La Edad de Oro

La Edad de Oro[1]

 

I

 

            Mi esperanza de que el sol se asomase a ver París aquella tarde de 1929 fue obstruida por un montón de grises y espesas nubes. Sentado sobre la cera llegó a mí el agradable aroma de un tipo de cigarrillos cuya marca estaba ya agotada. Preso en las palabras de Picabia, me alejé inmediatamente para no pensar más en el pasado, a pesar del olor de los cigarrillos. Así, caminé sin dirección por diversos callejones, con el espíritu lleno de vacío, con el pesar del sinsentido de una tarde nublada en París. Al rodear una esquina, en dirección contraria a mí, un grupo de manifestantes apoyados por la policía marchaba eufórico, portando pancartas insultantes y escupiendo estribillos gastados. Decididos marchaban para impedir la proyección de un film que por ir en contra, decían, de los valores fundamentales de la sociedad, no merecía ver la luz del día.

            No cambié de dirección, seguí mi camino tratando de atravesar al grupo. Al cruzarlos y escuchar sus mil voces disonantes, uno de ellos me tomó del brazo y me incorporó a la “resistencia”. No trabé fuerza alguna, me adherí a la protesta para sentirme un poco humano, para compartir, aunque fuera por un momento, un ideal, una causa, una meta…sentido. Sin embargo, con el correr de los minutos, me llamó la atención el hecho de que una película causase tal revuelo, y fue la agresividad de la gente lo que alimentó mi curiosidad: cierto impulso (morbo) por observar imágenes “ateas”, “inmorales”, “obscenas” y “bárbaras”…eso decían las pancartas, eso gritaban los manifestantes.

            Mis ojos de hombre mayor me impedían ver el presente, lo que estaba sucediendo: hombres que peleaban por el derecho de ciertas imágenes; imágenes que, por su naturaleza, creaban conflicto y discordia entre diversos grupos; mensajes y asociaciones que ellas portaban y el juicio no podía del todo distinguir. “¿Por qué, pues, la película, desde este lado, no debía ser vista?” “¿Por qué, desde el otro, sí?” “¿Qué contenían las imágenes? “¿Quién era su dueño”?

            Absorto en este tipo de pensamientos caí en cuenta de que nos encontrábamos a unos metros del Studio 28 (la famosa sala de cine), que a unos minutos estaba de proyectar la cuestionada película.

            Dentro del tumulto de gente me deslicé hasta la primera fila de la manifestación, justo enfrente de la susodicha sala. En las puertas del recinto, formando un semicírculo, hacían de custodios un grupo de artistas. En sus rostros se concentraba la convicción detractora del hombre rebelde. Sus prendas, todas ellas viejas y empolvadas, sugerían un carácter errante; eran inmigrantes y vagabundos, sin patria y sin madre que se sonreían cínica y burlescamente ante el desastre de su época.

            Mientras tanto, el grupo manifestante, histérico ya, exigía el cierre de la sala amenazando con hacer uso de la fuerza pública. En ese momento, en medio de aquel espectáculo, uno de los artistas-custodio llamó mi atención: traje de aristócrata del siglo pasado, bastón que en el puño encerraba un ojo disecado, sombrero viejo de copa alta y, sobre todo, unos rarísimos bigotes acicalados que en los extremos se alzaban hasta casi tocar los ojos. Al percatarse de mi escudriñadora mirada, el exótico personaje clavó sus gigantescos ojos en mí. Su gesto todo se arrugó al dibujar una sonrisa que acompañada del movimiento del brazo dijo “ven”. Pasmado caminé sin voluntad hacia él. Me tomó del brazo y me introdujo al interior del recinto.

            Durante unos pocos segundos el motín calló completamente observando cómo aquel hombre me hacía entrar a la sala. Del silencio se alzaron las voces que exclamaban “comunista”, “traidor surrealista”, y la muchedumbre se agitó arrojando cualquier cantidad de objetos, por lo que los artistas decidieron cerrar las puertas y dar comienzo a la proyección del film. En el pasillo que conducía a las butacas, ya dentro del inmueble, se llevaba a cabo una exposición de pintura: extrañas imágenes de personas con huecos, de perros dormidos bajo el mar y de toreros “alucinógenos” servían de “aperitivo”, pues, me decía el artista de los bigotes, “producen en el espectador un estado de somnolencia adecuado para liberar al espíritu de la represión racional”.

            Después de unos minutos se acomodó la gente en las butacas y la oscuridad inundó la sala. Del fondo de ella se escuchó al proyector correr para disparar las primeras imágenes: “La Edad de Oro”, “un film de Luis Buñuel”, “con Gaston Godot y Lya Lys”. A los títulos siguió un documental que mostraba, por medio de imágenes de escorpiones picándose entre sí, la violencia, agresividad e insociabilidad característica del mundo natural. La música que acompañaba a la salvaje escena (Las Hébridas de Mendelssohn) lograba volverla humana; la turbulencia violenta de las cuerdas tenía como motivo, quizás, el evocar el mundo de los primeros hombres. La película, lo presentí, no sólo iba a contarme la historia, sino mi historia.

            Terminado el documental, cesó también la sinfónica música para dar comienzo a la trama fílmica. Eran imágenes de un mundo desértico habitado por bandidos, un mundo sin ley ni derecho donde la anarquía se imponía como el único modo social posible. La película mostraba hombres “in-humanos”, hombres-animales que en nada se distinguían de su entorno. Dichos cuadros se mantuvieron durante un tiempo hasta que, inesperadamente, en la pantalla un barco en plano lejano se aproximaba a las anárquicas tierras. En él venían sacerdotes, abogados, doctores, intelectuales, etc., venía la “civilización”, desde fuera, heterónoma y con miras a imponerse sobre aquel mundo. El barco llegó. Los hombres civilizados recorrieron las tierras y sobre una roca se propusieron fundar la “nueva era”. Los políticos ofrecían discursos, los obispos y sacerdotes oraban, todo estaba listo…pero la ceremonia fue interrumpida. A unos metros de la celebración una joven pareja de enamorados se revolcaba sobre el lodo dándose mutua muestra de “amor salvaje”: mordiéndose los labios hasta reventar y rasguñándose la piel hasta sangrar, muecas de placer y dolor, rostros desfigurados. Inmediatamente los hombres civilizados corrieron a separarlos para poder fundar, sobre el impulso del lodo, la nueva era: “La Edad de Oro”. –Mis manos apretaron con toda su fuerza los brazos de la butaca. Me percaté de voces y ruidos como de objetos cayendo.- Los primitivos amantes, contra su voluntad, fueron separados. La ceremonia de fundación se llevaba a cabo. Un obispo bendecía la roca sobre la que se inauguraría la nueva era. –Se escuchó cómo los cuadros de la exposición se partían en pedazos al ser azotados contra el suelo.- El hombre amante se resistía a la separación. –Gritos, golpes y puños se escuchaban a unos metros de las butacas.- El hombre amante agresivamente pisó un insecto hasta volverlo líquido amarillo. –Los manifestantes entraron por fin a la sala y con forcejeos y golpes interrumpieron la proyección del film haciendo salir al público.-

 

II

 

                Algunos días pasaron y con ellos el recuerdo histórico del suceso. El único testimonio con que se contaba eran las derruidas letras del espectacular de la sala. París no había cambiado, su cielo seguía nublado. En uno de aquellos días recuerdo haber estado vagando entre los bajos suburbios de la capital gala. Una noche, al intentar pasar una calle, observé a una pareja amándose agresivamente bajo la luz de un farol. Me quedé paralizado y comencé a sudar nervioso. Trascendí el morbo y admiré la escena: ¡Libertad! ¡Libertad! ¡Gloriosa libertad! Amor devuelto a su origen, sin cruz ni ley; amor de fango y lodo, sin esperas ni antesalas; amor que hierve y borbotea, se desborda y quema a sus alrededores. Dos policías se percataron de la pública exhibición y presurosos se acercaron. Con forcejeos los separaron y en distintos coches los introdujeron. Recuerdo que ella pegaba el rostro con toda su fuerza al vidrio trasero para encontrar a su amado con la mirada. Recuerdo que él pateaba la puerta intentando abrirla. Los autos se marcharon. Las sirenas sonaban cada vez más lejos.

 

R.S.B.

             

 

           

[1]              El siguiente texto se propone “recrear”, por medio de la ficción, el suceso histórico en el que el film L´Áge D`Or (La Edad de Oro) de Luis Buñuel, después de pocos días en cartelera en una pequeña sala de cine (Studio 28), fue censurado por la policía francesa durante su exhibición en 1929. Es, quizás, la primera vez que el cine causa una reacción de este tipo. Pensar que su censura se debe al contenido “inmoral” de la película me parece reducir este peculiar acontecimiento a la lectura más sencilla. “Algo” tuvo que mostrar el film para que la sociedad (la juventud conservadora y católica francesa, en este caso) reaccionara de tal modo. “Algo” debió mostrar para que el rechazo (pero el rechazo de esa época) fuera posible. “Algo”, en fin, tenía el cine de aquella época que hacía que la gente se moviera de las butacas cuando en la pantalla el tren se acercaba rápidamente. Hoy esto nos es inconcebible.