Ciega Caridad

Pero llegó cerca de él un

samaritano que iba de viaje,

lo vio y se compadeció. Se le

acercó, curó sus heridas con

aceite y vino y se las vendó.

Después lo puso en el mismo

animal que él montaba,lo

condujo a un hotel y se

encargó de cuidarlo.

Lucas. 10, 33-36.

Caridad es una virtud teologal, y en tanto que virtud es un hábito, nadie es caritativo por atender una sola vez en su vida a las necesidades del prójimo, es decir, es una actividad constante y como tal nos lleva a actuar en concordancia con ésta, de modo que se contrapone con los actos que desatienden el bienestar de aquellos que son próximos a nosotros; desatención que se puede encontrar en los pecados capitales.

Si hay un pecado capital que nos conduzca a desear el mal para el prójimo, y de paso a desatender su bienestar, ese es la envidia, pues ésta se caracteriza por ver con malos ojos a lo que el otro es y tiene, ese ver mal, nos lleva a pensar que el envidioso no es capaz de ver con claridad ni al otro, ni a sí mismo[1].

Si aceptamos que la caridad es contraria a la envidia, y que ésta se caracteriza por ver mal, es decir, con ojos enfermos al envidiado, lo más natural es esperar que de la caridad se diga todo lo contrario, es decir, que el hombre caritativo se distingue de los demás por su capacidad para ver con ojos saludables al otro, salud que le permite darse cuenta de lo que es ese otro, y de las necesidades que como ser humano tiene. Pensando de esta manera a la caridad, resulta que el hombre caritativo conoce al otro, y en cierto modo sabe hasta qué punto es bueno ayudarle a cubrir sus necesidades, de modo que no termine por hacer un mal mayor o deje de ver las carencias y necesidades propias.

Pero, constantemente escuchamos que la caridad en realidad se caracteriza por “hacer el bien sin mirar a quien”, o que una persona es caritativa por dar limosna a cuanto ente se encuentra en su camino, sin juzgar a quien está dando dicha limosna, no importa si el limosnero ocupe aquello que se le da para cubrir alguna necesidad inmediata, como podría ser el alimento, o para mostrar a la sociedad que trabaja por el beneficio de todos, como podría ser el caso de algunas instituciones que se dedican a juntar fondos para los miles de seres humanos a los que pretenden ayudar sin siquiera conocerlos.

Ante estas ideas tan contrarias respecto a lo que es la caridad, sólo podemos reflexionar para ver si la virtud teologal de la que se habla en los evangelios y en los textos religiosos es la misma que aquella de la que echan mano los limosneros, y en caso de ser la misma, nos falta ver por qué es contraria a la envidia.

En un primer momento parece que la caridad ciega, es decir, la que hace el bien sin mirar a quien lo hace, sí es contraria a la envidia, pues el envidioso parece incapaz de dar algo al otro, aunque esta incapacidad del envidioso bien puede deberse a la carencia del mismo, la prueba está en que también hay pobres envidiosos, es decir, también hay personas que carecen de ciertas cosas y que ven con malos ojos a los demás, aún cuando éstos sean igual de pobres que aquellos.

Si vemos a la caridad desde este punto de vista, parece que ésta consiste más bien en ofrecer al otro lo que éste necesita, aún cuando el precio a pagar sea que el hombre caritativo se desprenda de todo, incluso de lo que magramente puede ayudar a su subsistencia, tal y como lo hizo cierta viuda al ayudar al profeta Elías, es decir, privándose de la poca harina y aceite que quedaban tanto para ella como para su hijo y usarlos para alimentar al extraño que había llamado a su puerta.

Pero esta manera de ver a la caridad, es decir, de tomarla como una actividad que se hace a ciegas, implica que el hombre caritativo, no sólo se priva de lo que tiene, sino que lo hace porque no puede ver ni lo que tiene y es ni lo que le hace realmente falta al otro, es decir actúa sin sentido. Además este actuar a ciegas, no es contrario al actuar del envidioso, quizá hasta es peor, pues quien a ciegas ayuda no sabe si lo que está haciendo es realmente un bien o un mal, de modo que este tipo de caridad no puede ser entendido propiamente como una virtud, porque al andar a ciegas podemos fácilmente caer en el vicio.

Ahora pensando en que la caridad sí exige ver las necesidades del otro y nuestra capacidad para ayudarle a cubrir dichas necesidades, bien podemos pensar que lo que hace la viuda que ayuda al profeta a seguir con vida, no es en realidad un acto de caridad, es más bien el resultado de su incapacidad para ver lo que pasará si comparte lo poco que tiene.

Pero no podemos juzgar tan a la ligera el acto de esta mujer, la cual no sólo acaba siendo calificada como una mujer caritativa, sino como una mujer piadosa. Así pues, para no juzgar tan a la ligera aquellos actos que por caritativos parecen más bien el resultado de un descuido, hemos de ver qué más hay en la caridad como virtud teologal.

Si bien la caridad se aprecia en la ayuda que da el caritativo a su prójimo, no podemos dejar de lado que dicha ayuda proviene de la capacidad de ver al otro como un igual que  necesita dicha ayuda, y que esta capacidad de ver al otro como igual deviene de la consideración de que todos somos hermanos, es decir, somos la misma carne, y como hermanos nos conocemos al grado de ver qué es lo que realmente ayuda o perjudica al otro en la medida en que el caritativo da.

Tomando en cuenta esta hermandad que supone la caridad, podemos ver que la misma no ésta presente cuando el caritativo ayuda por temor al castigo de aquel que ha mandado ayudar o esperando una recompensa a cambio (San Basilio), en ese sentido vemos que la caridad es desinteresada, es decir, no ve a quien ayuda esperando librarse de un castigo o anhelando la imposibilidad de que se le niegue un futuro favor que le pueda prestar más adelante el ayudado. Este desinterés hace de la caridad un acto amoroso.

Y como acto amoroso, la caridad se hace presente en aquellos que aman a su prójimo porque lo reconocen como tal, reconocimiento que se desprende del conocimiento previo, pues a ciegas no es posible auxiliar al hermano, entre desconocidos no hay hermandad, la viuda ayuda al profeta porque lo reconoce como hombre de Dios, y el samaritano auxilia al hombre herido porque lo reconoce como hombre, aún cuando éste sea su enemigo por tradición, y ve exactamente qué es lo que necesita, en tanto que está herido, no más.

Pensando en esto, podemos ver que la caridad sólo puede presentarse donde hay una comunidad, es decir donde hay algo que sea común al caritativo y al menesteroso, y eso común sólo se puede apreciar cuando vemos con claridad lo que es el otro y lo que efectivamente necesita, de modo que no puede haber una caridad a ciega, si es que consideramos que ésta es efectivamente contraria a la envidia, ni tampoco puede haberla si no existe propiamente una comunidad.


[1] Respecto a la envidia, el lector puede revisar mi escrito anterior publicado en este mismo Blog.

[En defensa de los sonetos]

            Y bien, ¿para qué seguir leyendo y escribiendo sonetos? Sin ánimos de ofender… no son precisamente la forma poética más novedosa. ¡Andan ya por los cinco siglos de edad! Y es perfectamente comprensible esperar algo de anquilosamiento, de olor a viejo. Es comprensible esperar que ya después de tanto tiempo, no tengan mucho nuevo que decir. ¿Quién podría condenar ese recelo? Tal vez, lo más saludable sea desecharlos, como la ropa que ya no nos queda (o que todavía nos queda pero que ya pasó de moda), y seguir adelante, con los ojos siempre puestos en lo nuevo.

            Alto. No hay que precipitarse. Se merecen un juicio justo, así de leales nos han sido. Antes de preguntarnos si están vigentes o si por fin caducaron, hay que preguntarnos si su naturaleza es propensa de vigencia y de caducidad. Si aquella forma de ser de los hombres que en algún momento de la historia necesitó de la existencia de sonetos – y manifestó esa necesidad escribiéndolos – ya pasó, y hoy los hombres son algo distinto. Es decir: los sonetos no existen sin los hombres, y no pueden caducar al margen de ellos.

            A la usanza de Tomás de Aquino, voy a empezar exponiendo los que son o parecen ser los principales argumentos en contra de la vigencia de los sonetos. Y los conozco, lo confieso, porque ya he dudado yo mismo en este respecto, aunque no dude ya. Afortunadamente no es largo ni difícil: todos los argumentos que se pueden formular, giran en torno a dos nociones principales, que hay que tratar de esclarecer porque adoptan dimensiones distintas en el ámbito del arte. Son: la originalidad y la libertad. Es decir: el soneto no sirve porque no es original, y el soneto no sirve porque restringe la libertad del artista creador. Ambos argumentos parecen muy sensatos. En algún sentido, sólo el primer soneto fue original, y todos los demás fueron la copia de un sistema. Menos aún: copia de un molde. Y restringen la libertad, claro, cuando el poeta piensa que lo que siente, los endecasílabos del soneto son incapaces de decirlo. A cualquiera que haya guardado alguna cercanía con escritores jóvenes, le van a resultar familiares estos argumentos, junto con la actitud rebelde e irreverente de condenar todo lo que suene a tradición, todo lo que no sea pura novedad, pura invención, libre y sin compromiso. 
            Lo más valioso es preguntar. Preguntarse. ¿De dónde viene el prejuicio – porque es prejuicio en la mayoría de los casos – de que el arte es valioso por ser original, y de que la libertad absoluta es condición necesaria para su creación? Al tratar de ver nuestro reflejo en nuestras obras, ¿somos nosotros mismos mudables y perecederos?

            El conflicto oscila entre dos maneras de entender lo que las artes son y, por ende, entre dos maneras de entender lo que el hombre es. Una de estas maneras valora al arte como un movimiento constante e inacabable de invención. Construcción de imágenes que valen por el asombro momentáneo que provocan, y que pierden todos sus poderes después de habernos maravillado la primera vez. El genio artístico es, entonces, la capacidad de crear objetos bellos nunca vistos. Belleza es novedad, y el arte es infinito.

            La segunda manera valora al arte como el descubrimiento de la verdadera naturaleza de las cosas. Construcción de imágenes que valen por su verdad, por la fidelidad con la que representan la manera en que las cosas profundamente son. El genio artístico es, entonces, alguna intuición que le permite al artista descubrir los elementos esenciales del hombre y del mundo, y tener a la mano los mejores medios para representarlos. Belleza es verdad, y el arte es finito, como son finitos el hombre y el mundo. Vastos, vastísimos, pero finitos.

            Cada una de estas maneras de entender lo que son las artes conlleva, como dije antes, una manera de entender lo que son los hombres. En esto no voy a abundar, no puedo. Puedo, al menos, señalar que cada una se caracteriza por una especie distinta de movimiento, y que se excluyen mutuamente. La primera forma tiende a un movimiento incesante, que no reconoce altas y bajas, ni persigue fin alguno: su único fin es seguir moviéndose, sin retroceder ni detenerse. La segunda forma tiende al crecimiento, cree en la grandeza y la bajeza de los hombres. El buen arte vuelve mejores a nuestras almas, así como el mal arte las corrompe.

            Bien puede ser que la invención de los sonetos haya sido el descubrimiento inspirado de una consonancia profunda con la naturaleza de los hombres y del mundo. Son un momento afortunado de armonía, de proporción. En una palabra, de belleza. Y bien, se han mantenido intactos porque guardan en sus proporciones algún poder oculto, alguna correspondencia predestinada, capaz de abrir la puerta de los encantamientos.

            Pues bien, todas estas cosas pueden ser. Ahora, para no ser como el pastelero que nomás lleva diapositivas a la muestra gastronómica, les dejo cuatro bonitos sonetos de cuatro bonitos sonetistas, de dos bonitos idiomas y de dos bonitas épocas.

 

De William Shakespeare, cerca de 1597.
Soneto XXIV 

 

Mine eye hath played the painter and hath steeled

Thy beauty’s form in table of my heart;

My body is the frame wherein ‘tis held,

And perspective it is best painter’s art.

 

For through the painter must you see his skill

To where your true image pictured lies,

Which in my bosom’s shop is hanging still,

That hath his window glazed with thine eyes.

 

Now see what good turns eyes for eyes have done:

Mine eyes have drawn thy shape, and thine for me

Are windows to my breast, wherethrough the sun

Delights to peep, to gaze therein on thee.

 

            Yet eyes this cunning want to grace their art;

            They draw but what they see, know not the heart.

 


De T.S. Elliot, en 1909

On a portrait

 
Among a crowd of tenuous dreams, unknown

To us of restless brain and weary feet,

Forever hurrying, up and down the street,

She stands at evening in the room alone.

 
Not like a tranquil goddess carved of stone

But evanescent, as if one should meet

A pensive lamia in some wood-retreat,

An immaterial fancy of one’s own.

 
No mediations glad or ominous

Disturb her lips, or move the slender hands;

Her dark eyes keep their secrets hid from us,

Before the circle of our thoughts she stands.

 
The parrot on his bar, a silent spy,

Regards her with a patient curious eye.

 

De Francisco de Quevedo, cerca de 1620.
[Compara el discurso de su amor con el de un arroyo]

 
Torcido, desigual, blando y sonoro,

te resbalas secreto entre las flores,

hurtando la corriente a los calores,

cano en la espuma y rubio con el oro.

 
En cristales dispensas tu tesoro,

líquido plectro a rústicos amores;

y templando por cuerdas ruiseñores,

te ríes de crecer con lo que lloro.

 
De vidrio, en las lisonjas, divertido,

gozoso vas al monte; y, despeñado,

espumoso encaneces con gemido.

 
No de otro modo el corazón cuitado,

A la prisión, al llanto se ha venido

Alegre, inadvertido y confiado.

 


De Octavio Paz, en 1937.

[fragmento de Sonetos] tomado de Bajo tu clara sombra 
IV
 

Bajo del cielo fiel Junio corría

arrastrando en sus aguas dulces fechas,

ardientes horas en la luz deshechas,

frutos y labios que mi sed asía.
Sobre mi juventud Junio corría:

golpeaban mi ser sus aguas flechas,

despeñadas y obscuras en las brechas

que su avidez en ráfagas abría.

 
Ay, presuroso Junio nunca mío,

invisible entre puros resplandores,

mortales horas en terribles goces,

 
¡cómo alzabas mi ser, crecido río,

en júbilos sin voz, mudos clamores,

viva espada de luz entre dos voces!

Cómo chabacanear.

«La vida es… chabacana»

-Maigo.

Llevo ya muchos años escuchando a mi madre decirme lo mismo: ¡Haz algo con tu vida! Mas no es la única, lo he escuchado de varios amigos, parientes, conocidos y desconocidos. Debo confesar que todo este tiempo esa máxima me ha tenido sin cuidado, tal vez porque soy perezoso, tal ves porque simplemente no entiendo bien que esperan que haga, como si fuera sierto ente que no cambiara jamás; pero últimamente he estado pensando mucho en estas cosas, será porque ya me siento viejo, será que no tengo nada que hacer. Cualquiera que sea el motivo, me ocuparè de ver qué es lo que se puede hacer con la vida, a lo largo de la presente entrada y consecuentes.

Comenzaré a abordar el problema de ¿qué es hacer algo con tu vida?  de manera tal, que mi querida mamá estaría orgullosa de mi respuesta. Primeramente terminaría mi carrera, después conseguiria un trabajo que me permitiera pagar una vivienda, un auto, una mascota, una esposa e hijos y si sobra algo de dinero ahorrarlo para tomar unas vacaciones, y ayudar a mi familia con gastos. Estoy seguro que con un plan de vida así mi madre estaría fascinada, mis amigos me respetarían y mis conocidos no dudarían en buscar mi amistad. Hasta este punto parecería que lo único que tengo que hacer es dinero. Aunque la mayoria de la gente crea que hacer dinero es difícil (ya sea porque asi fueron educados o porque así lo fueron viendo a lo largo de su vida), ya que implica un trabajo doloroso aunado a un duro esfuerzo y varios sacrificios en cuanto a los placeres del ocio se refiere. En lo personal, hacer dinero no me parece difícil, ya que éste es necesario para vivir y son pocos los que se mueren de hambre, uno puede conseguir dinero pidiendo limosna, haciendola de lavandero, barrendero, prostituyendose, trabajando en una oficina diez horas al dia; de cualquier manera uno encontrará el camino para poder vivir con todos los lujos basicos que mencioné al principio. Pero al momento de pensar que el hacer algo con nuestra vida gira al rededor del dinero, entramos en dos problemas graves. El primero es la dignidad que a su vez va ligado con el poder, el segundo es la felicidad.

Como ya dije  anterioremente, uno puede hacer dinero de varias formas, bien haría el intento de ser un limosnero, pero es ahi donde salta a la vista el problema de la dignidad, yo podría limosnear en todas las iglesias, siempre y cuando no pasara mi madre por ahi, o alguno de mis amigos. Por otro lado intentaría ser un actor pornográfico, lo cual ante mis amigos causaría gran admiración, pero la verdad se que mis facultades no son suficientes para desarrollar ese oficio, y tampoco le diria a mi familia a que me dedico. Me parece que en estos ejemplos se puede observar claramente porque a la mayoria de la gente les resulta difícil y doloroso hacer dinero, nadie quiere ser basurero a pocos encontrarían honor en ser un ladrón, o porque no les parece honrado o porque no tienen las habilidades necesarias para trabajar; por otro lado, y siguiendo la misma linea, habrá quien se canse de hacer cuentas y checar datos, de estar actualizando páginas de internet, existen varias maneras de hacer dinero en muy buena cantidad, que requieren mucha paciencia o que resultan ser tremendamente aburridas, dolorosas o simplemente van en contra de la naturaleza o gustos que uno tiene, es en estos casos donde la felicidad se ve agredida, y las personas no gustan de trabajar así. creo yo que habemos unos cuantos que nos volveríamos locos trabajando en una oficina ocho horas al diam y otros tantos que perderían la sanidad mental en un salón de clases.

Si quedó claro mi planteamiento hasta este punto podemos ver primeramente que hay cosas más valiosas que el dinero, y que el hacer la vida propia, va más allá de cosneguir un empleo o poder vivir con lujos.

En las siguientes entradas seguiré mi estudio acerca de este tema, pues va intimamente ligado a el problema de la necesidad y la libertad, ya que de alguna manera todos estamos haciendo nuestras vidas de la mejor manera que podemos, pero no podemos dejar de hacerla, y por otro lado nos muestra hasta donde somos libres de elegir un oficio o de ser felices.

¿Hacer Bien o Hacer Libremente?

“Libertad, horrible libertad”.

-Hormiga.

A. Cortés

Me parece muy visible que la mayoría supone que todos los hombres somos libres en principio, y que si no lo somos, deberíamos de serlo. Todo mundo lo dice de vez en cuando, y la televisión, la radio y el cine no dejan de abordar el asunto ora directa, ora tangencialmente. Damos por sentado que es un bien mayor ser libre que no serlo, y que si podemos ganar libertad que no tenemos, es bello hacerlo (quizá no lo digamos así, pero nos admiramos y encomiamos a quienes así hacen). ¿Pero libres de qué somos, o en qué sentido es bueno ser libre?

Creo que cuando decimos que “somos libres” pensamos en ser libres de actuar. Eso es lo primero en lo que pienso cuando se trata de este tema: la elección y la posibilidad de obrar en conformidad con la voluntad. Parece que decimos ésto cuando nuestras acciones las hemos escogido nosotros y las llevamos a cabo. Pero si pensamos en qué pasa al contrario, no estoy muy seguro del punto en el que la libertad se termina: porque podemos tanto ver que una acción no llega a su término por un sinfín de circunstancias, como también que hay veces que no estamos dispuestos a elegir por alguna razón. Allí ya tenemos por lo menos dos aspectos en los que se hace un tanto obscura la noción en el momento de la acción: cuando queremos hacer algo y no nos sale, y cuando no queremos hacer algo que podemos. Además, hablamos de cuando “no nos dejan” hacer algo que queremos en muchos sentidos, ya sea porque nos amenazan, o porque nos apresan, o por alguna otra razón. ¿En qué momento de éstos se deja de ser libre, o acaso hay la posibilidad de ser menos y más? Y encima de todo ello, fíjense que en esas condiciones no ha figurado el juicio al respecto del valor de la libertad confrontado con la posibilidad de vivir mejor. Es decir, la pregunta que no veo que se haga es “¿cuando alguien es libre, inevitable y necesariamente vive mejor?”.

En términos un poco más apegados a las ocupaciones legales, somos libres porque podemos ir a donde nos plazca y hacer lo que queramos siempre que no delincamos en ello. Como nos dicen en la escuela desde que somos muy chiquitos: “tu libertad termina donde comienza la de los demás”. O sea, eres libre de hacer lo que sea que no le quite su libertad al prójimo. Parece que la máxima expresión de la libertad en la que creemos en nuestras escuelas es en la que se da en privado. Y si, entonces, el mal en el actuar es la coerción de la libertad ajena, cuando nos apeguemos a aquello que hacemos al margen de este mal, ¿no estamos en una completa indiferencia al respecto de qué hacemos bien y qué hacemos mal? Porque el mal ya lo pusimos en la deslibertad de los otros, entonces se evidencia una imposibilidad de comprender la acción privada en términos de buena y mala, lo que se hace como sea que se haga, si es en privado, es bueno.

Pero yo no aceptaría tal cosa, y quien eduque a sus niños no dirá que lo mejor que puede hacer es dejarlos solos a hacer cuanto quieran ellos. Ni tampoco que no hay mal hábito posible que respecte a uno cuando está solo. La soledad que se vuelve medida de la buena acción puede fácilmente terminar por privar a los hombres de contacto entre ellos, porque al final nada impide que la constancia de que la libertad no interfiere con la ajena se encuentre en apartarse de los otros. Ahora, a manera de ejemplo, en tal convicción una sociedad fugaz de suicidas no podría ser juzgada por nosotros, porque “cada quién”, es decir, si cada uno se ocupa de lo suyo nada hay de malo, y eso incluye la vida. Quizá se podría decir que lo anterior es exagerado, y que los suicidas sí afectan a los demás porque privan a sus parientes y amigos de la alegría de su compañía, pero tal salida me parece más bien tramposa: si se suicida un amigo mío, y me creo que su libertad termina cuando la mía empieza, no puedo decir que hizo mal porque me puso triste, porque estoy sugiriendo que su acción en realidad era pública por ser para mí, y es contrario a mi propio principio: lo que él hace con su vida no tiene que ver con lo que yo hago de la mía, y es mi asunto si me alegro o entristezco por lo que hacen los demás. Realmente, estoy apartado de su acción y del juicio de la misma si se realiza en el ámbito privado.

En realidad, el conflicto se agrava porque el ámbito privado nunca es un aislamiento total y absoluto de una persona en su relación con el resto de los hombres. Que tengamos privacidad no quiere decir que seamos completamente distintos cuando somos uno y cuando somos muchos. Vivir libremente en este sentido se vuelve entonces una suerte de hacer solamente cuando la acción sea, seguramente, en público como sería en privado. Así estaríamos seguros de que lo que hacemos no puede engendrar ofensas. ¿Pero quién tiene la visión de qué son estas acciones o de dónde la saca? Lo más que podemos hacer es, por comparación con lo propio, pensar en qué es lo que como individuos nos parece ofensivo o indeseable. Surge de allí el precepto: “no hagas a los demás lo que no quieras que te hagan”. La acción ya se nos volvió más bien un asunto de omisión que de verdadero hacer. Ésto es lo mismo que decir: “lo que sea que hagas significa que eres libre, siempre y cuando aceptarías tú que alguien más lo hiciera”. El problema sigue latente: estamos separados en la acción. El vínculo con los demás no se halla por ningún lado, y no parece que pueda yo hacer algo por o para la sociedad; incluso omitir participar de la sociedad se convierte en bondad por sí mismo, es la bondad de la omisión. De pronto está todo de cabeza, y el hombre más libre es el que menos hace.

Ahora, si el bien de la libertad se estima tan altamente, debe ser por algo (y no digo para algo, sino que debe haber alguna razón). Un bien definitivamente hace que quien no lo tenía esté mejor con él que sin él. Si se piensa en cómo mejora quien puede hacer o dejar de hacer a voluntad, seguramente resulta que la libertad es bien por las condiciones de desarrollo que supone para el individuo que puede hacer y decir lo que le plazca en privado, y omitir en público. Parece otorgársele a la libertad el privilegio de ser el camino directo y sin escalas a la mejor vida. Creo que ninguno de los defensores de este tipo de libertad estaría dispuesto a sacrificarla por algún otro bien. “Cada quién lo suyo” dicen por allí, y esa parece la fórmula más justa de quien vive bien, o sin problemas. Pienso en que es de las principales razones por las que se critica a quien gobierna: que restringe la libertad de tales o cuales, más allá de cómo viven los que han perdido la libertad. Parece que se supone directo el efecto: sin libertad, no hay buena vida. Igualmente en la programación televisiva, y en propagandas para gobernar. Que el tema de la “seguridad” sea tan importante durante las campañas de los posibles gobernantes no está aislado de ésto, de hecho es ésto mismo: “seguridad ¿de qué?”, pues de hacer lo que se quiere (sin delinquir) sin el temor de ser privado de la vida o de la libertad. “Pena de muerte a los secuestradores”, dicen unos demagogos, ¿y por qué atraen tanto con tan ominosa propuesta? Pensando en todo ésto, yo por lo menos, no me imagino una película o una caricatura hoy día en la que se honre y loe al protagonista por ceder su libertad a cambio de, no sé, dinero, o tranquilidad, o cualquier otra cosa.

De cualquier modo, es una cuestión bastante obscura, porque no estoy muy seguro de que cuando tomemos decisiones y elecciones en lo cotidiano estemos haciendo lo que nos place por completo. Tampoco de que cuando omitimos, lo hagamos por suma y absoluta voluntad. Y si hay condiciones en las que las acciones se llevan a cabo, y esas condiciones existen en toda toma de decisión, entonces la libertad no puede ser tomada en abstracto pensando en la pureza de la decisión. Más bien hay que pensar en esta acción concreta, en aquella otra, en quién las realizó y en qué circunstancias. Todo ello sólo nos pone en guardia al respecto de los discursos sobre la libertad, tema dificilísimo. ¿Qué diablos es tal cosa? ¿Por qué preferimos hablar de eso, y no hablamos tanto de la buena acción? ¿Qué no hay mejor y peor? Mi temor es que no nos interese la buena acción por todo lo anterior, porque demos por sentado que con esta comprensión de libertad, toda acción libre es buena. Pero si tenemos la más mínima duda, entonces ya no sirve hablar de libertad sin bien, ni de acción en abstracto. Más bien habría que ponernos a juzgar, o en todo caso, a decir con razones de peso por qué no cabe el juicio. Y así tenernos a nosotros mismos en la tan famosa “tela de juicio”, que envuelve una acción. Si decidimos y elegimos, ¿lo hacemos bien o lo hacemos mal? Esas preguntas me parecen de suma importancia. Y en lugar de preocuparnos tanto por si unos están respetando la libertad de expresión de estos otros, o cosas así, creo que valdría más preocuparnos por si lo que cualquiera de ellos está expresando es bueno o malo y en qué sentido.

No Pude

No pude, simplemente no pude. Regreso a la noche oscura con un sentimiento de derrota, de fracaso – ¿y todo por qué?… Pero la lluvia me refresca un poco el ánimo y no otro sino Ringo me habla y me recuerda que “cada vez que veo su rostro me recuerda los lugares a los que solíamos ir…” En este caso sólo es uno; de ahí vengo… fracasado.

 

No pude, lo repito. Pero no por falta de ganas – quizás faltó un poco de valor – pero más allá de todo fue el momento el que no cedió. Y los momentos son muy importantes, sobre todo en casos como este; casos en los que se juega uno la vida – pero no al volado, no. Uno se juega la vida en los misterios -¿dirá que sí? ¿Dirá que no? ¿Será ella? Y más importante aún, ¿seré yo? But it ain´t me babe, no no no, it ain´t me, babe, it ain´t me you´re looking for, babe…

 

No pude, por tercera vez lo digo. Por maldita tercera vez, que como dicen la tercera es la vencida. La tercera, no más. Esta fue la segunda y no pude. Esta vez quedamos iguales. La primera fue su ausencia, ésta la falta del momento. Mañana será la tercera… mañana será otro día – en juramento con Scarlett… Tara no volverá a caer y no volveremos a sufrir hambre.

 

Todo por una mujer. Antes hubieran sido dos o tres, pero esta vez sólo es una – ¡y qué una! No como aquellas otras… las Otras, tan ajenas ahora, y aún así tan íntimas, tan próximas. Las otras, las bukowskianas. “Todas las mujeres que he conocido son putas ex prostitutas o locas.” Pero a mí siempre me tocan las de la última categoría. Locas, locas, locas – sin Piazzolla, claro. Me pregunto en qué categoría terminará ella…

 

Ella, que ahí ha estado… y no está – ¿estará? “Recuerdo cuando nos sentábamos en Trenchtown observando a los hipócritas” ¿Pero qué estoy diciendo? ¿En Trenchtown digo? ¿Hipócritas? ¡Pura basura! Eso es lo que es… pura… basura. “Good friends we have, oh good friends we lost – de aquí en adelante dejaré de poner comas, cursivas o cualquier otro signo de citación – along the way. Ah, aquellos buenos amigos. Y el amor. Hace mucho tiempo amé profundamente a una argentina… y todo terminó con la pérdida de un buen amigo. Él también la amó – tal vez más de lo debido… terminó desquiciado. ¿Y quién no termina desquiciado cuando se trata de mujeres? She´s going to break your heart in two, it´s true. La puta de Nico… puta… ¡todas putas! Before you start you are already beat. Beat-nick, Beat-les – que con otra s en el nombre, la historia de la música habría sido distinta, tal vez.

 

¿Dónde estaba? Voy y vengo, vengo y voy… vengo – con un pronombre reflexivo en primera persona del singular para los buscadores de esas cosas que siempre digo y que no siempre caen bien – y es difícil escribir con tanto en mente y tan pocos dedos para teclear el teclado, con tan poco tiempo y tan lineal para llevar una palabra después de la otra, y siempre en ese mismo orden. Habría que cambiar el tiempo al escribir. Escribir como realmente pensamos, o como pensamos que escribimos. En varias dimensiones… con los verbos todos juntos antes de los sujetos y los sujetos confundidos con los adverbios y en una mezcolanza toda revuelta y encimada que sorprendentemente tiene toda la coherencia y la lógica del universo propio. Pareciera que al escribir eso que se enmaraña dentro lo único que hiciéramos es ir jalando el hilito de ideas… lineal cuando sale de la cabeza, pero que no contempla los otros niveles, las encimaduras – sí encimaduras… Como el jazz – sí, tengo la manía de Cortazar de relacionarlo todo con el jazz, ojala tuviera también un poquito de su talento. Es como si tuviéramos toda una orquesta de Nueva Orleans tocando en nuestra cabeza. Cada idea es un instrumento, cada frase que sale de esa idea es un tema que va combinándose con toda la maraña de armonías que se mezclan y remezclan.

 

Waaaa, wuuu wu wuu wuuuu – para quien no sepa que es lo que está pasando en mi entorno les cuento que Jim Morrison está fingiendo que es una guitarra eléctrica. Yo he fingido que escribo, y a veces he fingido hasta que vivo. Pero generalmente me siento como una piltrafa cada vez más dislocada de todas sus partes. Y eso justamente es lo que he tratado de hacer en este escrito. Una gran dislocación. Una gran putería… quisiera prescindir de los signos de puntuación – ¡Wow, qué original!- y confundirme con todas las dimensiones que me acosan y que no logro visualizar en su totalidad. Solo visualizo el fracaso de hoy… y la mierda.

 

Pero no hay que ser tan dramáticos, la lluvia ha parado – que en todo caso eso no es muy satisfactorio. If it wasn´t for bad luck, I wouldn´t have no luck at all. A veces pareciera que el destino se empeña con ironizar mi camino, y ahí es cuando uno tiene que aprender a reír. Reír con todas las ganas, con todo el cuerpo, con toda el alma… reír hasta estallar. Eso es lo que busco… el estallido. Pero, ¿cómo lograr ese efecto en un escrito? ¿Usando onomatopeyas? ¿Boing? ¿Boom? ¿Tschak? ¿Palabras altisonantes? ¿Letras al azar intentando la plasticidad? Y el momento que no cedió…

 

¿Habría dicho que sí? ¿Habría dicho que no? Pero no todo es tan oscuro… sólo que en este momento no logro ver bien la claridad. Y en este instante surge la pregunta: ¿Cómo terminar una mierda como ésta? Ya en alguna ocasión hablé de la orina y algunas de sus vertientes y formas… en este espacio no pienso hacer lo mismo con su coetáneo. Solamente apuntar la cuestión de la finalidad de la cagada… y no hablo de la finalidad como su telos, sino como su terminación temporal, su conclusión. ¿Cuándo sabe alguien que ya terminó de cagar? Digo, no hay un verdadero aviso, algo así como el pedo final que concluya la sinfonía de porcelana. No. Tampoco es como la orina que uno sabe que acabó porque ya no sale nada, ya que cuando uno caga, a veces uno puja y sin advertir sale un trozo más. O a veces uno sabe que todavía hay un gran mojón escurriendo por los intestinos, pero se está conciente que por más que uno puje ese ente simplemente no saldrá, así por sus pelotas. Entonces, ¿cómo sabe uno que ya termino de cagar? Mi conclusión es la siguiente – y aprovecho para concluir de igual manera toda esta sarta de pendjadas. Uno termina de cagar, generalmente – y a lo que se le llama una buena cagada y no una cagada interrumpida por x o y razones, o una cagada diarreica interminable que se tiene que detener porque el orto ya no aguanta de dolor – cuando queda satisfecho. Cuando los ojitos ya no le lloran y las rodillas ya no tiemblan. No importa que todavía haya más por expulsar, pues uno sabe perfectamente que eso puede esperar un rato más. Se termina una buena cagada cuando uno puja tantito, ve que ya no hay nada inmediato, y ya se siente bien. En este caso admito que todavía hay un enorme mojón de ideas y delirios que sé que no saldrán por más pujidos que dé, así que, como ya no me lloran los ojitos, ni me tiemblan las rodillas lo tomo como señas de que fue una buena cagada y termino con un pedo que dice: No pude… pero tal vez mañana lo haga.

 

Gazmogno

una burbuja de cristal

Cuando uno por fin logra encontrar la puerta que accede a la muralla, queda sorprendido de aquello que puede ver en su interior. No es algo que resulte fácil, pues las puertas que dan paso al interior, aparentan ser parte del muro o son demasiado estrechas; en otras ocasiones, las puertas son visibles fácilmente, pero las cerraduras son tantas y tan complejas que imposibilitan el paso, sucede algo similar con aquellas que son de igual grosor que el muro, donde las puertas simplemente son inamovibles; de desconozco la forma de acceder al interior, pareciera no tenerla.
Sé que las murallas no tienen una gran extensión respecto al sitio que rodean, realmente es pequeño el lugar que se encuentra adentro, pues las grandes paredes reducen el espacio. Aun así, lo que uno encuentra al poder mirar aquello que se encuentra detrás de esta pared, no deja de sorprender. No me refiero a que sea más bello o no, simplemente en muchas ocasiones, es diferente. Muchas puesta he abierto, pero realmente son pocas en las cuales la sorpresa ha hecho que formen algo más que un simple conocimiento de su existencia.
Recuerdo en una ocasión que me permitieran el acceso a una de ellas y estar mirando palabras -no puedo decir que todas las comprendía, pues no fue así-, la mayor parte eran extrañas, su forma era diferente y carecían de sentido, pero solamente era mi percepción al no encontrarle una estructura lógica, se movían mucho y tarde en notar que seguían un patrón armónico, poco a poco me fui acostumbrando a ello hasta poder comprender la mayoría. Ahora todo aquello que vi al abrirse la puerta, forma parte de mí, y de algún modo han hecho que quien yo era haya cambiado.
Hubo una vez que me encontré un muro el cual llamo mi atención, más de lo común, era un muro muy bello, el cual cambiaba de forma en su exterior. Los colores y las formas que aparecían me fascinaron, pase días viéndolo, hasta la fecha lo recuerdo con el mismo encanto de la primera vez pero, aun no logro encontrar un patrón claro en él, por lo mismo la puerta no era tan visible. Un día se abrió la puerta, curiosamente me asomé y pude ver una pluma que volaba de un lado a otro. Del mismo modo que al mirar las palabras permanecí ahí, inmóvil; no fuera a ser que algún movimiento mío provocara algo distinto y perdiera el patrón que daría sentido a lo observado. Ha sido de esta manera que algunas veces he ido abriendo puertas y otras tantas se han abierto, como si algo me quisieran mostrar. Ha habido puertas que he abierto más de una y de las cuales no dejo de sentir admiración cada vez que las abro, pues cada vez que miro al interior de la muralla veo algo distinto.
Estando dentro de una muralla, a la cual pertenezco, me encontré observé que estaba vacía, o eso creo pues la oscuridad que había en ella –una oscuridad absoluta- no me permitió percatarme de nada, así como tampoco pude sentir nada. Al salir de allí y después de un tiempo, intenté volver entrar pero, la puerta, pesada y difícil de mover no lo permitía –era como si el acceso estuviese negado a cualquiera. Por fin pude moverla, entré y al observar en su interior, solamente estaba en el centro una burbuja de cristal.

La encrucijada de Alejandro Rossi

El distraído se pasea por el mundo y,

de vez en cuando, susurra unas palabras.

Amigo minucioso de las letras, testigo pertinaz del adjetivo, certero flechador de frases elocuentes, cazador infatigable de la página perfecta, escritor afortunado, crítico sonriente, refinado pensador, lector ávido de Borges y admirador del maestro Mairena, Alejandro Rossi fue -cabe creerlo- el creador definitivo de un nuevo modo de ensayar: el amor al detalle.

Poseedor de un tino verbal inigualable y un elegante oído afecto a la belleza del ritmo narrativo, Alejandro Rossi creó una obra caracterizada por la justa medida de las proporciones. No se encuentra en él la frase exagerada que arranca el aliento. No se encuentra en su prosa el fluido repiqueteante de las frases que, caóticas, van clavando en la bruma al lector. No hay en su obra exceso o carencia de pausas: su prosa es como una plática serena que disfruta los silencios mientras, al vapor del café, se mira simplemente la presencia del interlocutor. Por ello es el maestro perfecto en el uso de la coma. Su obra, medida de proporciones, nos asombra porque está bien escrita, porque, quizá por primera vez, nos encontramos ante algo que no tenemos que leer de prisa, que podemos leer al paso. Lo importante es la cadencia de los pasos, los detalles de la andanza, lo que de pronto se puede decir.

Al decir sólo se trata de hablar al caminante, de dejar que cada paso fructifique -ora atrás, ora adelante -, de que se diga bien lo que se diga -sea liviano, sea importante-. Quizá por ello Alejandro Rossi buscó la proporción en su formación filosófica: si era necesario hablar de las cosas como son, apresar los detalles de las cosas, había que estudiar fenomenología y ser discípulo de Heidegger; si era necesario hablar con la propiedad de un buen razonamiento, apresar los detalles del pensar, había que estudiar filosofía analítica e ir a Oxford. Lo importante era hablar bien; pues si en filosofía no se busca esto, el discurso es mero barullo insoportable. Sin embargo, una buena vida no se hace de barullos. La buena vida se hace junto al bien hablar, pues así lo dicta su finalidad: el diálogo.

Algo ha de haber, quizás, en el diálogo de los filósofos que lo hace pesado, excesivamente erudito, demasiado confiado a sus verdades, desproporcionado. Algo ha de haber, también, en los filósofos dialogando que los pueda moderar. Ese algo, en su caso, fue despertado por la amistad de un poeta, quien lo invitó a hablar de lo que sabía, pero no siguiendo los cánones de su profesión, sino bajo los cánones del bien hablar. Era un paso natural, Alejandro Rossi estaba destinado a darlo, era la siguiente proporción, el siguiente cruce de caminos; por eso el poeta fue una coincidencia afortunada. Ya en la literatura, “diálogo de todos que pulveriza, que disuelve la extranjería”, se supo un clásico contemporáneo y como tal escribió.

Rossi escribió para hablar bien, no hay más. Hablando bien educó a sus estudiantes en la Facultad de Filosofía y a sus lectores en Plural y Vuelta; a los primeros para atender a los detalles en clase, a los segundos para atenderlos en el texto. Hablando bien transfugó los límites del género y creó una obra –Manual del distraído– inclasificable: a veces ensayo, a veces relato, a veces íntima reflexión; una obra que no por única es extraña, sino que por estar bien hecha es única. Hablando bien escribió la imaginación de su propia vida –Edén: vida imaginada– para proporcionar la vivida, para que la literatura haga realidad los detalles de lo vivido, para que lo bien hablado nos haga ser más reales. Bien haríamos en hablar bien. Bien haríamos en leer bien. Bien harían, también, los filósofos que se creen literatos y los literatos que se creen filósofos en leer la obra de Alejandro Rossi, pues -alejados ya de pretensiones cósmicas- ganarían, al menos, un poco de moderación; moderación necesaria para la buena vida; moderación que buena falta hace a nuestros tiempos y colegas.

Námaste Heptákis

Coletilla. El compromiso de Alejandro Rossi con la Universidad fue noble. Hace diez años se opuso al secuestro que el CGH impuso a la UNAM. Por su actitud, por su palabra y por su obra durante ese conflicto recibió denuestos ignominiosos que atentaron hasta con su integridad física. Por su convicción, por ese justo compromiso de no hablar sin seriedad, decidió no apoyar hace unos meses las protestas del Observatorio Filosófico; acto seguido: nuevamente lo embistieron las injurias. Él siguió siendo ejemplo de convicción y honestidad; esa era su enseñanza como universitario.