A. Cortés
esperando aquel día en que cayera, funesta,
hirviendo en la mente y el pecho de hombres,
sembrando el veneno que acaba con todo.
La confianza en la palabra es aliento del filósofo. No hace mucho tiempo que el hombre veía en el aliento el signo inequívoco de su fuerza vital. Y diferente al resto de los animales, se cierne lo humano en la palabra como una entrega misteriosa que comienza con un hálito ordenado, articulado y pronunciado en concordancia con el pensamiento, y que culmina con la pretensión de dar junto con el fonema, expresión de una visión susceptible de ser comunicada.
Comunica quien con la palabra puede dar a otro lo que tiene y que el otro puede tener también. Y si lo puede tener, es en este ejercicio de comunión. Se comparte la palabra porque los hombres vivimos en un mundo. Pero lo dicho es blanco de desconfianza y resquemortan pronto como se hace evidente la posibilidad de la mentira. Es efectivamente posible mentir, y de eso no tenemos dudas serias. Sin embargo, ésto no salva al hombre de la mayor obscuridad discursiva: la desconfianza se vuelve mucho más áspera si se mantiene a raya de algo que forzosamente será verdadero, pero que al mismo tiempo pone en su velo lo más importante de todo. Ésto ocurre si se duda de la verdad valiosa, y con ella de la posibilidad de la ciencia[1].
Intentemos reflexionar si “lo más importante de todo” lo es en verdad: “apreciamos lo que permanece por sobre lo que cambia”. Ésto es lo que se está dando por sentado en estos párrafos, ¿y será cierto? Para responder a esa pregunta, tenemos que ponernos a considerar con detenimiento cómo vamos a avanzar: ¿qué hacer primero, ver ejemplos, pensar en la necesidad del conocimiento, confrontar las respuestas contradictorias con la experiencia? Seguro lo mejor sería decir primero lo que vemos primero, y tratar de que eso nos lleve a lo que posibilita que veamos lo que vemos. Y, según yo, eso es lo que Aristóteles dice al principio de la Metafísica: “todos los hombres por naturaleza están tendidos hacia el saber; prueba de ello está en nuestro afecto a los sentidos”. ¿A cuál sentido le tenemos más afecto? En esa respuesta se encuentra la prueba a la que alude Aristóteles: de los sentidos, incluso considerados sin que estén realizando su función, nos parece la vista por sí mismo el más valioso de todos. Porque gracias a él sabemos más, en comparación con los demás, y nos ayuda a ver más distinciones en las cosas que cualquier otro. Con el oído diferenciamos la altura, la duración, la intensidad; con el tacto, la dureza, la asperidad; con el gusto, la acidez, el amargor; con el olfato, la dulzura. Pero con la vista distinguimos muchas más características de las cosas, vemos colores, figuras, profundidad, claridad, quizá hasta cabría decir que vemos movimiento.
Hasta aquí, pues, es paráfrasis de Aristóteles: le parece que por el hecho de que apreciamos más la vista se evidencia que los hombres tienen una disposición natural hacia el conocimiento. ¿Qué les parece a ustedes? Rousseau, por su lado, no estaría tan de acuerdo, pues piensa que el órgano más importante de nuestra sensibilidad es el acústico: es el único que no se puede apartar naturalmente de su función, todos los otros, se cierran o se detienen. ¿Será más bien que tenemos en mayor estima al oído? Sea como fuera, tenemos que apartarnos de la discusión sobre la sensibilidad -que seguro puede traer como consecuencia muchas conclusiones interesantes sobre el modo de conocer de los hombres-, pues lo importante aquí es ponderar si somos o no seres que están dispuestos naturalmente al conocimiento, pues quizá en cómo entendemos lo que es conocer se nos aclara también si somos seres que inevitablemente valoran más lo que permanece.
Yo, por mi parte, puedo pensar en que nos dedicamos toda la vida a conocer y a vivir de acuerdo a lo que conocemos en muchísimas maneras distintas. Pero cuando hablamos de ciencia como conocimiento de lo universal y necesario, aparte damos a cierto saber el privilegio de ser estable posesión de todo hombre posible, no sólo de uno o de algunos. Piensen en todos los productos comerciales que nos rodean: la verdad a la que aluden ha de ser científica si se le quiere dar verdadero peso (claro, con la concepción contemporánea de ciencia), y con esto sólo estamos mostrando nuestra mayor confianza sobre aquello que nos dicen pretendiendo mencionar su universalidad y su necesidad. Una caja de cereal con su “tabla de valor nutrimental” no hace otra cosa que ésto, porque los datos recopilados en dicha tabla tienen la pretensión de presentarnos un estado no-cambiante, una disposición irremediablemente encontrada en el interior del rico cereal. El esfuerzo científico se dedica a ello, a pelearse con quien diga que su saber es particular, o que es temporal. Es cierto –no sería justo pasarlo de largo- que la ciencia contemporánea (pienso en física newtoniana aplicada a la astronomía y física cuántica aplicada a la electroquímica, o en las teorías de la naturaleza doble de la luz[2]) no siente escrúpulos en admitir juicios y teorías que no expliquen la verdad, sino que sirvan a sus propósitos experimentales y observacionales; sin embargo, admitamos que esta disposición es consecuencia de un esfuerzo grande pero infructuoso por fundamentar la ciencia como sistema universal y necesario: el día que alguien exponga la naturaleza de la luz de manera clara y distinta, tal que aparezca a todos como fundada en principios universales y necesarios, las dos teorías ahora aceptadas y cambalacheadas se dejarán inmediatamente de lado y se admitirá la que, siendo una, explica los dos ámbitos de la cuestión.
Sea o no el modo contemporáneo el mejor para hacer ciencia, la pretensión de verdad a la que apunta es la necesidad y universalidad de su juicio; aun cuando intente establecer que, por necesidad, no ha habido nunca ni habrá una sola cosa en el mundo que pueda ser eterna. Parece que nosotros por naturaleza preferimos tener esta clase de verdad en nuestro poder; aunque, como ya hemos dicho, la mayoría de los hombres vivos hoy desconfía de la posibilidad de alcanzar tal tesoro. Aún más evidente, todo lo que hacemos está implicado en lo que sabemos, en lo que supimos, lo que aprendimos, lo que hemos descubierto. Incluso se nota que nos comportamos de maneras distintas dado el olvido de algo que sabíamos, o de la patente ignorancia. El recuerdo y la capacidad de recordar son fundamentales para el ejercicio del intelecto sano. Y todo ésto gana nuestra admiración si se trata de la relación del conocedor con lo universal y necesario de la ciencia.
Este tipo de relación es visible en el caso de algunas de las ocupaciones del intelecto como las matemáticas o la lógica, o con todo aquello que consideramos conocimiento perenne.Es decir, aquello que llamamos ‘ciencia’ se nos presenta con apariencia de ser cierto tipo de conocimiento racional con la pretensión de ser (y así intentamos enérgicamente que sea) válido para todo tiempo y hombre posible[3]. Cualquier discurso científico por tanto versa sobre lo general, y en ésto cae en un ámbito que se desprende del sensible en el mundo que fue generado y que por tanto perece. De allí su pretensión: dado que lo particular y mundano es perecedero, parece lícito el intento por alejarse de él si se quiere un discurso inmortal. Gracias a esta separación, al legar la razón en la generalidad el hombre se pliega a hablar de lo que va a durar más allá de lo sensible que se corrompe ante sus ojos, es decir, a discurrir de aquello tan viejo como el triángulo, tan vigente como el deseo y tan certero como el movimiento. El punto de partida, por tanto, es el hecho de que vemos algo más general que el individuo solo que se nos presenta a los sentidos, y esto no se hace con el cuerpo, como facultad sensorial, sino con el intelecto. Luego se desprende que en ningún caso las razones particulares constituyen conocimiento científico en el sentido de universal y necesario[4], que aplica para todos y que no puede ser de otra manera.
La palabra es término porque expone (pone fuera) lo que se conoce. Da de ver la posesión de quien lo exhibe, y lo regala. Por otro lado, la desconfianza en esta posibilidad merma el trabajo científico eximiéndolo de dar razón, arrebatándole la responsabilidad de su ejercicio por negar que ésta tenga algún fundamento real. Es éste, el científico, el discurso que más vivamente proclama su lugar certero sobre eltrono del conocimiento[5], por sostenerse con rigor y confianza en su base (tal sucede con la mencionada matemática, por ejemplo). Y ¿cómo habría de pasar ésto si no fuera que tenemos por más valiosa la permanencia que el cambio? Cualquier otro modo de hablar refiere por lo frecuente a la opinión o a la ignorancia: lo que decimos de lo particular siempre es algo que pudo ser o no ser así (y esta misma oración pretende poder desprenderse de lo particular para que sea tomada en cuenta). Pero conocer científicamente se torna problema desde que no se acepta la validez de hallar en la experiencia evidencia suficiente para el hombre impulsado a resolver si en verdad conoce, y si eso que conoce no es moda, sino permanencia.
Si le tratamos de dar valor a la moda, a lo mutable, por estar habituados a ella y nos detenemos a apreciar lo dispuesto al cambio en lugar de a lo que se mantiene, ¿no estamos apreciando más lo que siempre cambia en tanto que lo hace siempre? Creo que no tenemos salida, por más que se nos haga evidente el movimiento, lo más valioso es poder decir qué es lo que todo movimiento es siempre. La moda en tanto que efímera, considerada por separado en cada etapa, si se quisiera de verdad someter a un discurso que por ello la valorara, tendría que admitir no sólo la carencia de tales ‘etapas’ (porque esa manera ya organiza la experiencia en la palabra como algo que permanece durante la etapa), sino que tendría que obligar al discurso a expresar de ella un movimiento continuo en el que nunca se aprecia nada que hubo de quedarse quieto. ¿Y cómo hablar de la moda entonces, si ella misma no es una sola cosa? Tratar de hablar en forma mutable de lo mutable termina por cancelar el discurso. Y esto no es accesorio, ni agregado, sino perfectamente natural: la palabra tiene tal modo de ser que no puede dar razón de lo que no es en tanto que no es. ¿Y no es esa suficiente evidencia de que, naturalmente, el hombre tiene por más valiosa la permanencia que el cambio?
Que conste que no estoy diciendo que del cambio no puede hablarse (si acaso sí digo que es bastante difícil), estoy diciendo que apreciamos en el cambio lo que podemos decir que es, y sólo encontramos las cosas que son por ser unas y las mismas al mismo respecto del que hablamos de ellas. Por eso tenemos palabra ‘cambio’, porque nos parece que el cambio es una sola cosa que siempre aparece ante nosotros como lo mismo, si bien de modos distintos. La moda, por su parte, es un hábito corriente en lo contemporáneo, y habría que poner en duda qué tanto vale la pena que lo consideremos seriamente en cada una de sus etapas, o en tanto que cambio continuo; así como también valdría la pena intentar decir qué es lo que alcanzamos a ver que acontece con los hombres vivos hoy, en los que habita esta obscura desconfianza en la posibilidad de hallar la verdad valiosa.
[1] Tal como sucede con consecuencias máximas con Jonathan Dancy cuando afirma que del mundo, en el mejor de los casos, sólo podemos tener una acepción imperfecta, y que ésto mismo es lo que admiten los realistas. Ésto equivale a afirmar que los más preocupados por lo real son quienes pasan de largo el hecho de que, de la realidad, lo más noble que tenemos es nuestra propia interpretación, pues nada hay que sea cognoscible como pretendemos. Este escepticismo niega el valor real del mundo y la posibilidad de saber sobre las cosas con las que tenemos experiencia se cancela. Para éstos que se encuentran en tal extremo, quizá la mejor vida esté dentro de casa tomando antidepresivos y calmantes.
[2] Me refiero a las teorías que dicen, la una, que la luz está compuesta por ondas, la otra, que está compuesta por partículas. Actualmente, la exposición de la luz se hace tomando en cuenta ambos aspectos, a veces uno, a veces el otro, dependiendo de la naturaleza del experimento en cuestión.
[3] Por ejemplo, me parece que Kant admite en La Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres, “Prefacio”, § 7, que no debe pensarse solamente en lo correspondiente al ‘hombre’, sino que ha de abarcarse con la noción a todo ‘ente racional’ posible.
[4] ARISTÓTELES, en su “Libro V” de la Metafísica, Capítulo 5, dice que la necesidad (a)nagkai=oj) es “en sentido fundamental y primero, lo simple, lo que no puede tener más que un modo de ser”. En griego y fuera de Aristóteles, esta palabra era entendida mayormente como ‘lo forzoso’ o ‘lo impuesto’. La universalidad, por otra parte, es usada en la misma obra como lo relativo a un todo, como lo que abarca algo totalmente (kaqo/lou).
[5] Y con más razones de peso cuando se trata de ciencia entendida como directamente proveniente del término latino scientia, conocimiento. En este caso, hablo de las ciencias limitadas por su naturaleza sistemática (organizada por principio, medio y fin de acuerdo a la razón) y abocadas a un sólo objeto bien definido cada una de ellas.
Al terminar de leer tu ensayo tuve una inevitable asociación: recuerdo que en las clases de secundaría enseñaban que en una serie o lista de números la “moda” era el número que más se repetía. Me parece un buen ejemplo para poder asir tu escrito. Si creo haberlo entendido bien, el problema que planteas está en el hecho de asociar la permanencia con lo necesario y universal (con lo que tiene ser) y el cambio con lo no-necesario y particular (con lo que no tiene ser). De ahí pasas a un juicio de valor, lo primero es lo valioso y segundo, leído entre líneas, lo no valioso. La tendencia natural de los humanos es la de apreciar como verdadero aquello que es perenne, que se mantiene siempre igual a sí mismo; lo demuestras argumentando que incluso ahí donde intentamos nombrar el cambio terminamos siempre deteniendo a través del discurso (la escritura o la oralidad) dicho cambio o mutabilidad, en este sentido, resulta imposible “Tratar de hablar en forma mutable de lo mutable” dado que eso “termina por cancelar el discurso”.
Creo que el problema se puede remontar un poco más atrás de Aristóteles. Como recordarás, Platón abordó el tema de manera específica en el Crátilo y el Sofista. Si no recuerdo mal, el primer diálogo introduce el problema de los nombres y si a través de estos es posible el conocimiento, dirá que sí es posible el conocimiento a través de ellos pero sólo como un medio, como un acceso a la Idea, el nombre no es por convención sino que es una imagen, un simulacro de lo que aparece. El sofista introduce el problema de la enunciabilidad del no-ser a través de un discurso articulado por nombres y verbos, un discurso que dice, en términos abstractos, sobre lo Mismo y lo Diferente, sobre lo el Movimiento y el Reposo. El nombre se asocia a los primer par y los verbos al segundo par: “¿No piensas, sobre la base de lo que ya hemos dicho, que el no-ser coloca en dificultad a quien lo refuta, pues, apenas alguien intenta refutarlo, se ve obligado a afirmar, acerca de él, lo contrario de él mismo? . En esta línea creo que podemos entender tu escrito. Creo que Platón quiere decir que el no-ser no es, valga la redundancia, la simple negación lógica del ser, sino que el no-ser debe ser entendido como una función al interior del discurso que posibilita la dialéctica entre el Movimiento-Reposo y lo Mismo-Diferente, ahí donde la Diferencia juega el papel más importante para “movilizar” el discurso y para acceder a la Idea a través del no-ser; en otras palabras, el no-ser, pese a la contradicción, es ontológico y su forma es la Diferencia, las otras tres formas participan siempre del no-ser y de la Diferencia (ahí podríamos introducir el problema de lo verdadero-necesario y lo verosímil no-necesario en Aristóteles), con Deleuze, “hay como una ‘abertura’, una ‘dilatación’, un ‘pliegue’ ontológico que refiere al ser y la cuestión el uno al otro. En esta relación, el ser es la Diferencia misma. El ser es también no-ser, pero el no-ser no es el ser de lo negativo, es el ser de lo problemático, el ser del problema y la pregunta. La Diferencia no es lo negativo, por el contrario, el no-ser es la Diferencia” . O con Cornford, “la diferencia no es una relación subsistente entre dos cosas. Se dice que dos Formas diferentes ‘participan del carácter de Diferencia’ […]” . Así del Movimiento y el Reposo, como los dos modos más generales en que aparecen los fenómenos, siempre se predica de ellos en función de lo Mismo y lo Diferente, el Movimiento siempre es el mismo pero a la vez es diferente del reposo, de hecho podemos diferenciarlos en función de lo que no son. Tú escribes “la palabra tiene tal modo de ser que no puede dar razón de lo que no es en tanto que no es.”. Creo que la principal virtud de la palabra es precisamente el hecho que puede dar cuenta del no-ser y que incluso necesita de él como, kantianamente, condición de posibilidad. Se trata, pues, en última instancia, de hablar una ciencia de lo no-identidad, por ello, de lo Diferente. Creo, para terminar, que esta Diferencia es la que ha regido el pensamiento científico hasta nuestros días, se ha tratado siempre de pensar Diferente, esto es, de pensar el no-ser, o lo problemático, de lo que parece ser unívoco, idéntico e igual a sí mismo. En este sentido, el pensamiento es movimiento y diferencia, es “mutabilidad” y no-ser. Que pueda detener y “fijar” (el pensamiento) dichos momentos en un discurso sólo afirma su propia condición de mutable, de flujo en movimiento que artificialmente se da un respiro para entender lo que ya pasó. Sólo en este punto podemos hablar y hacer juicios de valor acerca de lo que “más aprecian” los seres humanos. En efecto, apreciamos y tenemos por más valioso lo que permanece dado que ello nos “salva” y “cura” de la terrible verdad del cambio y la mutabilidad de los hombres, esto es la conciencia de muerte; las religiones luchan contra lo mutable y postulan una eternidad, confróntense, por ejemplo, los atributos clásicos predicados en la filosofía escolástica a la idea de Dios. La moda, por tanto, no es lo que cambia, sino lo siempre repetido, como en el ejemplo del principio. Podemos entender aquella frase de Benjamin acerca de la moda, la moda es un salto de tigre a la historia, al pasado. La moda es una manifestación de lo repetido en todas las épocas históricas. En este punto me inscribo en tu ensayo Cortés, en tu lucha contra la moda, la moda que niega toda posibilidad de la verdad, del tesoro de la verdad.
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Dos dudas Cor:
1. Nos dices: «lo dicho es blanco de desconfianza y resquemor tan pronto como se hace evidente la posibilidad de la mentira», y estoy de acuerdo, pero parcialmente, pues también me parece que comenzamos a desconfiar en lo dicho cuando nos damos cuenta de la posibilidad de errar; como si la mentira y el error fuesen de la mano. ¿Qué piensas?
2. Nos dices: «El punto de partida, por tanto, es el hecho de que vemos algo más general que el individuo solo que se nos presenta a los sentidos, y esto no se hace con el cuerpo, como facultad sensorial, sino con el intelecto.» No me queda esa separación de los sentidos y el intelecto, no sé qué más que el individuo puede darse, en cuanto ser absoluto que se da a la experiencia. Me parece que lo general sólo podría venir del ser visto tal como se le ve, sin algo que esté detrás o requiera de otra mirada, pues la experiencia nos dice que el ser se da y está a la vista; y el ser ya es general en un sentido ¿no? Quizás no logro ver, por tanto, el tipo de generalidad de la que aquí nos hablas.
¿Cómo ves?
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1. Pienso que tienes razón: tan pronto como se nos hace evidente la posibilidad de que la palabra no diga bien sobre lo que es, se promueve la desconfianza, y ésto incluye el error y la mentira. También pienso que esde el punto de vista del escucha, quien habla sobre lo importante errando o mintiendo lo deja en una misma posición con respecto a la palabra, en cuanto se le hace patente el mal.
2. Se me hace que quiero responder esta pregunta pensándole más. Quizá lo haga en la próxima cosa que escriba.
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Dos cosas:
1. Cor. De acuerdo, espero el próximo escrito.
2. smerdiakov. Una duda. Escribes «apreciamos y tenemos por más valioso lo que permanece dado que ello nos “salva” y “cura” de la terrible verdad del cambio y la mutabilidad de los hombres, esto es la conciencia de muerte». No veo con claridad el paso del cambio y la mutabilidad de los hombres y la conciencia de la muerte, y creo que si me aclaras ese paso, se aclarará a su vez el sentido terrible de la verdad mentada.
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Una duda Cor:
Nos dices que «La confianza en la palabra es aliento del filósofo», y es algo con lo que estoy de acuerdo, de no ser así no estaría escribiendo. Sin embrago, cuando leía tu texto no pude alejar de mi mente la imagen del sabio parmenideo, silente y observando el ser.
Tener esa imagen en la cabeza me he llevado a preguntarme por la posibilidad de que haya un filósofo callado, dedicdado a la contemplación, a menos que ésta se de mediante la palabra. he aquí mi duda, ¿crees que la contemplación de aquello que no cambia se de sólo mediante la palabra?
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… me quedó una duda, aunque seguramente s una necedad. ¿qué pasa si no nos damos cuenta de la posibilidad de la mentira o el error? si quieren lean la anterior (y las posteriores) cuestión en pospretérito y subjuntivo, para que se note la inverosimilitud que le es propia. ¿en ese caso, hay confianza plena y constante en la palabra? ¿cómo es la vida así?
acerca de lo que dice Maigo del sabio parmenídeo y la posibilidad de un filósofo callado, creo que es fundamental reparar que el sabio parmenídeo es sabio, no filósofo: de allí su mudez. quizás es por eso que el discurso que intenta referir algo de él no sea un tratado sino un poema. con respecto a eso de que la palabra como único medio para la contemplación de lo que no cambia, creo que esto último no es algo necesariamente verdadero. sería verdadero si se aclarase que la contemplación de lo inmutable de que se habla en este caso es la contemplación filosófica, que no es necesariamente la única, y tal vez ni siquiera la mejor, a menos que nos convencieran de que la vida filosófica es la mejor vida (no sé, estoy pensando en si la de un sabio es más feliz).
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Pues pensando en tu duda, Martinsilenus, la vida que planteas es muy rara, y ajena a mi experiencia en un sentido. Intento recordar si conozco alguna instancia de vida humana sin conciencia de la mentira y el error. Estoy pensando en que algunas condiciones de malformaciones cerebrales o impedimentos intelectuales cuyos nombres y causas no conozco parecen ser ejemplos de vidas en los que uno no se da cuenta en absoluto de estas posibilidades. Me imagino, por ejemplo, que los niños autistas o algunas personas que yo he visto con síndrome de Down actúan como si (y hasta allí puedo llegar por lo que he visto) no supieran que es posible hablar mintiendo, o equivocándose. En esas circunstancias tal vez se tenga confianza en la palabra completa y plenamente, pero no estoy muy seguro de que sea posible, en esas condiciones, reflexionar sobre la palabra. Es decir ¿acaso sabe alguien que vive así que hay algo como la palabra? No lo sé, la verdad. ¿Qué piensan?
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Creo que no sólo aquellas personas con un sindrome actúan como sí no supieran que es posible la mentira, en muchas ocasiones nosotros mismos olvidamos esa posibilidad y actuamos confiando en que lo que otro nos dice es verdad, como cuando vamos con el médico y, olvidando que existe la posibilidad de que éste nos mienta, nos tomamos aquellos fármacos que nos receta.
Respecto a la mudez del sabio Parmanideo, aún me queda una duda, ¿acaso aquello que se dice poéticamente no es también el resultado del uso de la palabra? Si concedemos tal cosa, no veo porque se salva el problema que señalé anteriormente, pues el que habla sigue haciendo uso de la palabra, y por lo mismo es susceptible de mentir o caer en el error aquel que diga algo sobre tal sabio. Pero, por otra parte, si negamos que el decir poético trae consigo los problemas que implica el uso de la palabra, entonces ya no sé cómo decir qué es el hablar poético. Por otro lado, creo que en la diferencia que marca martinsilenus entre el discurso del sabio (poético) y discurso filosófico (tratado) se está suponiendo que ni el sabio hace tratados, ni el filósofo es capaz de decir algo poéticamente, supuesto que me confunde bastante. ¿qué dicen los demás al respecto?
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Bueno, Maigo, creo que Cantumimbra ha querido decir que hasta quienes, al parecer, no tienen sus funciones cognoscitivas de acuerdo a la norma parecen sospechar de la mentira, no lo contrario. En ese sentido, creo que, además, deberíamos ser muy cautelosos. Ahora, que a veces lo olvidemos no quiere decir que en definitiva no nos demos cuenta, sino que como todo olvido es una ofuscación, no es una vida completa. Ahora que también podríamos plantear una cuestión piagetiana, pues a veces parece que los niños confían plenamente en las palabras hasta que son capaces de mentir. ¿Qué piensan?
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… de lo que dice Maigo del sabio parmenídeo y el filósofo sólo se me ocurre que, y espero no decir una necedad más fea que otras tantas que digo, quien hace discurso acerca del sabio parmenídeo es Parménide, que no necesariamente se identifica con el sabio parmenídeo del que habla, y cuya experiencia ante lo inmutable, imperecedero, ingénito, eterno, inmóvil (et cetera), el ser, quizás escapa incluso a la palabra que aquél (Parménides) dice al respecto…
¿qué opinan?
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¿cómo descartamos que el Padre no esté hablando de sí mismo?
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Creo que sería cuestión de examinar de cerca el poema de Parménides buscando señales de varias cosas sobre las que estamos divagando: 1) si habla de él mismo y en qué sentido, 2) cómo entiende la diferencia entre sabio y filósofo, 3) si se considera alguno de ambos y por qué. Hasta ese momento, no creo que podamos tener alguna opinión fuerte al respecto. Lo que sí me parece evidente, es que la relación de la palabra con quien llegue al extremo parmenidoide (que no parmenídeo) de pensar el mundo como quieto y completamente sólido en todos sus aspectos se estanca por incluir ineludiblemente una visión del mundo como silente. Si acaso existe alguien que de verdad piense así de parcamente que nada se mueve y que todo es sólido, debe aceptar que no hay voz porque ésta es producida por movimiento, y desde ese sentido, no puede confiar en que la palabra es una posibilidad verdadera de la verdad. Si habla para algo, tal vez sea por pura ilusión de movimiento, y no veo como pa’ qué. Otra cosa sería pensar el otro extremo, el del heraclitoide que cuenta Aristóteles personificado por Cratilo, que enmudeció porque, al considerar que todo se mueve, la palabra se quedó sin nada de qué hablar, y apenas se acercaba a nombrarlo, se le iba.
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Me parece muy pertinente la observación de Cor, creo que necesitaríamos acercarnos al poema de Parménides para hablar mejor sobre el asunto sin caer en las exageraciones Parmenidoides o Heraclitoides como la de Cratilo. Muchas gracias.
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