Hace algunos días hablé sobre una actitud humana de la que se dice es la madre y raíz de todos los vicios, me refiero a la soberbia, la cual fundamenta a cada acto en el cual el hombre pretenda ser más que los demás, ya sea porque sea mejor en hacer algo o más bien porque sienta que lo es.
Ahora, en un intento por esclarecer la idea de que un acto conduce al hombre a muchos más, me aventuro a hablar sobre aquella virtud que siendo contraria a la soberbia, es considerada por algunos pensadores como la madre de todas las demás virtudes, me refiero pues a la humildad, esa virtud muchas veces confundida con la mojigatería o con una debilidad que ha causado innumerables daños al hombre que busca ser verdaderamente virtuoso al superar lo que ahora es.
Así pues veamos de cerca a la humildad para ver en primer lugar si merece el nombre de madre de todas las virtudes, y en segundo, si es o no nociva para el hombre, en tanto que exige la moderación del apetito desenfrenado de la propia excelencia.
Cuando hablamos de humildad, por lo general entendemos dos cosas, que humilde es aquel que no posee muchos recursos económicos, de modo que se ve limitado en lo que se refiere a la obtención y disfrute de bienes materiales y de lujos; y que humilde es aquel que no presume sus méritos al tiempo que es capaz de reconocer sus defectos y errores, es decir, que no se presupone como superior a los demás debido a que ve que al igual que los otros puede errar.
Debido a que la humildad se relaciona con la carencia, ya sea de recursos materiales o de presunción, es que ésta se puede llegar a confundir con aquello que es poco elevado y hasta insignificante, al grado de que el humilde no es digno de nuestra más mínima atención, contrario a lo que ocurre con el soberbio, pues éste no sólo cree ser digno de nuestra atención, sino también de todo nuestro tiempo.
Esta confusión entre lo humilde y lo insignificante, nos puede conducir a perder al humilde de vista y a colocar en su lugar al mojigato, el cual exagera sus limitaciones al grado de justificar su inactividad bajo una capa de modestia, así pues mientras que el humilde reconoce que no puede escuchar música y freír un huevo al mismo tiempo, el mojigato afirma que no puede hacer ninguna de las dos actividades antes mencionadas hasta que no cuente con un espacio liberado mediante una revolución, llevada a cabo por los demás, para poder escuchar música y otro espacio que sirva para freír sus huevos.
Pero, dejemos a un lado la mojigatería y regresemos a la humildad, viendo de cerca cada una de las dos acepciones que tenemos respecto a esta virtud, podemos reconocer que ambas tienen como punto de contacto el reconocimiento de las propias limitaciones, aquel que es humilde porque no tiene, sabe que es lo que sí posee, y también es consciente de aquello a lo que puede aspirar; de la misma manera aquel que no presume sus méritos y es capaz de reconocer sus defectos, sabe qué es lo que sí puede hacer, pero al mismo tiempo reconoce que no es todo poderoso como para crear todo el mundo con tan sólo pensarlo.
Este reconocimiento de los límites, necesariamente exige el conocimiento de los mismos, conocimiento que no se presenta cuando no hay interés en ver lo que realmente somos y dónde estamos parados, por ejemplo, un cristiano conoce sus límites, de modo que es capaz de reconocer que no es Dios, y puede vivir sin la búsqueda constante de alabanzas, títulos y recompensas. Por el contrario, alguien que se siente el Rey de todo el mundo, no puede reconocer sus errores sin hacer una tragedia de ello.
Así pues, considerando que el humilde lo es porque se conoce al grado de reconocer sus limitantes, y junto con ello lo que sí puede hacer, es que nos conviene aventurarnos a explorar si la humildad es o no la madre de todas las virtudes. Como hemos venido hablando de pecados capitales y de aquellas virtudes que les son contrarias, limitaré la breve exposición que hago ahora a aquellas virtudes que se conocen como espirituales, para ver si éstas son o no independientes de la humildad.
Las virtudes espirituales son, además de la humildad, la castidad, la templanza, la generosidad, la diligencia, la paciencia y la caridad, y estas seis no pueden hacerse presentes si no se ha reconocido que Dios es mayor que el hombre, es decir, si no se reconocen los límites que tiene éste en tanto que es una creación divina, al igual que los demás, por ejemplo, si alguien no es capaz de reconocer que el otro también tiene dignidad como ser humano nunca podrá ser generoso, caritativo, o paciente con los demás, además si hay desconocimiento respecto a los límites de la propia acción, tampoco hay posibilidad de que se presente la castidad, la templanza o la diligencia, además de que se corre el riesgo de que la generosidad devenga en despilfarro de lo poco que se tiene.
Por otra parte, pensando en la humildad como una acción que depende del conocimiento de uno mismo, en tanto que el hombre puede reconocer sus límites, vemos que tampoco pueden presentarse las otras virtudes antes mencionadas, pues aquel que no sabe qué es lo que sí puede hacer se ve arrojado hacia el abismo de los excesos, pues la generosidad puede devenir en despilfarro, o la diligencia en el deseo exagerado de trabajar aún a costa de la propia salud o la templanza bien puede confundirse con el matarse de hambre, la paciencia y la caridad también pueden confundirse con excesos que no sólo hagan daño a quien se cree paciente o caritativo sino a la comunidad por entero, pues de la paciencia en exceso puede devenir la indiferencia respecto a ciertos actos, y de la caridad puede desprenderse el solapar a la flojera de otros tantos.
Tomando en cuenta lo anterior, podemos ver que la humildad es una virtud que permite una vida saludable en comunidad, pues al contrario de lo que ocurre con el soberbio, el humilde trabaja tomando como punto de partida el conocimiento que tiene de sus límites, el cual lo lleva a reconocer la valía de los demás, no tanto porque los necesita para vivir, sino más bien porque de alguna u otra forma son sus iguales.
Este reconocimiento de la igualdad entre humildes es lo que hace que esta virtud sea catalogada como una muestra de debilidad, pues tal parece que aquellos que pueden tener más valía que el resto de los demás se ven sumergidos en la mediocridad que implica reconocer al otro como alguien igualmente digno; pero, lo que no han visto aquellos que critican a la humildad de esta manera es que la igualdad que reconoce el humilde en los otros no obliga al que se destaca por hacer mejor lo que hace, a dejar de ser mejor, al contrario, pues dejar de hacer más que humildad es soberbia, porque el humilde reconoce la importancia de su acción para el bien de la comunidad, el soberbio, en cambio, puede llegar a considerar que no lo merecemos, así como tampoco merecemos lo que él pueda hacer.
Maigoalida de Luz Gómez Torres.