Un duro, ineludible compromiso cayó sobre los hombros de Adriana cuando descubrió, después de poco, la inquietante semejanza entre los ojos de su nueva marioneta y los de cualquier otra persona que hubiera conocido en su vida. En ellos, inmóviles, había algo por igual conmovedor y terrible, que no podía deberse a la fidelidad de la imitación – apenas dos torpes trazos de pintura blanca y café -, sino a eso que llanamente eran: imagen de la expresión de una persona.
No reparó en la otra semejanza, más notoria, entre la marioneta y ella misma, hasta que su padre le dijo: “Mírala bien, que la hice igual a ti”. Reconoció entonces el cabello negro ondulado, las manos delicadas, la boca fina y silente, la frente llena de dudas que su padre quería disipar.
De las manos, las rodillas y la cabeza de la marioneta, largos hilos se prolongaban hasta confluir en una cruz de madera. Adriana recorrió con un dedo esos hilos una vez que estuvo sola. Aprendió, tras pocos torpes ensayos, que cada hilo controlaba el movimiento de una parte de la marioneta. Entendió más tarde qué hilo controlaba qué parte, y poco a poco adquirió dominio de cada movimiento. Mediante un sutil ejercicio de analogías, Adriana logró que la marioneta imitara cada uno de sus propios movimientos, y que fuera en cada cosa igual a ella.
Su padre la miraba estudiar detenidamente a la muñeca, y su semblante se ensombrecía en silencio, como si esa amistad fuera un mal inevitable. Más incluso: uno que él había debido de propiciar. Adriana, sin embargo, no jugaba más que cuando estaba sola con la marioneta. Y entonces jugar era algo más: como jugar con ella misma, con ella duplicada. Mirarse a sí misma jugando, observar sus propios movimientos, comprender sus articulaciones, el alcance y el poder de cada hilo. Dominarlos con un arte cada vez más refinado.
Con el paso del tiempo, Adriana dejó de disfrutar de la compañía de otros niños y se dejó acompañar solamente de la marioneta. Sin embargo, descubrió un nuevo, extraño goce en mirarlos desde lejos, a través de su ventana. Miraba sus juegos. Contemplaba los movimientos de sus brazos y sus piernas, suponiendo los hilos invisibles que estaban del otro lado de cada uno. Era natural pensar que el extremo de cada uno de esos hilos estaba controlado por manos ocultas. La voz que grita de lejos. La mirada que prohíbe. La presencia imponente que dicta reglas. La deslumbrante posesión que ordena todo. El control multiforme de los destinos. Cada movimiento se entendía por la mano oculta, más elevada, controlando su hilo. Y aún, lo que miraba era un juego, niños jugando un juego, persiguiéndose y siendo perseguidos, corriendo y gritando, trazando tras de sí figuras intrincadas, enredando sus hilos invisibles. Era natural pensar también que, tal como había aprendido a controlar los hilos de su marioneta, era posible aprender a controlar los hilos de todos los seres humanos, y que la mayor virtud consistía en dominar ese arte. Lo afirmó en voz alta, y reconoció que era la verdad.
Pasadas varias horas de mirar por la ventana, el exterior oscurecía y Adriana se encontraba por fin mirando su propio reflejo. Miraba su propia cara, sus propios ojos. La respuesta inmediata de sus propios movimientos. Y sus hilos, ¿quién podía moverlos sino ella misma? Su padre la miraba pensar, pensando también tristemente.
Con el paso de tiempo, Adriana adoptó a la marioneta como a una extensión de sí misma, y andaban ambas por la casa trazando en su andar movimientos tan finamente sincronizados que parecían una sola niña proyectando tras de sí una sombra más grande. Fueron así al encuentro de las dos mayores revelaciones de sus vidas. La primera sucedió al bajar a escondidas al sótano, oculto y prohibido debajo del taller en el que el padre de Ariadna fabricaba las marionetas. Encontraron la puerta sin candado. Era apenas un espacio diminuto, oscuro y encerrado, lóbrego hasta en el aire. Adriana iluminó con una vela su camino a través de las escaleras, y sintió esparcirse por su cuerpo un amargo temor al ver allá abajo varias decenas de marionetas polvorientas, apiladas y sin sentido. Revueltas todas en posturas imposibles, con las piernas al aire y las miradas por todas partes. Todos los hilos enredados en una telaraña incongruente y voraz. Intentó con mano temblorosa sacar a una del montón, pero sus hilos atados a todas las demás marionetas la sostuvieron obstinadamente en su lugar. Lo único que logró forcejeando fue dar más vueltas al enredo. Huyó corriendo de algún peligro oculto, y una nueva tristeza anidó en ella para acompañarla hasta el último de sus días, destinado tal vez a ese sótano.
La segunda revelación, experimentada como una extensión de la primera, sucedió pasados los años, junto al lecho de muerte de su padre. Descubrió al atravesar la puerta la misma penumbra enfermiza de aquel sótano lleno de marionetas, pero encontró flotando entre el negro aire encerrado la mirada familiar de su padre, quien tantos años veló para disipar todas las dudas de Adriana. Sintió al ver esos ojos una conmoción y un miedo olvidados por muchos años.
Tomó la mano de su padre entre las suyas, las mismas que usaba para controlar los hilos de su marioneta. Su padre estaba reducido e inmóvil, como sus pobres muñecos de madera. Ya no podía hablar. Solamente sus ojos se movían de un lado a otro entre las sombras, buscando el rostro querido de Adriana, pero sólo encontraba las sombras, e imágenes de rostros de madera. Su semblante ensombreció una última vez, invadido por el miedo final, que Adriana percibió como reflejo del suyo propio: el miedo de un último sótano común lleno de títeres inertes apilados. Dolor que era imagen de su dolor, uno y el mismo. Sobre ese lecho no había hilos invisibles. Todo se disgregó con un aliento, y Adriana supo que la verdad era milagrosamente una mentira.
Dio las gracias en silencio. Dejó gentilmente la mano de su padre sobre su pecho inmóvil, y fue a tirar su marioneta al sótano oculto y prohibido, para cerrarlo después con candado.
Excelso, señor mío.
«He oído decir que ciertas personas culpables, viendo teatro, con el mismo artificio de la escena , se han sentido impresionadas hasta el alma, de tal modo que al momento han proclamado sus malas acciones» Hamlet
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Esto es excelente, expresidente. Me impresiona, sobre todo, que el detalle milagroso lleva, de alguna manera, a dar las gracias: el sentido del agradecimiento. Muy bueno.
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¡Maravilloso!
¡Malvado padre de Adriana!
Se me ocurre que el secreto con el que se encontró Adriana en el sótano es aquel con el que todos nos hemos de encontrar tarde o temprano, pero dudo que para todos sea el mismo…
¡aparte ella ya lo sabía! siempre lo supo. de allí la mirada a su propio reflejo.
p.s.
me sacó de onda que le cambiaras el nombre a Adriana en un momento. ¿fue a propósito? espero que no, pues, de serlo, sería todo una gran confusión y las consecuencias podrían ser terribles.
Muy bien.
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¡Muchas gracias, compañero! Es probable que sí, que el secreto sea siempre uno distinto. Aunque, en breve, lo que más me interesaba era que Adriana (y el cambio de nombre sí fue un error sincero), se diera cuenta de que es el mismo destino el del controlado y el del controlador. Y esa experiencia solo puede tenerse en un contacto realmente cercano, como el que tiene con su padre, en los últimos segundos.
Por cierto, compañero, me mandó Octavio el mail que le dijiste que me mandara. ¡Muchas gracias! Ya platicaremos el viernes en la comida.
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El cuento me ha gustado bastante, en especial por la relación que manejas entre lo controlado y el controlador. Gracias.
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