Debido a las actividades académicas a las que todos ustedes también ya están acostumbrados (y quizá cansados) me fue imposible escribir algo para esta ocación. Con pena y rubor, les comparto un «cuento» que escribí hace más o menos cinco años, cuando creía que lo mío era la escritura. A pesar de todo creo que el cuento se mantiene en algunos aspectos y en otros deplano es lamentable. En fin… también una disculpa por el re-trazo. Me pasé de tiempo por una hora, pero como no estamos en algún regimen burocrático, de plazos y fechas, me permito la publicación. ¡Feliz final de semestre!
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Estertor
En el sueño era un niño. En el mismo sueño una mujer se columpiaba y su vestido se despintaba en el aire: el tinte azul se convertía en rosa y luego pasaba al azul fosforescente, después a un olor rancio, que a él, el que era un niño en el sueño, le recordaba un ladrillo partido a la mitad. El niño se escondía detrás de un árbol. Aquella mujer que se columpiaba le producía un sentimiento cercano al de la nostalgia, pero que en definitiva no era nostalgia. Él la espiaba y la mujer, delgada y sincera, al menos así le parecía al niño, veía su propio cuerpo un poco encorvado, veía sus brazos tensos y sus manos aferradas a la cuerda que sostenía el columpio, veía su vientre y hacía una mueca de dolor y sus ojos amplios y desteñidos se cerraban lentamente como si gozara de ese dolor que se incrementaba y que en el futuro sería insoportable. El niño salía de su escondite y la mujer por primera vez notó su presencia. Los pasos del niño, al acercarse al columpio, no producían ningún ruido. La mujer lo veía venir y parecía que su dolor se incrementaba. El niño, y esto es obvio, no sabía que la mujer sufría, esto lo sabría después, cuando estuviera en la realidad y ya no fuera un niño, sino, mejor dicho, una suerte de hombre. Cuando estuvo a su lado, se sentó en otro columpio que se encontraba quieto. Desde ahí pudo observar mejor a la mujer. Le pareció aun más bonita, un rostro afilado delineado por una luz particular que él no se explicaba, pensó que provenía del reflejo de un pez invisible dentro de una lago invisible que estaba sobre ellos, o tal vez, y esto era menos lógico, que proviniera de ella misma, que algo dentro de su cuerpo la produjera y apenas la dejara notar, como si la luz respirara por sus poros. El vestido de la mujer era largo y conforme avanzaba el tiempo, ese tiempo de pesadilla tan igual al de la realidad, se hacía gris. Ese mismo vestido le había impedido verla en detalle. Ahora que estaba cerca y que ella le sonreía, se fijó en sus pies, que no eran pies, sino patas, las patas de una gallina. Entonces despertó.
El autobús se movía con lentitud. Cristóbal tenía la cabeza recargada en el vidrió y aquel sueño lo había hecho sudar. Se había quedado dormido con su libro en las manos. El sudor de sus dedos humedeció las páginas, incluso la tinta se corrió un poco. Era una edición barata de Crimen y Castigo, voluminosa en exceso y de un papel tan corriente que mejor hubiera sido quemarlo y respirar la humareda. Pero era un clásico, característica que lo indultaba de ese fin que merecen tantos libros.
Intentó volver a su lectura pero le fue imposible. Quería recordar el sueño en su totalidad, pero sólo le venían imágenes aisladas, tan distintas entre sí, que le hicieron pensar que no había sido un mismo sueño sino varios. Por lo tanto desistió de su intento de reconstruirlo, aunque la imagen de la mujer con patas de gallina se le quedó grabada. No la podía interpretar de ninguna forma. No la podía aferrar a ningún recuerdo o alguna experiencia. Entonces se dijo que lo más seguro es que fuera una premonición. Idea que descartó de inmediato, al ver, en el asiento de adelante, una caja con la imagen de una gallina de color rojo.
Bajó del autobús y caminó hasta su casa. Los pies le dolían como si hubiera caminado varios kilómetros. Abrió y encendió la luz. Su casa, aunque decir casa sería excesivo, estaba ordenada y sucia a la vez, empolvada. Haría falta en ese lugar una planta o la imitación plástica de alguna y una estufa, pero esta posibilidad era remota, sobre todo por que las plantas de plástico conllevan un engaño y porque las estufas necesitan de gas, cosa de la que también carecía Cristóbal.
Ordenó la mesa en la que estaba su máquina de escribir, que más bien fungía como mera decoración, ya que no la había utilizado desde meses atrás, tal vez un año, pero esto no es seguro. Lo que sí era seguro es que Cristóbal ya no escribía desde hace mucho tiempo. Esto no lo mortificaba, de hecho lo calmaba, sobre todo porque recordaba con dolor aquellas sesiones afiebradas, de madrugada, en las que escribía como si fuera a morir, con la certeza de que esa última palabra, ese último trazo o golpe del teclado fuera lo último que haría en la vida, era una carrera contra una muerte inminente e imaginada, contra una fiebre nacida del vacío de su cuarto y del silencio de sus libros, apilados uno a uno en cajas que provenían de los basureros cercanos. Pero eso había quedado atrás. A esas sesiones de dolor, les debe una novela corta de 73 cuartillas a espacio seguido, tan intrascendente y superficial, que su sola evocación lo ruborizaba y le hacía bajar la cabeza. El argumento de la novela era un refrito de sus lecturas más recientes, una masa heterogénea de historias, ideas, páginas llenas de una poesía dudosa, de dudoso olor, de una falsedad inagotable.
Cuando la escribía tenía en su cabeza los ecos de cinco libros: una antología de José Carlos Becerra, una novela voluminosa con título de thriller hollywodense de un tal Bolaño o Bolaños, Respiración Artificial de Ricardo Piglia, Metafísica de las costumbres de Schopenhauer y un libro de ensayos de Henríquez Ureña sobre literatura mexicana del siglo XIX. Y para rematar una lectura trunca y acelerada del primer volumen de El hombre sin atributos de Musil. Todo esto giraba en su cabeza mientras escribía, mientras, mejor dicho, transcribía, como una secretaría que transcribe signos taquigráficos de los que ha olvidado su significado. El resultado de esas 73 cuartillas a espacio seguido es previsible.
Se acostó en la cama y cerró los ojos intentando dormir y volver al sueño que había tenido en el autobús. Durmió y para su suerte no soñó nada. Despertó más tranquilo. Eran las 12:30 AM y no tenía nada que hacer. Había perdido, apenas tres días atrás, por robarse condones que luego usaba o vendía, su empleo de encargado en una farmacia ubicada en la periferia del DF; también, apenas dos días atrás, se cumplían cuatro meses que había dejado, por diversas razones, la universidad. Se encontraba solo y sin dinero.
Decidió salir a caminar. Creyó, y creyó mal, que la caminata le quitaría la especie de latido que recorría sus pies. Bajó por las calles mal asfaltadas de la colonia hasta llegar a la avenida Insurgentes sur, hasta llegar a una clínica mental donde solicitaban urgentemente camilleros. El camino hasta allí fue complicado por las siguientes razones:
1) Sus pies pasaban por una crisis, no era un dolor lo que sentía en ellos, era algo más simple que el dolor en sí, algo inexplicable que ocurre sólo a ciertas horas y en ciertos estados de ánimo. Cristóbal lo llamaría una manifestación crónica de la soledad, aunque lo más seguro es que tuviera muy apretados los zapatos o que fuera pura sugestión del sueño. La verdad era que lo que experimentaba Cristóbal era incierto y contradictorio.
2) El aire estaba caliente, por lo común el aire en la ciudad es frío o templado, pero esa vez era caliente. Por otra parte, la noche se interponía como un gran obstáculo, una noche violenta en muchos sentidos: su claridad violenta, su bastedad violenta, su silencio violento, el ruido caótico y violento, sus sombras exacerbadas y ocultas, sus caminos degenerados, sus nubes lapidarias, su viento caliente, su otredad tan lejana.
3) Un perro minúsculo aplastado en una de las calles. Con la marca de la llanta sobre su cráneo.
4) Tres policías fumando recargados en su patrulla.
5) La sangre que colorea el asfalto. Cristóbal caminaba con lentitud por la banqueta, como si fuera por un campo minado. Antes de llegar a una intersección de calles, vislumbró un grupo de personas que reían y hablaban en voz alta. Conforme se acercaba, las voces se iban aclarando, al igual que la escena. Cruzó la calle para poder ver lo que sucedía desde una mejor perspectiva: cuatro hombres apaleaban, pateaban, y con seguridad escupían, a otro hombre, o mujer, tirado en el suelo, enroscado como un armadillo gigante. Los golpes fueron bajando de intensidad, más por cansancio que por lástima o misericordia, hasta que se detuvieron por completo. Cada uno de los hombres dio media vuelta y cogió dirección distinta. El cuerpo no se movía.
6) Raskolnikov. La golpiza que terminaba de ver le recordó una pesadilla de aquel. Cuando los mujiks masacran a una yegua, primero con látigos, luego con un garrote y finalmente con una barra de hierro. En aquel sueño Raskolnikov se acerca al cuerpo de la yegua ya muerta y rodea con sus brazos su cuello flácido. Derrama lágrimas sobre esa otra piel, también humedecida sólo que por sangre; y en un gesto tan inocente como patético, besa el hocico y los ojos de la yegua. Cristóbal tragó saliva y vio de nuevo en su mente al perro aplastado y percibió con mayor intensidad la noche. Los pies le temblaron y el dolor que antes no era un dolor como tal, incrementó de forma acelerada. Permaneció a distancia del cuerpo que seguía sin moverse. No se atrevió a acercarse para llorar mientras abrazara el cuerpo de ese desconocido, pero siguió observando, como si esperara una reacción, la cual no vendría nunca.
Estas razones sumían poco a poco a Cristóbal, pisaba fango, pisaba un pantano que lo absorbía y lo llenaba de sanguijuelas. Vio su reloj y tan sólo habían pasado veinte minutos desde que había salido de su casa.
Llegó a la avenida Insurgentes. Llegó a la clínica. Vio de nuevo el letrero y pensó que sería absurdo entrar y pedir informes. Aun así lo hizo y como era de esperarse, en la recepción, una enfermera soñolienta, le dijo que no había nadie que pudiera atenderlo, le recomendó que regresara a la mañana. Cristóbal dijo que le interesaba en verdad el trabajo y preguntó si podía caminar por la clínica. Ella respondió negativamente. Un guardia que se encontraba en la puerta tomando café, no perdía de vista a Cristóbal que seguía insistiendo a la enfermera sobre su idea de recorrer la clínica. Ante la negativa y la impaciencia del guardia a que dejara el edificio, Cristóbal salió.
La puerta principal daba de igual manera al estacionamiento principal, con una extensión considerable hasta llegar a la puerta por la que se entra desde la calle. Tuvo que recorrer de nuevo este espacio. Al llegar a la entrada miró la avenida sin gente y sin autos y pensó, por primera vez en su trayecto, en la carrera de hispánicas, en su última novia; recordó también las lecturas desordenadas, su cuarto empolvado, el dinero que le hacía tanta falta, su soledad; vio en ese mismo instante la posibilidad del regreso a casa de sus padres como la mayor derrota; imaginó al hombre que quedó tirado en al calle retorciéndose lentamente con las costillas partidas, chorreando sangre por su encía y nariz, al camión de basura que seguramente en la mañana recogería el cuerpo del perro atropellado. Pensó, y esto ya lo había pensado muchas veces, en su pretensión de ser una rata que quiere volar, o lo que es lo mismo, un mexicano de veinticinco años que aspira ser un escritor. Entonces supo que todo lo que había hecho era una pérdida de tiempo colosal, un tiempo que cae lentamente y lo lleva consigo. A la vez se sintió un foco que ilumina en medio del desierto.
Entonces decidió regresar a la clínica. El estacionamiento carecía de iluminación. Esto le permitió a Cristóbal moverse con facilidad sin ser visto por el guardia que tomaba su segundo o tercer café de la noche. Rodeó el edificio y entró a éste con una facilidad sorprendente. Adentro, sin preguntárselo, subió por las escaleras al primer piso. Ahí, se encontraba un pasillo, más o menos amplio, en donde se podía entrar a cualquier habitación. Recorrió el pasillo y entró en la única que tenía la puerta abierta.
Los muros del cuarto le parecieron a Cristóbal demasiado iluminados. La ventana le pareció enorme comparada con la que él tenía en su pequeña casa. Comparó las cortinas con las que ponía su abuela todas las navidades cuando él era chico. La mesa con una lámpara, que estaba a un lado de la cama, podía romperse en cualquier momento provocando un ruido tremendo que seguramente alarmaría a todos los que dormían o fingían dormir en los otros cuartos. La cama era un catre mal dispuesto en la habitación, con una colchoneta infame y una almohada de carácter terapéutico, o sea invisible. Sobre el catre, a un lado de la mesa, se encontraba una mujer sentada a la orilla. Llevaba una piyama quirúrgica o algo parecido; una enfermera le lavaba los pies delicadamente, como si temiera desprender, con la fricción de la toalla, la piel aún joven de la mujer que veía directo a los ojos de Cristóbal. Él se sentó en una silla de madera que estaba recargada en el muro.
La enfermera giró la cabeza, mientras enjuagaba los pies de la mujer, y por un momento pareció extrañarle la presencia de aquel hombre en el cuarto. Después puso de nuevo su atención a lo que hacía. Tomó otra toalla, seguramente seca, y quitó el exceso de agua que escurría de los pies de la mujer. La ayudó a acostarse en el catre, y sacó una sábana blanca de un cajón que se encontraba a sus espaldas. La enfermera salió del cuarto diciendo buenas noches a Cristóbal. Cristóbal respondió, auque su voz fue inaudible. Viendo a la mujer pudo recordar, con una claridad estremecedora, el sueño que tuvo en el autobús. Se quitó los zapatos y recargó su espalda y cabeza en el muro, sin perder de vista a la mujer que dormía sobre el catre. Sus pies le dolieron como nunca antes y durmió.
Despertó antes de que amaneciera. Salió y regresó a su casa de nuevo caminando.
Al día siguiente, que era lunes, a medio día, tomó su máquina de escribir y algunos libros. Los vendió a un precio ridículo. Con ese dinero compró comida y una cajetilla de cigarros.
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