A. Cortés
A continuación expondré mi posición al respecto de las que llamo “introducciones académicas”, preludios a los textos escolares y semejantes, que predisponen al lector a las nociones y presupuestos que se hallarán discutidos más tarde en el escrito que introducen. Me mostraré en oposición a la idea de que sea conveniente para un escrito ser presentado así por tres razones principales: porque se promueve la falta de crítica, porque se niegan tanto la posibilidad como la importancia del orden orgánico de un texto y de la necesidad inherente a su temática, y, finalmente, porque se incurre en un inconveniente retórico. Lo haré desde el punto de vista del estudiante que es conminado a escribir para la escuela y que pretende hacer un trabajo suficientemente valioso como para que sea considerado también fuera de ésta y en tiempos posteriores al momento de su realización; todo ésto a bien de que quienes han escrito y escribirán introducciones académicas, se percaten de los supuestos que subyacen a esa acción y concuerden conmigo en que tales contradicen nuestra experiencia de la lectura, si se me permite el juicio en este caso, de la buena lectura. Asumiré, pues, que hay buenas y malas maneras de escribir y que hay buenas y malas condiciones para hacerlo. Así, pretenderé que se haga más amplia nuestra comprensión de la estructura de un texto en cuanto a su presentación se refiere y, si corremos con buena suerte, reflexionaremos acerca de modos para hacer que nuestras introducciones académicas no incurran en ninguno de los tres inconvenientes que mencionaré.
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Me hallé frente a la computadora, hace algunos días, fingiendo que escribía el principio de un trabajo escolar que, en realidad, ya había terminado días antes, con su principio, su final y todo lo que va en medio. Por más que me esforzaba por exponer lo que quería que se viera al primer momento de tomar mi escrito, me encontraba preguntándome y reteniéndome acerca de qué cosas sí y qué cosas no entraban en una “introducción” hecha y derecha; y lo frustrante fue que de todas las que quería decir, no sólo tuve que callar algunas, sino que más fueron las que tuve que decir sin quererlo. Por ejemplos[1], ¿para qué voy a considerar tal o cual libro de otro autor? o ¿desde qué perspectiva lo estudiaré? o más ¿qué cosa pretendo concluir tras mi examen? Imaginen que quiero que mi lector concluya lo mismo que yo justo cuando lo hago yo, al final de la reflexión, ¿cómo logro eso si lo predispongo a que lea mis resultados desde el principio? O si quisiera que el lector juzgara qué clase de perspectiva es la mía, y no que yo pasara juicio sobre mí mismo, ¿cómo lo haría si he de decir al principio mi posición? Y si no soy suficientemente claro de vista como para saber ver qué presupuestos tengo yo, ¿no sería estarle inventando al otro para que no vea desde ninguna otra perspectiva?
Encuentro de verdad muy molesto tener que escribir esta clase de introducciones académicas, y me parece que el principal problema es que toda la idea de hacerlas de ese modo, siempre respondiendo al ¿qué, por qué, para qué y cómo? está fincada en una comprensión particular de dichas preguntas que ya de entrada supone la posibilidad de responderlas aisladamente del resto del escrito, y en ese sentido depende de una noción muy pobre de su objetivo. Por lo menos, uno se pregunta: si ésto que leo al principio, lo entiendo, y ya me contestó el “qué, por qué, para qué y cómo”, ¿entonces qué sentido tiene leer lo demás?; y por otro lado, si resulta que necesito leer lo demás, ¿de qué me sirven esas preguntas allí, cuando no sé bien qué implican?
Nada de malo tiene darle al lector una oportunidad de entrar poco a poco al mismo problema que está considerando quien escribe, pero estas dos o tres cuartillas que son pedidas al inicio (en mi caso, por la escuela) suponen, para empezar, que la reflexión consecuente puede resumirse. Es un hecho que muchas de estas introducciones académicas son entendidas por los estudiantes como resúmenes. ¿Y cómo no van a serlo si se tiene por buen consejo que se escriba la introducción al final del trabajo? La idea que hay aquí es que, ya teniendo la visión entera de lo que se hizo, se puede decir mejor qué cosas son las más importantes que se abordaron y hasta dónde se llegó. Es decir, se puede resumir: “haré (hice) ésto y aquello, desde aquí y desde allá, y llegaré (llegué) a esto otro”. No quiero verme muy extremo, sí creo que es un buen consejo, pero solamente si la presentación de un texto está entendida en estos términos. Quizá en otros casos sea también una buena idea escribir el principio ya que se tiene escrito todo lo demás, pero será por otras razones; en este particular, el asunto es que la introducción tiene la función de darle al lector la oportunidad de enmarcar el problema con una visión radicalmente angosta del marco.
Voy a reiterar mi intención de no ser extremo en el problema. Ni andar por allí sin marco alguno es conveniente, porque no se hallan las fronteras de la discusión y se acaba divagando, ni tampoco suena muy prometedor que el texto se enmarque en marcos tan ceñidos que lo tengan a él por único en el mismo asunto. ¿De qué me sirve leer algo si no puedo yo mismo decir algo al respecto, aunque sea un “concuerdo”? En el peor de los casos, cuando un texto es estrangulado por sus propios límites, termina por ser una pieza autorreferente y sin cabida a la discusión posterior. Es una de las primeras consecuencias que encuentro inconvenientes de esta comprensión de la “introducción académica”: promueve la falta de crítica. Le cierra las puertas. Si yo introduzco un problema y lo acoto diciendo cómo lo estudiaré y a qué llegaré, nada me impide dar un paso más allá y decir que mis conclusiones dependen del modo presentado, y que éste es solamente concerniente a mi texto. Si alguien dijera después que mis conclusiones son pura tontería, ya de allí es fácil pensar: “bueno, eso dices porque no estás adoptando la misma perspectiva que yo; desde ese punto de vista, concuerdo contigo, pero desde el que yo anuncio al comienzo, tus reclamos no valen”. Ésta es una tendencia presente en la comprensión académica del escrito, en la que hay tantas bases para la discusión como hay discutidores.
Aparte de ésto, es evidente que una introducción académica pretende de antemano que es posible presentar al lector cualquier elemento del texto en cualquier orden que se quiera. Es lo mismo que decir que el escrito no tiene ni pies, ni cabeza. Así tal cual, nada con cabeza y con pies, con miembros y órganos, puede estar dispuesto de la manera que sea. Si no fuera ése el estado de las cosas, ¿para qué hablar de orden, qué querría decir ‘orden’? Decir una “disposición cualquiera” es lo mismo que decir “una mezcla innecesaria de partes” Entonces, ¿por qué supondríamos que un buen escrito no tiene ni pies ni cabeza? Solamente porque pensáramos que cada cosa que nos dice puede ser dicha en cualquier momento y con cualquier modo de aparición: o sea, que cada cosa dicha en el texto se aprende aislada. Es como decir que un buen libro es el que más datos tiene (más vale la sección de finanzas en el periódico que la Ilíada), y que un trabajo escolar decente presenta su buena dosis de información que dar al lector. “Usted verá tal y cual cosa cuando me lea, y todas éstas las tendrá para usted, una por una”. El problema termina por mostrársenos inmenso: ¿de qué manera recibimos lo que se nos da con las palabras? ¿Nos modifica en algo o se nos suma a lo que somos? Digo, estas respuestas no son sencillas y no se dicen en dos frases, pero por lo pronto lo que más se me hace evidente es que, en este último modo de entenderlo, uno se relaciona con la lectura como un muro con los ladrillos: más vienen a él y cada uno por su lado es lo mismo; en el primer caso, más bien la relación es como la del ser vivo con el alimento: aquéste se mezcla en parte con el que se nutre, y de alguna manera (que, dicho sea de paso, me parece bastante misteriosa), hace que sea distinto cada vez que se nutre, y aquello que necesita difiere según su propio orden (no comemos lo mismo que cuando éramos bebés). Éstas son sólo imágenes para ilustrarlo, el punto es que se note la diferencia. ¿Cuál se parece más a nuestra experiencia con la lectura? El segundo caso supone que la introducción académica es improcedente, porque no es posible mostrar los elementos del texto en cualquier orden sin mostrarlo como mutilado. El primero no sólo apoya las introducciones académicas, sino que sería razón suficiente para movernos a abolir la escritura de textos que no fueran otra cosa que recuentos de datos agrupados por un criterio convencional (como el orden alfabético).
Teniendo en frente el recuento de los hechos acaecidos en el escrito, agrupados para ocupar poco espacio y modelados para aparentar congruencia en su aislamiento, un lector tiene la sensación de que el camino que avanza la lectura que abordará no es sino un avance en plano, un ir del punto A al punto B de manera que pueden verse ambos puntos al mismo tiempo. Pero, ¿nunca se han propuesto platicarle algo a un amigo, habiendo pensado un buen rato en eso y sabiendo que él no lo ha hecho? Imaginando tal situación, ¿qué pasa si empezamos a contarle el final de nuestra reflexión antes que lo que nos llevó a ella? ¿Nos entiende igual? Es, a todas luces, un error retórico, si se le quiere ver así, o una mala decisión en el orden que, finalmente, no podemos evitar notar en la conversación. No se logra el objetivo deseado si éste es que el escucha experimente las implicaciones del trabajo reflexivo del autor. La misma forma de hablar, empezando y terminando, diciendo una palabra tras otra en el tiempo, tiene la forma en que nosotros notamos las cosas: con principio, medio y fin. Si la analogía de la reflexión fuera un camino, conozco pocos que sean planos como en el ejemplo de los puntos; más bien hablamos y vamos una por una sentando condiciones, evidenciando supuestos, abriendo paso a nuevas perspectivas, andando y desandando, regresando, recogiendo, uniendo y separando. Ordenando, vaya. Son muchos caminos, o uno intrincado y complejo. La introducción académica niega la relevancia de este orden y obliga al escritor a arruinarle a su lector la oportunidad de avanzar paso a paso como él lo hizo. No deja que la experiencia de la reflexión se preste a ser comunicada a través de la palabra; y si algo aprendemos en el trayecto y no sólo en los estadios finales, si en algo nos hacemos mejores o peores mientras pensamos, entonces el empobrecimiento del escrito con una introducción académica es profundo, inconveniente y repudiable.
No me gusta.
[1] No sé qué sea, pero algo tiene de desagradable hacer plural esta expresión. ¿Será la costumbre?