El distraído se pasea por el mundo y,
de vez en cuando, susurra unas palabras.
Amigo minucioso de las letras, testigo pertinaz del adjetivo, certero flechador de frases elocuentes, cazador infatigable de la página perfecta, escritor afortunado, crítico sonriente, refinado pensador, lector ávido de Borges y admirador del maestro Mairena, Alejandro Rossi fue -cabe creerlo- el creador definitivo de un nuevo modo de ensayar: el amor al detalle.
Poseedor de un tino verbal inigualable y un elegante oído afecto a la belleza del ritmo narrativo, Alejandro Rossi creó una obra caracterizada por la justa medida de las proporciones. No se encuentra en él la frase exagerada que arranca el aliento. No se encuentra en su prosa el fluido repiqueteante de las frases que, caóticas, van clavando en la bruma al lector. No hay en su obra exceso o carencia de pausas: su prosa es como una plática serena que disfruta los silencios mientras, al vapor del café, se mira simplemente la presencia del interlocutor. Por ello es el maestro perfecto en el uso de la coma. Su obra, medida de proporciones, nos asombra porque está bien escrita, porque, quizá por primera vez, nos encontramos ante algo que no tenemos que leer de prisa, que podemos leer al paso. Lo importante es la cadencia de los pasos, los detalles de la andanza, lo que de pronto se puede decir.
Al decir sólo se trata de hablar al caminante, de dejar que cada paso fructifique -ora atrás, ora adelante -, de que se diga bien lo que se diga -sea liviano, sea importante-. Quizá por ello Alejandro Rossi buscó la proporción en su formación filosófica: si era necesario hablar de las cosas como son, apresar los detalles de las cosas, había que estudiar fenomenología y ser discípulo de Heidegger; si era necesario hablar con la propiedad de un buen razonamiento, apresar los detalles del pensar, había que estudiar filosofía analítica e ir a Oxford. Lo importante era hablar bien; pues si en filosofía no se busca esto, el discurso es mero barullo insoportable. Sin embargo, una buena vida no se hace de barullos. La buena vida se hace junto al bien hablar, pues así lo dicta su finalidad: el diálogo.
Algo ha de haber, quizás, en el diálogo de los filósofos que lo hace pesado, excesivamente erudito, demasiado confiado a sus verdades, desproporcionado. Algo ha de haber, también, en los filósofos dialogando que los pueda moderar. Ese algo, en su caso, fue despertado por la amistad de un poeta, quien lo invitó a hablar de lo que sabía, pero no siguiendo los cánones de su profesión, sino bajo los cánones del bien hablar. Era un paso natural, Alejandro Rossi estaba destinado a darlo, era la siguiente proporción, el siguiente cruce de caminos; por eso el poeta fue una coincidencia afortunada. Ya en la literatura, “diálogo de todos que pulveriza, que disuelve la extranjería”, se supo un clásico contemporáneo y como tal escribió.
Rossi escribió para hablar bien, no hay más. Hablando bien educó a sus estudiantes en la Facultad de Filosofía y a sus lectores en Plural y Vuelta; a los primeros para atender a los detalles en clase, a los segundos para atenderlos en el texto. Hablando bien transfugó los límites del género y creó una obra –Manual del distraído– inclasificable: a veces ensayo, a veces relato, a veces íntima reflexión; una obra que no por única es extraña, sino que por estar bien hecha es única. Hablando bien escribió la imaginación de su propia vida –Edén: vida imaginada– para proporcionar la vivida, para que la literatura haga realidad los detalles de lo vivido, para que lo bien hablado nos haga ser más reales. Bien haríamos en hablar bien. Bien haríamos en leer bien. Bien harían, también, los filósofos que se creen literatos y los literatos que se creen filósofos en leer la obra de Alejandro Rossi, pues -alejados ya de pretensiones cósmicas- ganarían, al menos, un poco de moderación; moderación necesaria para la buena vida; moderación que buena falta hace a nuestros tiempos y colegas.
Námaste Heptákis
Coletilla. El compromiso de Alejandro Rossi con la Universidad fue noble. Hace diez años se opuso al secuestro que el CGH impuso a la UNAM. Por su actitud, por su palabra y por su obra durante ese conflicto recibió denuestos ignominiosos que atentaron hasta con su integridad física. Por su convicción, por ese justo compromiso de no hablar sin seriedad, decidió no apoyar hace unos meses las protestas del Observatorio Filosófico; acto seguido: nuevamente lo embistieron las injurias. Él siguió siendo ejemplo de convicción y honestidad; esa era su enseñanza como universitario.