Nimio tratado sobre la noche

 


por Perro de Llama

Al salir de la taberna, no tenía otra cosa en qué pensar. “Esos pobres bichos se creen tocar el sol” pensó al ver a los quijotillos rondando las farolas.  Era un ocaso de lluvia ligera,  y el agua escurría del pavimento a los parches de pasto amarillo que aun crecían neciamente sobre la arenisca. Tras ver la desolada parada del autobús pensó en esperarlo, pero a sabiendas de que no llegaría, decidió seguir adelante; así que pasó sin saludar a los peatones que cada día desesperaban casi inmóviles.

 

Tras pasarlos sentía algún lazo roto. Y no era para menos, tantas otras veces prefirió esperar junto a ellos la llegada del autobús que aligerara su marcha, y siempre impaciente abandonaba su espera. Prefería caminar. La siguiente noche era lo mismo “¡Llegó tan pronto te fuiste, Marquitos! Caray contigo, eres tan impaciente”, “Seguro que llegamos a casa antes que tú” se burlaban. Le resultaba curioso que a pesar de haber platicado con ellos tantas otras veces, no haya sido hasta aquél hartazgo que se dió cuenta que nunca se cambiaban las ropas, por unas limpias, o unas distintas. Siempre traían las mismas. Quizá tampoco tenían casa alguna a la cual llegar.

 

Tampoco en aquella ruina los encontró. Al buscar a sus amigos encontró nada más que polvo sobre polvo, y piedra sobre piedra, casi intactos como hace cientos de años, delante de él no había nada salvo lo que nos queda del Templo Mayor. Sabía que sus amigos no iban a estar ahí desde antes de la búsqueda, así que solo fue un jugueteo, sólo recorría los alrededores en búsqueda de algo que le quitara el tiempo. De encima. Retando al azar, buscando contacto visual a esas horas de la madrugada con algún desvelado. Ahora consideraba estos juegos absurdos, pero ¿cuándo se ha visto que consideración alguna remueva hábitos tan arraigados?

 

Siguió sus pasos hasta llegar a casa. Los Amigos habían dejado una nota en lugar de su presencia. Al entrar el calendario ya lo esperaba; con su crueldad habitual mostraba la fecha del día anterior. Haciendo gala de una infantil venganza arrancó tres hojas una a una para que transcurrieran tres días, o un ciento de años. Así ya era domingo.

 

Porque tabernas, peatones, piedras y días pasados; amigos, caminos y soledades, formaron aquél mar donde se naufraga pero no se nada. Cuando menos, por aquella larga noche.