¡¡PARO LA BANDA!!

El Muelas levantó el brazo a media calle, sobre el carril del arroyo vehicular. Su torso desnudo desafiaba los autos que pitaban al pasar a su lado. Paró el micro más vacío que vio, detrás de él su banda faltoseaba en la espera. Con los ojos enrojecidos y en llamas puso sus hombros y pecho confrontantes frente a la puerta del camión que frenaba abruptamente. Golpeó con la mano abierta aquel transporte público y al instante se abrió la puerta. La vista desganada del chofer apareció como el reclamo de una intimidad violada más que un reto al temerario y sus secuaces.

 “¡¡Hazme un paro, carnal!!” dijo el descamisado, con tono agudo y ladeando la cabeza, sin pausa ni reparo, en sus palabras había amenaza acompañada con siete gandayas pendientes del vocero y el bisne; con ambas manos en el volante y cabizbajo, irguió el cuello, volteó al interior del camión y pidió a sus tres pasajeros que pasaran a la unidad estacionada detrás de él. Los usuarios salieron por la puerta trasera dejando murmullos de inconformidad y disgusto.

 “¿Qué quieren?”. Se dirigió el chofer a un punto neutro del marco de la puerta, sin ver al vocero, sin atender a los acompañantes que esperaban abordar, dos todavía sentados en la banqueta y cinco más aproximándose al camión detenido. “Un paro mi chavo, lo que es nomás. Andamos erizos, mira… por las buenas. Danos un raite a la esquina de la zapatería, a lado de la capillita…” dijo el descamisado al tiempo que un arete en su oreja izquierda brillaba legendario, sus cejas poco a poco se tensaban sobre el ceño y su labio superior iba adquiriendo una rigidez sintonizada con las fosas de su nariz, forzando un resoplido mandón.

 Acercándose sobre la puerta uno más joven que la mayoría empuña una mona sobre la boca y la nariz, con la otra apunta su dedo señalando al chofer y dispara sus palabras: “¡No te cotices ruco! ¡Que andamos locos! ¡Al chile no la estamos mamando!”. Una figura pequeña pero resuelta, cubierta de sudadera rosa con capucha alarga la mano para detener al juancamaney. “Aguántala Pipiolo, na’ más la cagas mi’jo y te parto tu madre…”. “¡Pues que se pare el puto!” respondió el morro mientras caminaba como si siguiera al fantasma del microbus que todavía no se detenía y seguía avanzando.

 “Háganse una vaquera a ver que sale. Así como así… a mi no me sale… no mi chavo” dijo el chofer. “Al chile padrino no haga pancho ni muina. Chitón y llévenos… Mire, mire somos ocho. ¿Qué le quita? Es acá abajo, en el centro, a lado de la calzada. ¡No se pare su culo, ruco, al chile mire, por las buenas!” decía el Muelas mientras tomaba con fuerza los pasamanos y subía con paso pesado y sólido sobre los tres escalones de ascenso, sin dejar de buscar la mirada del chofer que la dejaba en el horizonte, sin inmutarse. Volteó y con un movimiento de cabeza llamó a sus colegas a bordo.  Detrás del de la mona y de la de sudadera rosa, siguieron dos delgados de camisa sin mangas, una chica de coletas con sombras verdes y corridas bajo los ojos de color verde; desde la banqueta dos bultos abrazados trastabillaban de borrachos al levantarse. Todos con marcas de desconsuelo y una duradera ebriedad subieron raudos y veloces al transporte.

 “Yo soy el Lalo pero me dicen El Hojaldra… por ojete…” se presentó uno de los flacos mientras se acomodaba la gorra hacía adelante y hacía señal de brindis con  una caguama al chofer del microbús. Los borrachos del último cargaron sus cuerpos sobre los escalones  para quedarse sentados en los dos más altos, ahí nada más, a lado de la palanca de cambios. “No se va a cotizar, verdá don?” dijo la Pulga, chica en sudadera rosa, de cachetes redondos y cejas muy depiladas color magenta. “Pus ya me chingaron hijos de su puta madre” dijo el chofer conteniendo la explosión. Con el descamisado justo detrás del asiento del chofer, el Hoja abrazado al asiento del mismo, el Tripa afilando la mirada sobre el mismo chofer, la Pulga dirigiendo los ojos a la chela que no soltaba el Hoja y los dos borrachos en los escalones, más el Pipiolo degustando su mona acostado en el cuarto asiento al fondo; el operador metió primera y arrancó, convencido que su oposición sería reprimida por la víscera de la horda. Fuera de esa escena, la de coletas fijó su rostro entero en la ventana y la calle, dejándose llevar por la banda.

 Una risotada partió el silencio. El Pipiolo se levantó sobre el asiento, abrió la ventana al máximo y saco su torso y cadera hasta poder sentarse sobre el marco y ponerse después cabezabajo y abrir su brazos libres al aire. Todos voltearon, los flacos se destornillaron en risas, la Pulga cerró los ojos y retiró sus atención del exhibicionista, el Muelas clavo su vista en la calle, la de las coletas ni se inmutaba.

 “Díganle al hijo de su pinche madre que no esté mamando…” desde el retrovisor el chofer gritó, pero el chillido de la Pulga le ganó. “¡Déjelo, no le pasa nada! ¡Usté no es su papá! Además ya se metió, que le afecta!”. El chofer solo mascó agriamente un “Chingao…”.

 El Muelas abuzado del camino, indicó con su brazo extendido señalando la acera. “Párese en la florería, que la Chivis le tiene que comprar unas flores a su hermano el difuntito, ni modo de llegar así al velorio…”. El Muelas volteó hacia la chica de coletas. Ella dejó el vacío de la ventana y sintió esos ojos solidarios que se hundían en unos ojos acuosos, enrojecidos enmarcados en un corrido maquillaje verde.

Oktli 

Para variar: una ficción

Debido a las actividades académicas a las que todos ustedes también ya están acostumbrados (y quizá cansados) me fue imposible escribir algo para esta ocación. Con pena y rubor, les comparto un «cuento» que escribí hace más o menos cinco años, cuando creía que lo mío era la escritura. A pesar de todo creo que el cuento se mantiene en algunos aspectos y en otros deplano es lamentable. En fin… también una disculpa por el re-trazo. Me pasé de tiempo por una hora, pero como no estamos en algún regimen burocrático, de plazos y fechas, me permito la publicación. ¡Feliz final de semestre!

—————————————————————————————————————

Estertor

En el sueño era un niño. En el mismo sueño una mujer se columpiaba y su vestido se despintaba en el aire: el tinte azul se convertía en rosa y luego pasaba al azul fosforescente, después a un olor rancio, que a él, el que era un niño en el sueño, le recordaba un ladrillo partido a la mitad. El niño se escondía detrás de un árbol. Aquella mujer que se columpiaba le producía un sentimiento cercano al de la nostalgia, pero que en definitiva no era nostalgia. Él la espiaba y la mujer, delgada y sincera, al menos así le parecía al niño, veía su propio cuerpo un poco encorvado, veía sus brazos tensos y sus manos aferradas a la cuerda que sostenía el columpio, veía su vientre y hacía una mueca de dolor y sus ojos amplios y desteñidos se cerraban lentamente como si gozara de ese dolor que se incrementaba y que en el futuro sería insoportable. El niño salía de su escondite y la mujer por primera vez notó su presencia. Los pasos del niño, al acercarse al columpio, no producían ningún ruido. La mujer lo veía venir y parecía que su dolor se incrementaba. El niño, y esto es obvio, no sabía que la mujer sufría, esto lo sabría después, cuando estuviera en la realidad y ya no fuera un niño, sino, mejor dicho, una suerte de hombre. Cuando estuvo a su lado, se sentó en otro columpio que se encontraba quieto. Desde ahí pudo observar mejor a la mujer. Le pareció aun más bonita, un rostro afilado delineado por una luz particular que él no se explicaba,  pensó que provenía del reflejo de un pez invisible dentro de una lago invisible que estaba sobre ellos, o tal vez, y esto era menos lógico, que proviniera de ella misma, que algo dentro de su cuerpo la produjera y apenas la dejara notar, como si la luz respirara por sus poros. El vestido de la mujer era largo y conforme avanzaba el tiempo, ese tiempo de pesadilla tan igual al de la realidad, se hacía gris. Ese mismo vestido le había impedido verla en detalle. Ahora que estaba cerca y que ella le sonreía, se fijó en sus pies, que no eran pies, sino patas, las patas de una gallina. Entonces despertó.

            El autobús se movía con lentitud. Cristóbal tenía la cabeza recargada en el vidrió y aquel sueño lo había hecho sudar. Se había quedado dormido con su libro en las manos. El sudor de sus dedos humedeció las páginas,  incluso la tinta se corrió un poco. Era una edición barata de Crimen y Castigo, voluminosa en exceso y de un papel tan corriente que mejor hubiera sido quemarlo y respirar la humareda. Pero era un clásico, característica que lo indultaba de ese fin que merecen tantos libros.

            Intentó volver a su lectura pero le fue imposible. Quería recordar el sueño en su totalidad, pero sólo le venían imágenes aisladas, tan distintas entre sí, que le hicieron pensar que no había sido un mismo sueño sino varios. Por lo tanto desistió de su intento de reconstruirlo, aunque la imagen de la mujer con patas de gallina se le quedó grabada. No la podía interpretar de ninguna forma. No la podía aferrar a ningún recuerdo o alguna experiencia. Entonces se dijo que lo más seguro es que fuera una premonición. Idea que descartó de inmediato, al ver, en el asiento de adelante, una caja con la imagen de una gallina de color rojo.

            Bajó del autobús y caminó hasta su casa. Los pies le dolían como si hubiera caminado varios kilómetros. Abrió y encendió la luz. Su casa, aunque decir casa sería excesivo, estaba ordenada y sucia a la vez, empolvada. Haría falta en ese lugar una planta o la imitación plástica de alguna y una estufa, pero esta posibilidad era remota, sobre todo por que las plantas de plástico conllevan un engaño y porque las estufas necesitan de gas, cosa de la que también carecía Cristóbal.

            Ordenó la mesa en la que estaba su máquina de escribir, que más bien fungía como mera decoración, ya que no la había utilizado desde meses atrás, tal vez un año, pero esto no es seguro. Lo que sí era seguro es que Cristóbal ya no escribía desde hace mucho tiempo. Esto no lo mortificaba, de hecho lo calmaba, sobre todo porque recordaba con dolor aquellas sesiones afiebradas, de madrugada, en las que escribía como si fuera a morir, con la certeza de que esa última palabra, ese último trazo o golpe del teclado fuera lo último que haría en la vida, era una carrera contra una muerte inminente e imaginada, contra una fiebre nacida del vacío de su cuarto y del silencio de sus libros, apilados uno a uno en cajas que provenían de los basureros cercanos. Pero eso había quedado atrás. A esas sesiones de dolor, les debe una novela corta de 73 cuartillas a espacio seguido, tan intrascendente y superficial, que su sola evocación  lo ruborizaba y le hacía bajar la cabeza. El argumento de la novela era un refrito de sus lecturas más recientes, una masa heterogénea de historias, ideas, páginas llenas de una poesía dudosa, de dudoso olor, de una falsedad inagotable.

            Cuando la escribía tenía en su cabeza los ecos de cinco libros: una antología de José Carlos Becerra, una novela voluminosa con título de thriller hollywodense de un tal Bolaño o Bolaños, Respiración Artificial de Ricardo Piglia, Metafísica de las costumbres de Schopenhauer y un libro de ensayos de Henríquez Ureña sobre literatura mexicana del siglo XIX. Y para rematar una lectura trunca y acelerada del primer volumen de El hombre sin atributos de Musil. Todo esto giraba en su cabeza mientras escribía, mientras, mejor dicho, transcribía, como una secretaría que transcribe signos taquigráficos de los que ha olvidado su significado. El resultado de esas 73 cuartillas a espacio seguido es previsible.

            Se acostó en la cama y cerró los ojos intentando dormir y volver al sueño que había tenido en el autobús. Durmió y para su suerte no soñó nada. Despertó más tranquilo. Eran las 12:30 AM y no tenía nada que hacer. Había perdido, apenas tres días atrás, por robarse condones que luego usaba o vendía, su empleo de encargado en una farmacia ubicada en la periferia del DF; también, apenas dos días atrás, se cumplían cuatro meses que había dejado, por diversas razones, la universidad. Se encontraba solo y sin dinero.

            Decidió salir a caminar. Creyó, y creyó mal, que la caminata le quitaría la especie de latido que recorría sus pies. Bajó por las calles mal asfaltadas de la colonia hasta llegar a la avenida Insurgentes sur, hasta llegar a una clínica mental donde solicitaban urgentemente camilleros. El camino hasta allí fue complicado por las siguientes razones:

1)      Sus pies pasaban por una crisis, no era un dolor lo que sentía en ellos, era algo más simple que el dolor en sí, algo inexplicable que ocurre sólo a ciertas horas y en ciertos estados de ánimo. Cristóbal lo llamaría una manifestación crónica de la soledad, aunque lo más seguro es que tuviera muy apretados los zapatos o que fuera pura sugestión del sueño. La verdad era que lo que experimentaba Cristóbal era incierto y contradictorio.

2)      El aire estaba caliente, por lo común el aire en la ciudad es frío o templado, pero esa vez era caliente. Por otra parte, la noche se interponía como un gran obstáculo, una noche violenta en muchos sentidos: su claridad violenta, su bastedad violenta, su silencio violento, el ruido caótico y violento, sus sombras exacerbadas y ocultas, sus caminos degenerados, sus nubes lapidarias, su viento caliente, su otredad tan lejana.

3)      Un perro minúsculo aplastado en una de las calles. Con la marca de la llanta sobre su cráneo.

4)      Tres policías fumando recargados en su patrulla.

5)      La sangre que colorea el asfalto. Cristóbal caminaba con lentitud por la banqueta, como si fuera por un campo minado. Antes de llegar a una intersección de calles, vislumbró un grupo de personas que reían y hablaban en voz alta. Conforme se acercaba, las voces se iban aclarando, al igual que la escena. Cruzó la calle para poder ver lo que sucedía desde una mejor perspectiva: cuatro hombres apaleaban, pateaban, y con seguridad escupían, a otro hombre, o mujer, tirado en el suelo, enroscado como un armadillo gigante. Los golpes fueron bajando de intensidad, más por cansancio que por lástima o misericordia, hasta que se detuvieron por completo. Cada uno de los hombres dio media vuelta y cogió dirección distinta. El cuerpo no se movía.

6)      Raskolnikov. La golpiza que terminaba de ver le recordó una pesadilla de aquel.  Cuando los mujiks masacran a una yegua, primero con látigos, luego con un garrote y finalmente con una barra de hierro. En aquel sueño Raskolnikov se acerca al cuerpo de la yegua ya muerta y rodea con sus brazos su cuello flácido. Derrama lágrimas sobre esa otra piel, también humedecida sólo que por sangre; y en un gesto tan inocente como patético, besa el hocico y los ojos de la yegua. Cristóbal tragó saliva y vio de nuevo en su mente al perro aplastado y percibió con mayor intensidad la noche. Los pies le temblaron y el dolor que antes no era un dolor como tal, incrementó de forma acelerada. Permaneció a distancia del cuerpo que seguía sin moverse.  No se atrevió a acercarse para llorar mientras abrazara el cuerpo de ese desconocido, pero siguió observando, como si esperara una reacción, la cual no vendría nunca.

            Estas razones sumían poco a poco a Cristóbal, pisaba fango, pisaba un pantano que lo absorbía y lo llenaba de sanguijuelas. Vio su reloj y tan sólo habían pasado veinte minutos desde que había salido de su casa. 

            Llegó a la avenida Insurgentes. Llegó a la clínica. Vio de nuevo el letrero y pensó que sería absurdo entrar y pedir informes. Aun así lo hizo y como era de esperarse, en la recepción, una enfermera soñolienta, le dijo que no había nadie que pudiera atenderlo, le recomendó que regresara a la mañana. Cristóbal dijo que le interesaba en verdad el trabajo y preguntó si podía caminar por la clínica. Ella respondió negativamente. Un guardia que se encontraba en la puerta tomando café, no perdía de vista a Cristóbal que seguía insistiendo a la enfermera sobre su idea de recorrer la clínica. Ante la negativa y la impaciencia del guardia a que dejara el edificio, Cristóbal salió.

            La puerta principal daba de igual manera al estacionamiento principal, con una extensión considerable hasta llegar a la puerta por la que se entra desde la calle. Tuvo que recorrer de nuevo este espacio. Al llegar a la entrada  miró la avenida sin gente y sin autos y pensó, por primera vez en su trayecto, en la carrera de hispánicas, en su última novia; recordó también las lecturas desordenadas, su cuarto empolvado, el dinero que le hacía tanta falta, su soledad; vio en ese mismo instante la posibilidad del regreso a casa de sus padres como la mayor derrota; imaginó al hombre que quedó tirado en al calle retorciéndose lentamente con las costillas partidas, chorreando sangre por su encía y nariz, al camión de basura que seguramente en la mañana recogería el cuerpo del perro atropellado. Pensó, y esto ya lo había pensado muchas veces, en su pretensión de ser una rata que quiere volar, o lo que es lo mismo, un mexicano de veinticinco años que aspira ser un escritor. Entonces supo que todo lo que había hecho era una pérdida de tiempo colosal, un tiempo que cae lentamente y lo lleva consigo. A la vez se sintió un foco que ilumina en medio del desierto.

            Entonces decidió regresar a la clínica. El estacionamiento carecía de iluminación. Esto le permitió a Cristóbal moverse con facilidad sin ser visto por el guardia que tomaba su segundo o tercer café de la noche.  Rodeó el edificio y entró a éste con una facilidad sorprendente. Adentro, sin preguntárselo, subió por las escaleras al primer piso. Ahí, se encontraba un pasillo, más o menos amplio, en donde se podía entrar a cualquier habitación. Recorrió el pasillo y entró en la única que tenía la puerta abierta.

            Los muros del cuarto le parecieron a Cristóbal demasiado iluminados. La ventana le pareció enorme comparada con la que él tenía en su pequeña casa. Comparó las cortinas con las que ponía su abuela todas las navidades cuando él era chico. La mesa con una lámpara, que estaba a un lado de la cama, podía romperse en cualquier momento provocando un ruido tremendo que seguramente alarmaría a todos los que dormían o fingían dormir en los otros cuartos. La cama era un catre mal dispuesto en la habitación, con una colchoneta infame y una almohada de carácter terapéutico, o sea invisible. Sobre el catre, a un lado de la mesa, se encontraba una mujer sentada a la orilla. Llevaba una piyama quirúrgica o algo parecido;  una enfermera le lavaba los pies delicadamente, como si temiera desprender, con la fricción de la toalla, la piel aún joven de la mujer que veía directo a los ojos de Cristóbal. Él se sentó en una silla de madera que estaba recargada en el muro. 

            La enfermera giró la cabeza, mientras enjuagaba los pies de la mujer, y por un momento pareció extrañarle la presencia de aquel hombre en el cuarto. Después puso de nuevo su atención a lo que hacía. Tomó otra toalla, seguramente seca, y quitó el exceso de agua que escurría de los pies de la mujer. La ayudó a acostarse en el catre, y sacó una sábana blanca de un cajón que se encontraba a sus espaldas. La enfermera salió del cuarto diciendo buenas noches a Cristóbal. Cristóbal respondió, auque su voz fue inaudible. Viendo a la mujer pudo recordar, con una claridad estremecedora, el sueño que tuvo en el autobús. Se quitó los zapatos y recargó su espalda y cabeza en el muro, sin perder de vista a la mujer que dormía sobre el catre. Sus pies le dolieron como nunca antes y durmió.

Despertó antes de que amaneciera. Salió y regresó a su casa de nuevo caminando.

            Al día siguiente, que era lunes, a medio día, tomó su máquina de escribir y algunos libros. Los vendió a un precio ridículo. Con ese dinero compró comida y una cajetilla de cigarros.

Examen crítico de las tesis kantianas sobre la historia

Examen crítico de las tesis kantianas sobre la historia

Introducción

En este trabajo me propongo presentar y criticar las tesis kantianas sobre la historia que en los siguientes textos se presentan: Idea de una historia universal en sentido cosmopolita y Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor.
La primer parte del trabajo está destinada a la exposición de los argumentos más importantes de los textos mencionados y la última a los problemas encontrados en los mismos.
Lo único que supone el autor es la anterior lectura de los textos kantianos para la adecuada comprensión de este pequeño estudio. La crítica aquí presentada no toma como referente a ningún autor posterior, aunque dichas ideas no son en ningún sentido originales.

Desarrollo
Como ya he dicho, lo que aquí me propongo es exponer la idea de historia que Kant presenta en sus ensayos Idea de una historia universal en sentido cosmopolita y Si el género humano se halla en progreso constante hacia mejor, y criticar la misma idea detectando, si es que los hay, problemas con los argumentos que ofrece como razones para demostrar sus tesis.
Me parece que la idea central de historia en Kant es concebirla como el desenvolvimiento de un plan previamente trazado, es decir, la historia como desarrollo de una causa final que es su motor y hacia ella se mueve:

“… si ella (la historia) contempla el juego de la libertad humana en grande, podrá descubrir en él un curso regular, a la manera como eso que, en los sujetos singulares, se presenta confuso e irregular a nuestra mirada, considerado en el conjunto de la especie puede ser conocido como un desarrollo continuo, aunque lento, de sus disposiciones originales.”

Así, pues, el devenir o transcurso temporal-histórico es teleológico en orden a una meta o fin que rige tanto al pasado como al presente. La causa final es el desarrollo integral de todas las disposiciones humanas relacionadas con la razón. Y con esté nomos será visto cualquier momento histórico en relación a su cercanía o lejanía del fin establecido. Dice Kant, ahora bien, que la única manera de conseguir dicha finalidad es por medio de la condición civil, la cual al coaccionar al individuo le obliga a desarrollar aquellas capacidades que en un estado salvaje-natural se encontrarían siempre adormecidas y olvidadas. A esta condición opuesta Kant la nombra la “insociable sociabilidad” del hombre. La cual, como dijimos, se cifra en la ambivalencia y oposición natural encontrada en el corazón de la criatura racional. Y justo aquí entra una idea central tanto para la filosofía de la historia del filósofo de Könisberg como para el discurso moderno-ilustrado: la idea de progreso. El camino para la consecución del fin es ascendente y no de otro modo, y las generaciones del caso al entender el fin último de la historia tendrán que sacrificar la felicidad aparente del momento presente por la vida perfecta que le espera al género humano, “…sólo las generaciones últimas gozarán la dicha de habitar en la mansión que toda una serie de antepasados, que no la disfrutará, ha preparado sin pensar en ello.”
Dicha idea del progreso como ascenso ineludible, no obstante, a diferencia del supuesto de los motivos o propósitos racionales de la Naturaleza para con el hombre en la historia, está basada, digo, en una experiencia o emoción: entusiasmo. Es curioso aquí, aunque tengamos el antecedente de la filosofía moral kantiana, que la idea de progreso se base en un “sentimiento” (y, por ende, a posteriori) que se refiere a casi una inclinación natural hacia el bien o la mejora del género humano:

“Esto y la participación afectiva en el bien, el entusiasmo, aunque como todo afecto en cuanto tal, merece reproche y, por lo tanto, no puede ser aprobado por completo, ofrece, sin embargo, por mediación de esta historia, ocasión para la siguiente observación, importante para la antropología: que el verdadero entusiasmo hace siempre referencia a lo ideal, a lo moral puro, esto es, al concepto del derecho, y no puede ser henchido por el egoísmo.”

Lo anterior, aún el matiz, es bastante discutible. Aunque entendemos que la reflexión histórico-moral kantiana es anterior a Auschwitz (y todo lo que esto significa), no entendemos que el entusiasmo está condicionado a la idea de bien y bajo ella se rija. Y la razón para sostener lo anterior es la irracionalidad (no razón) que subyace en todas las emociones. Ese es justo el problema de fundar cualquier fin puro de la razón en el mundo afectivo e impulsivo.
Ahora bien, expuesto de manera general lo anterior, procederé a elaborar ciertas críticas al argumento kantiano.

El fundamento metafísico de la historia
Podemos criticar el que se presuma que la única forma de concebir el devenir temporal-histórico como racional sea por medio de la inserción de un elemento atemporal y, por ende, ahistórico, como lo es la causa final del progreso humano. Podemos decir también que el pensar así la historia es justo no pensarla, es, paradójicamente, no ver el fenómeno ni realizar el esfuerzo que exige para entenderlo, pues el método que se plantea no es histórico y es inclusive extraño a esta ciencia.
Así pues, no acepto el primer principio que funge como supuesto de la demostración kantiana: “Todas las disposiciones naturales de una criatura están destinadas a desarrollarse alguna vez de manera completa y adecuada.”
No lo acepto porque es un mero supuesto (poco sostenible pues) el que la naturaleza trabaje o se muestre siempre armónicamente, porque, de hecho, también se equivoca.
No todas las disposiciones están destinadas a desarrollarse, algunas, de hecho, están destinadas a extinguirse. La naturaleza, como la vida, es un mero ensayo y esbozo de posibilidades, no de actualizaciones de planes secretos e inaccesibles.
Sin embargo, hay que aceptar que aunque el supuesto sea discutible, lo que se obtiene por él es valioso. Me refiero a la idea de la insociable sociabilidad humana, a la oposición tomada quizás del contractualismo roussoniano y elaborada posteriormente por la dialéctica hegeliana.

La idea de libertad en la historia
Dicha idea parece más bien no existir si se le contempla con atención. En otras partes de su sistema (epistemología) Kant se muestra fiel a la tradición moderna al reflexionar sobre y desde el individualismo moderno, y, paradójicamente, es en la historia, en la concreción de la existencia del individuo, donde la libertad se le aparece como un mera apariencia por estar sujeta la conducta y el quehacer humano a un plan que se percate o no el individuo del caso, colabora para su consecución. El error aquí, me parece estar en el considerar las acciones humanas equiparables a cualquier otro tipo de sucesos naturales (es decir, de manera mecánica).

“Cualquiera que sea el concepto que, en un plano metafísico, tengamos de la libertad de la voluntad, sus manifestaciones fenoménicas, las acciones humanas, se hallan determinadas, lo mismo que los demás fenómenos naturales, por las leyes generales de la Naturaleza.”

La insociable sociabilidad humana
Me parece que este concepto par tiene las mismas posibilidades en ambos polos. Es decir, que no se sigue que la sociabilidad se fortalezca por tener el hombre disposiciones naturales al asilamiento. Me parece más correcto nombrar a la vida en sociedad como “sociedades en riesgo” (noción contemporánea por supuesto), pues dicha noción apunta a la fragilidad del pacto social y a la posibilidad intermitente y probable de disolver la vida común. Destruyendo así cualquier optimismo infundado en el progreso del género humano.

Conclusiones
Una vez presentado lo anterior concluyo que el argumento kantiano es bueno en cuanto describe la problemática social de la vida en común, pero es problemático en cuanto supone cierta racionalidad en el transcurso histórico. Esta suposición tomará en Hegel sus máximos vuelos llegando por completo a la disolución del tiempo real.
Las objeciones realizadas al argumento kantiano se deben más al señalamiento de los problemas a que conduce el mismo que refutaciones por medio de contraejemplos.
Lo que aquí se intentó es exponer a grandes rasgos las tesis kantianas sobre la historias y criticarlas pensando en sus consecuencias.

Un comentario sobre la libertad en la Ética de Spinoza

Por: Raissa Pomposo

Nos encontramos en un mundo en donde el orden se pone juego todo el tiempo y las pasiones son nuestras legisladoras.  Ya no nos resulta importante, e incluso parece ridículo, pensar que el orden de los astros y el cosmos por entero es esencial para hablar de un orden político. Lo que pensemos de nuestro origen y de la naturaleza ya no importa en el ámbito de la constitución de la sociedad. Sin embargo, sí hay un supuesto que ha destacado mucho más hoy en día: el pleno control de nosotros mismos y de lo que nos es distinto. La premisa que predomina es aquella que niega que un ser superior tenga algún poder sobre nosotros, es decir, es el hombre mismo el productor y dueño único del mundo en donde se encuentra parado. Somos completamente libres. Pero ¿en qué consiste esta tan sonada libertad?

El asunto de la libertad no concierne, por supuesto, sólo a nuestro siglo, ha importado a nuestra condición humana desde siempre. No obstante, la concepción de lo que es un hombre libre ha tomado distintas formas. Desde pensar que el hombre verdaderamente es aquel que se rige estrictamente por un imperativo categórico brindado por la razón, hasta concebir la libertad como el regirnos completamente por las pasiones y deseos sin dominarnos por las “cadenas” de la opinión social. Por ello, al descubrir la filosofía de Spinoza se hace importante preguntarnos por su método, pues no considero que al hablar de la relación entre Dios y el hombre para construir una ética sea una actividad ociosa el hacerlo mediante un método geométrico. A nuestro parecer esto es ya considerar la relevancia del orden divino para hablar de la vida en comunidad, dentro de un mundo concreto.

Tanto Descartes como Spinoza dan los primeros pasos de lo que en el XVIII vendrá a ser la época de la Ilustración, pues se busca un lugar central de la razón, que poco a poco irá tomando su forma dentro de la sociedad burguesa, desplazando la razón al centro de la constitución política, artística, económica, etc., siendo ella la que busque dominar, pues, nos dice Spinoza: “El hombre piensa”[1].

El uso de la razón en el Siglo de las luces, juega un papel pedagógico para los hombres de dicha época, tal y como lo hizo antes Descartes al establecer la duda como condición de posibilidad para el conocimiento. Con un panorama de feudalismo y atraso dentro de la producción, se pensó que la razón era la herramienta perfecta para educar y acabar con la ignorancia, superstición y tiranía. Cosa que Spinoza intentó años atrás de una manera un poco más rigurosa que Descartes.

Y qué mejor manera de darle crédito a la razón que con la geometría y la matemática. La manera que tiene la geometría de desarrollare es a partir de definiciones que pretenden una universalidad mediante la abstracción, pero que finalmente tienen relevancia al estudiar la naturaleza. Ahora bien, para Spinoza es esencial en el hombre el uso de la razón, pues “Aquello por lo que nos esforzamos en virtud de la razón, no es otra cosa que entender; y el alma, en cuanto que usa de la razón, no juzga que le sea útil otra cosa que lo que conduce a entender”[2] y por ello construye su sistema con una base estrictamente racional, sin que por esto se eliminen sus efectos en el área de lo empírico (y es aquí en donde incumbe por completo hablar de la ética, asunto que trataremos más adelante).

Este regreso a la matematización de la naturaleza nos remite a la tradición pitagórica en donde las disciplinas fundamentales para entrar en los misterios pitagóricos eran la matemática y la geometría. Para Pitágoras la tetraktys es la figura perfecta y la clave que se usaba para poder ingresar a los misterios.  Esta pirámide se forma por la suma de los cuatro primeros números enteros, números nada azarosos en su significado: 1+2+3+4. Esta suma da como resultado el número 10, el cuál representa la perfección, la totalidad y la unidad.

Ahora bien, como podemos ver ahora mismo, el número tiene una importancia irrevocable para pensar en el orden y la enseñanza certera. Para los pitagóricos la enseñanza y unión entre la geometría y lo numérico representaba el juego entre lo limitado y lo ilimitado, pues así como los impares representaban una forma rectangular que cambiaba, los pares representaban una forma cuadrada, es decir, limitada. De esta manera se hace posible la armonía entre los contrarios, pues Dios es Uno con la Naturaleza.

Después de hablar de la geometría pitagórica, es válido preguntar ¿qué tiene que ver todo ello con la ética? Nos resulta curioso observar que en la educación pitagórica, formada como una pirámide, haya tres aspectos fundamentales que estudiar: el mundo divino, el mundo natural y el mundo humano. Y la curiosidad tiene relevancia por el hecho de que la construcción de la Ética de Spinoza sigue el mismo orden. El primer libro nos habla de Dios (mundo divino), el segundo y el tercero hablan del alma y de los afectos (mundo natural), y el cuarto y el quinto libro hablan de la fuerza de los afectos y de la libertad  humana (mundo humano). ¿Qué nos dice esto? Al ver este orden, Spinoza revela una conciencia del estatus en la naturaleza, es decir, como hombres racionales nos hacemos conscientes de que estamos dentro de la naturaleza de la que Dios participa:

La esencia del hombre está constituida  por ciertos modos de los atributos de Dios, a saber, por los modos del pensar. El primero de todos ellos es por naturaleza la idea […] De aquí se sigue que el alma humana es una parte del entendimiento infinito de Dios.[3]

De esta manera, la ética, siendo en parte la reflexión sobre el modo de ser y deber ser del hombre, concierne al individuo, no a la colectividad, y en este caso, Spinoza niega la naturaleza humana como algo general y unívoco en todos los seres humanos, sino que ahora sólo hay naturaleza al nivel individual, sólo compartimos la misma substancia, aquella substancia que significa “aquello que es en sí y se concibe por sí”[4], siendo así un acto de Dios lo que el hombre hace, piensa, etc., pero, ¿cómo pensar una ética sin libertad?

Tomemos la composición de la ética de Aristóteles para ver la relación con la de Spinoza: Para comenzar, tanto la Ética de Aristóteles, como la de Spinoza, empiezan hablando del bien en sí mismo, pero con distintas direcciones: uno conduce a la felicidad, y el otro es Dios mismo como substancia infinita. Pero a partir de la segunda sección de la Ética de Spinoza, todo concuerda con la construcción de la de Aristóteles, tal vez no en el mismo orden, pero sí en la temática abordada.

Recordemos que para Aristóteles el ser humano es un animal racional. Descartes rechaza esa definición ya que sería necesario entender qué es animal y qué es racional, además que entender el concepto de animal supondría volver al mundo material que ya se ha desechado para comprender la naturaleza del hombre. Al rechazar esa concepción, no sólo se niega la postura aristotélico-escolástica sino que se puede decir que lo único que queda es el pensamiento: somos una cosa que piensa.

En cambio, para Spinoza, aunque el pensar resulta fundamental, también el cuerpo resulta una individualidad con múltiples posibilidades de expresión, sin embargo, dicha expresión no es propiamente una completa creación de él mismo, sino que es la expresión de lo divino y sólo se es libre si mediante la razón llegamos a esa conclusión, dejando entonces las cadenas de las pasiones.

No es para nada extraño que Spinoza construya una Ética en donde el primer tema sea Dios y el último la libertad humana. En el comienzo se ve la finalidad de su pensamiento. La libertad no resulta ser aquel complicado concepto que nos abruma como modernos: hoy luchamos por nuestra libertad como lo más preciado que tenemos y como aquello que le da sentido a lo humano. En Spinoza parece que la libertad es un sueño que podemos alcanzar medianamente, pues al final resultamos estar determinados por Dios.

En el artículo “Individuo y Experiencia en Spinoza: respuesta al mecanicismo cartesiano”, Luis Ramos Alarcón plantea que la concepción del hombre como individuo  no niega la totalidad:

Para Spinoza, hay cosas individuales, pues la individualidad no es la ignorancia del todo, sino un modo que posee una realidad irreductible. El individuo nunca es una abstracción de la totalidad, sino algo real afincado en un grado de potencia divina, que expresa su pertenencia a la naturaleza como una esencia actual irreductible tanto a la misma totalidad como a otras esencias.[5]

La libertad aquí empieza cuando el hombre se hace consciente de que la totalidad  en la que se encuentra y de la que participa (pero que no llegará a ser ella misma) es Dios, y de esta manera el fin último resulta ser llegar a Dios como substancia infinita. La muerte es sólo una reintegración a la substancia de la que nunca se separó. De esta manera, el ser libres nos hace también seguir un camino que vamos descubriendo mediante la lucha contra las pasiones, pues son ellas las que esclavizan al hombre impidiendo que la razón los guíe hacia la virtud:

La felicidad no es el premio de la virtud, sino la virtud misma; ni gozamos de ella porque reprimimos la concupiscencia, sino que al contrario, porque gozamos de ella, podemos reprimir las concupiscencias.[6]

Como ejemplo de esto podríamos poner a Hamlet, que, como bien sabe el lector, la pugna principal en todos los personajes es la pugna entre las pasiones y la razón, cosa que finalmente llevan a todos a la muerte, siendo Horacio el más equilibrado en su razón el único sobreviviente. Y si seguimos a Aristóteles, el proceso de deliberación dentro de la elección para actuar se encontraría velado si sólo las pasiones fueran aquellas que gobernaran.  Sin embargo, no olvidemos que el conocer es movido por el deseo mismo de hacerlo.

No obstante, el andar en el mundo, aunque sea éste infinito desde la visión de Spinoza, es lo que permitirá que se cumpla aquella tarea que nos viene desdel Oráculo de Delfos: conócete a ti mismo. Al intentar cumplir esto es imposible dejar de lado la labor de la razón, y así la libertad radica en el ejercer la razón hacia el conocimiento de sí mismo, de Dios y por tanto de las cosas que conforman la naturaleza.

El esfuerzo por permanecer en el ser, es un ejercicio que involucra a la existencia misma en tanto que desde la infancia el alma es cultivada para llegar a la virtud última, a la felicidad de conocer a Dios, rompiendo así el miedo paralizante a la muerte.

Uno de los puntos que hace a la Ética de Spinoza discutible es el de no considerar la contingencia del mundo como un aspecto importante en el conocimiento y desarrollo humano. Y, a mi parecer, al ser sólo la razón lo que hace posible que el hombre esté cerca del ser, no hay una apertura a la acción humana como un complemento entre pasiones y entendimiento.


[1] Spinoza, B., Ética demostrada según el orden geométrico, Madrid, Editorial Trotta, 2005. 2/2ax, p. 78.

[2]. Íbidem, 4/26, p. 200.

[3] Íbidem, 2/11 y 11c, pp. 85-86.

[4] Íbidem, 1/d3, p. 39.

[5] Ramos Alarcón, Luis, Individuo y Experiencia en Spinoza: una respuesta al mecanicismo cartesiano, en Mecanicismo y Modernidad, México, Universidad del Claustro de Sor Juana, 2008. P. 56.

[6] Spinoza, Ética, 5/42, p. 268.

Nausea Política

Hablar de política hoy en día, puede parecer para algunos, un mar de diversas perspectivas que en ocasiones iluminan las características de la misma, para otros, ensombrece cualquier tipo de discurso que se pueda dar de ella. Por un lado podemos notar que el hombre ha dejado de ser, de ejercer y de hacer política, teniendo como consecuencia la perdida de los valores que constituían una polis, convirtiendo a la sociedad moderna en barbárica. Basta con posar los ojos –del cuerpo y del alma- en las noticias provenientes del periódico, noticiero, o bien, en el peor de lo casos presenciar un mitin partidista.

 

Entre nuevos y viejos el espectáculo de la vida política mexicana –pero no exclusivo de esta- se rebate entre dimes y diretes, entre chismes obvios e insultantes. La guerra partidista atrae a una sociedad que no exige propuesta política, sino, cual telenovela, espera que se desenmascare al malo de la historia para acoger en su seno al bueno con su imagen prometedora, sus discursos flojos, aquel que con palabras grandilocuentes (aunque se desconozca el significado de esta grandilocuente composición) deje perplejo a más de uno. Pero no todo –políticamente- versa sobre supuestos, tenemos ahora que para ser un hombre “político” se puede ser desde atleta olímpico, actor de telenovelas, películas, etcétera, en pocas palabras basta que muchos ojos te hayan visto y muchas bocas te hayan mencionado para que puedas ocupar un puesto burocrático bien remunerado tras la palabrería de una representación social. “Mi pasado fue competir corriendo, eso hablará de mi desempeño a favor de las causas y necesidades sociales” palabras más palabras menos de la ex Atleta Ana Gabriela Guevara la cual contiende por la delegación Miguel Hidalgo, pero como sabemos, al pertenecer a la corriente de izquierda, detrás del circo tenía que estar acompañada y apoyada por el ya por todos conocido AMLO y por la falsa figurilla de C.Dior Guadalupe Loaeza, ambas personalidades políticas y apocalípticas dieron las respectivas palmaditas en la espalda a la ahora candidata. Ahora bien, pese a estas peculiaridades, aún se creen que en estos casos, la política esta presente.

 

Si esto no ha conseguido asquear al lector, la tendencia de pseudo-política defequense y mexiquense tiene muchos más ingredientes que invitan a la nausea, tenemos ahora al candidato a la gobernatura del municipio de Huixquilucan Alfredo del Mazo Maza, quien tras el bastión priista , se regocija visitando a sus posibles votantes, en su larga jornada ofrece propaganda en forma de gorras, cubetas y demás objetos arrumbables, pero esto es algo común entre los candidatos a puestos gubernamentales, sin embargo no es suficiente para provocar la nausea grado sumo ya que al estar en boga el modelo de su compañero de partido y gobernados del Edo. Mex. E. Peña Nieto, el cual, más allá de contratar notarios que validen sus promesas, transformó aquella frase que dice: “Verbo mata carita”. Mazo Meza sigue esta línea, optando por la galanura como la mejor manera de obtener votos, es por eso que el candidato monta su espectáculo siendo acompañado por su Club de Fans, compuesto por un grupo de mujeres que a cada pregunta de algún periodista, responden elogiando la gallarda figura de su pusilánime objeto del deseo. 

 

¿Es ésta nuestra política? Por desgracia sí, nos quejamos de promesas incumplidas, sin embargo, es nulo aceptar la responsabilidad que como sociedad tenemos, dado que hemos aceptado que personalidades como las mencionadas tejan los rumbos de una ciudad, de una delegación o municipio, nuestra visión política ya no se enfrenta con lo que en algún momento fue la finalidad de ésta, ahora, cualquier cualquiera puede hacer y hablar de política ante nuestros ojos modernos, sin embargo la vida se nos va de las manos y dejamos que estas cosas sigan sucediendo, mucho se ha dicho del destino de la humanidad cuando se observa esta perspectiva, el asunto se ha tratado, se ha dicho, se ha divulgado, pero es opacado por los espectáculos nefastos que vemos todos los días.

De humildes y mojigatos

Hace algunos días hablé sobre una actitud humana de la que se dice es la madre y raíz de todos los vicios, me refiero a la soberbia, la cual fundamenta a cada acto en el cual el hombre pretenda ser más que los demás, ya sea porque sea mejor en hacer algo o más bien porque sienta que lo es.

Ahora, en un intento por esclarecer la idea de que un acto conduce al hombre a muchos más, me aventuro a hablar sobre aquella virtud que siendo contraria a la soberbia, es considerada por algunos pensadores como la madre de todas las demás virtudes, me refiero pues a la humildad, esa virtud muchas veces confundida con la mojigatería o con una debilidad que ha causado innumerables daños al hombre que busca ser verdaderamente virtuoso al superar lo que ahora es.

Así pues veamos de cerca a la humildad para ver en primer lugar si merece el nombre de madre de todas las virtudes, y en segundo, si es o no nociva para el hombre, en tanto que exige la moderación del apetito desenfrenado de la propia excelencia.

Cuando hablamos de humildad, por lo general entendemos dos cosas, que humilde es aquel que no posee muchos recursos económicos, de modo que se ve limitado en lo que se refiere a la obtención y disfrute de bienes materiales y de lujos; y que humilde es aquel que no presume sus méritos al tiempo que es capaz de reconocer sus defectos y errores, es decir, que no se presupone como superior a los demás debido a que ve que al igual que los otros puede errar.

Debido a que la humildad se relaciona con la carencia, ya sea de recursos materiales o de presunción, es que ésta se puede llegar a confundir con aquello que es poco elevado y hasta insignificante, al grado de que el humilde no es digno de nuestra más mínima atención, contrario a lo que ocurre con el soberbio, pues éste no sólo cree ser digno de nuestra atención, sino también de todo nuestro tiempo.

Esta confusión entre lo humilde y lo insignificante, nos puede conducir a perder al humilde de vista y a colocar en su lugar al mojigato, el cual exagera sus limitaciones al grado de justificar su inactividad bajo una capa de modestia, así pues mientras que el humilde reconoce que no puede escuchar música y freír un huevo al mismo tiempo, el mojigato afirma que no puede hacer ninguna de las dos actividades antes mencionadas hasta que no cuente con un espacio liberado mediante una revolución, llevada a cabo por los demás, para poder escuchar música y otro espacio que sirva para freír sus huevos.

Pero, dejemos a un lado la mojigatería y regresemos a la humildad, viendo de cerca cada una de las dos acepciones que tenemos respecto a esta virtud, podemos reconocer que ambas tienen como punto de contacto el reconocimiento de las propias limitaciones, aquel que es humilde porque no tiene, sabe que es lo que sí posee, y también es consciente de aquello a lo que puede aspirar; de la misma manera aquel que no presume sus méritos y es capaz de reconocer sus defectos, sabe qué es lo que sí puede hacer, pero al mismo tiempo reconoce que no es todo poderoso como para crear todo el mundo con tan sólo pensarlo.

Este reconocimiento de los límites, necesariamente exige el conocimiento de los mismos, conocimiento que no se presenta cuando no hay interés en ver lo que realmente somos y dónde estamos parados, por ejemplo, un cristiano conoce sus límites, de modo que es capaz de reconocer que no es Dios, y puede vivir sin la búsqueda constante de alabanzas, títulos y recompensas. Por el contrario, alguien que se siente el Rey de todo el mundo, no puede reconocer sus errores sin hacer una tragedia de ello.

Así pues, considerando que el humilde lo es porque se conoce al grado de reconocer sus limitantes, y junto con ello lo que sí puede hacer, es que nos conviene aventurarnos a explorar si la humildad es o no la madre de todas las virtudes. Como hemos venido hablando de pecados capitales y de aquellas virtudes que les son contrarias, limitaré la breve exposición que hago ahora a aquellas virtudes que se conocen como espirituales, para ver si éstas son o no independientes de la humildad.

Las virtudes espirituales son, además de la humildad, la castidad, la templanza, la generosidad, la diligencia, la paciencia y la caridad, y estas seis no pueden hacerse presentes si no se ha reconocido que Dios es mayor que el hombre, es decir, si no se reconocen los límites que tiene éste en tanto que es una creación divina, al igual que los demás, por ejemplo, si alguien no es capaz de reconocer que el otro también tiene dignidad como ser humano nunca podrá ser generoso, caritativo, o paciente con los demás, además si hay desconocimiento respecto a los límites de la propia acción, tampoco hay posibilidad de que se presente la castidad, la templanza o la diligencia, además de que se corre el riesgo de que la generosidad devenga en despilfarro de lo poco que se tiene.

Por otra parte, pensando en la humildad como una acción que depende del conocimiento de uno mismo, en tanto que el hombre puede reconocer sus límites, vemos que tampoco pueden presentarse las otras virtudes antes mencionadas, pues aquel que no sabe qué es lo que sí puede hacer se ve arrojado hacia el abismo de los excesos, pues la generosidad puede devenir en despilfarro, o la diligencia en el deseo exagerado de trabajar aún a costa de la propia salud o la templanza bien puede confundirse con el matarse de hambre, la paciencia y la caridad también pueden confundirse con excesos que no sólo hagan daño a quien se cree paciente o caritativo sino a la comunidad por entero, pues de la paciencia en exceso puede devenir la indiferencia respecto a ciertos actos, y de la caridad puede desprenderse el solapar a la flojera de otros tantos.

Tomando en cuenta lo anterior, podemos ver que la humildad es una virtud que permite una vida saludable en comunidad, pues al contrario de lo que ocurre con el soberbio, el humilde trabaja tomando como punto de partida el conocimiento que tiene de sus límites, el cual lo lleva a reconocer la valía de los demás, no tanto porque los necesita para vivir, sino más bien porque de alguna u otra forma son sus iguales.

Este reconocimiento de la igualdad entre humildes es lo que hace que esta virtud sea catalogada como una muestra de debilidad, pues tal parece que aquellos que pueden tener más valía que el resto de los demás se ven sumergidos en la mediocridad que implica reconocer al otro como alguien igualmente digno; pero, lo que no han visto aquellos que critican a la humildad de esta manera es que la igualdad que reconoce el humilde en los otros no obliga al que se destaca por hacer mejor lo que hace, a dejar de ser mejor, al contrario, pues dejar de hacer más que humildad es soberbia, porque el humilde reconoce la importancia de su acción para el bien de la comunidad, el soberbio, en cambio, puede llegar a considerar que no lo merecemos, así como tampoco merecemos lo que él pueda hacer.

Maigoalida de Luz Gómez Torres.