación de los estudios de posgrado.

Básicamente son dos los títulos de posgrado: maestro y doctor. Según el filósofo Francisco García Olvera, el término maestro proviene de los derivados del latín magnus, y por lo mismo el maestro “es quien es siempre mayor, más grande en virtud, sabiduría o habilidad y por eso puede mostrar a los demás cómo llegar a serlo”. La maestría es principio de autoridad, nunca un título burocrático; empero, abusando del dinamismo lingüístico, la burocracia cultural ha capturado el sentido del término para expresar grado académico. Ese cambio es perturbador, pues el origen de la autoridad en la cultura es omitido y desplazado por el que otorga el título, o en otras palabras, se despersonaliza la educación; y en ese sentido en vez de reconocer al maestro como educador se reconoce a la institución –alma mater-. Ahí, cuando las instituciones y las marcas pretenden la competencia, el sentido vocacional de la actividad educativa se pierde. Ahora el maestro no es el que tiene la autoridad, sino que una nueva autoridad otorga muchos títulos a individuos que quizá nunca puedan ser los mayores: párvulos con grado.

Por su parte, el término doctor es utilizado para nombrar, en sentido primario, a los padres de la Iglesia, a esos sabios que son capaces de fundar la doctrina de la fe. En sentido estricto, un doctor es aquel que no es superado en su tema por ningún otro hombre. Un doctor es aquel que semeja en sapiencia al gran doctor Angélico: es aquel que ha logrado la periagoge de su alma. Doctor es Sabio, con el peso de cada una de sus cinco letras. Sin embargo, al igual que con los maestros, el título de doctor es ahora un adorno del currículo, un atavío altisonante para el propio ego. Y el problema con el cambio es semejante al caso del maestro, pues ahora no hace falta ser sabio para ser doctor, sólo hace falta cubrir requisitos académicos y esperar pacientemente el título: nuestros doctores se doctoran en trámites.

Lo pestilente del nuevo sentido de la maestría y el doctorado está en su utilización dentro del discurso progresista. Se pretende una ecuación en la que el nivel cultural de un país es directamente proporcional al número de maestros y doctores. Sin embargo, la ecuación sólo es verdadera en tanto incremento del gremio burocrático, pero es falsa en un sentido mucho más importante. La ecuación es falaz porque supone que la sabiduría -supuesta en la mayoría de los casos- del estudiante de posgrado se refleja directamente en la totalidad de la población. Lo anterior sólo es cierto si se cumplen dos condiciones: que el estudiante de posgrado sea sabio respecto a cuestiones productivas y que pueda producir más de lo que consume. Por un lado, la cultura no puede reducirse a saber productivo; por el otro, cuentas mínimas nos hacen evidente que resulta muy caro producir posgraduados; así, ya ha de verse la falsedad: como la maestría de los maestros y lo docto de los doctores sólo indican formalidad burocrática, el incremento del nivel cultural también incrementa la formalidad burocrática. Por lo tanto, sí hay progreso, pero sólo de la burocracia cultural. ¿Cómo se beneficia al país con esto?

Námaste Heptákis

Coletilla: Que la producción de universitarios es un mal negocio queda claro al echar un vistazo a algunos números. Según análisis de Gabriel Zaid, actualmente en el país hay cerca de 8.8 millones de mexicanos con educación universitaria, de los cuales el 70% afirma tener su propia biblioteca, mientras que el 68% de los últimos no tiene más de cincuenta libros en su biblioteca; pues se puede tener un título habiendo leído tan sólo dos libros -uno de los cuales no es, por su puesto, el diccionario-. (Claro, pero aquí puede pensarse con buena fe que los universitarios no leen los libros que compran, sino los que solicitan en préstamo a bibliotecas públicas o a sus amigos, pero el 66% de los 8.8 millones de universitarios también afirma que sólo lee los libros que compra; por lo cual la objeción se cancela. También podríamos objetar que, muy a la vanguardia, los universitarios leen por internet, pero la media nacional de lectura por internet es de treinta minutos, insuficientes para objetivos culturales serios; por lo que también esta objeción se cancela). Del total de universitarios dos millones afirma no leer actualmente ningún tipo de libro, tres millones no lee literatura y más de medio millón (el 7%) no lee nada. Añadamos que cerca del veinte por ciento del total de universitarios afirma no haber estado nunca en una librería. (Aquí podría argumentarse que los libros ya pueden comprarse por internet o bien se piden por teléfono, pero se calcula que el 30% de los universitarios no gasta en libros, por lo que la objeción se invalida). Aunemos que el 83% de los mexicanos acepta haber leído más entre los 6 y los 22 años, es decir en el periodo en que tuvieron su formación escolar. Pensemos que esos que leyeron durante su estancia en la escuela leyeron libros de texto. Concluyamos que nuestros universitarios actuales, quijotes de la cultura nacional, han cultivado su espíritu leyendo sólo los libros de texto necesarios para obtener el membrete nobiliario que los acredita para tabular su salario como un profesional. No ignoro que muchos podrían objetar que el problema tiene su origen en cuestiones económicas, pero de los setentas a estos años se ha incrementado hasta en cinco veces el total de los gastos familiares en educación (aproximadamente pasó del dos al once por ciento del gasto familiar neto). Por lo que es posible notar que a pesar del aumento en el gasto para la producción de un universitario, al menos en cuanto a los hábitos de lectura se refiere, el beneficio cultural ha sido nulo, y lo que es más: maléfico.

Los datos pueden consultarse en la Encuesta Nacional de Ingresos y Gastos en los Hogares 2004, la Encuesta Nacional de Prácticas y Consumos Culturales y la Encuesta Nacional de Lectura del CONACULTA.