El jabalí es la presa, aunque no es su destino ser cazado. La caza del jabalí en manos de los hombres funciona sólo como intento, como intención malograda: el que comanda la búsqueda de la bestia, que es Adrastro —o “el incapaz de sustraerse a su propio destino”—, lacera de muerte al hijo del rey lidio, Creso, que también acompañaba en la caza. Al rey todo le había sido dicho a través de un sueño, a través de esas imágenes que pone el dios en los hombres mientras duermen. No hay azar y el destino embiste como el jabalí, herramienta y simulacro de Apolo, dios del Oráculo; ese jabalí que, en el cuerpo de Ágave, rodea a su presa con ayuda de sus bacantes. La sacerdotisa, madre del rey Penteo, no entiende, está fuera de sí mientras invoca a Dionisio, los “coros secretos del dios” tiemblan en el aire, la presa cae al suelo. En ese momento Penteo sabe que va a morir. Ágave le desgarra el hombro con la fuerza que el dios le confirió en las manos; Ino, Autónoe y el resto de las bacantes comienzan a descuartizarlo a medida de que el aliento de la presa aminora, “todas ellas se echaban unas a otras con las manos manchadas de sangre la carne de Penteo, como si jugasen con una pelota”. Sócrates, ya en la polis, teme ser cazado, “me sentí arder y estaba como fuera de mí, y pensé que Cidias sabía mucho en cosas de amor, cuando, refiriéndose a un joven hermoso, aconseja a otro que si un cervatillo llega frente a un león, ha de cuidar de no ser hecho pedazos”. El amor es la forma politizada de la caza y el suplicio, se trata del mismo amor que cruza toda empresa filosófica. ¿Qué cazamos y qué padecemos cuando intentamos pensar?
Sólo escribo esto a manera de saludo para anunciar mi ingreso al blog y para darles las gracias por la invitación. Espero poder aportar algo interesante.