[En defensa de los sonetos]

            Y bien, ¿para qué seguir leyendo y escribiendo sonetos? Sin ánimos de ofender… no son precisamente la forma poética más novedosa. ¡Andan ya por los cinco siglos de edad! Y es perfectamente comprensible esperar algo de anquilosamiento, de olor a viejo. Es comprensible esperar que ya después de tanto tiempo, no tengan mucho nuevo que decir. ¿Quién podría condenar ese recelo? Tal vez, lo más saludable sea desecharlos, como la ropa que ya no nos queda (o que todavía nos queda pero que ya pasó de moda), y seguir adelante, con los ojos siempre puestos en lo nuevo.

            Alto. No hay que precipitarse. Se merecen un juicio justo, así de leales nos han sido. Antes de preguntarnos si están vigentes o si por fin caducaron, hay que preguntarnos si su naturaleza es propensa de vigencia y de caducidad. Si aquella forma de ser de los hombres que en algún momento de la historia necesitó de la existencia de sonetos – y manifestó esa necesidad escribiéndolos – ya pasó, y hoy los hombres son algo distinto. Es decir: los sonetos no existen sin los hombres, y no pueden caducar al margen de ellos.

            A la usanza de Tomás de Aquino, voy a empezar exponiendo los que son o parecen ser los principales argumentos en contra de la vigencia de los sonetos. Y los conozco, lo confieso, porque ya he dudado yo mismo en este respecto, aunque no dude ya. Afortunadamente no es largo ni difícil: todos los argumentos que se pueden formular, giran en torno a dos nociones principales, que hay que tratar de esclarecer porque adoptan dimensiones distintas en el ámbito del arte. Son: la originalidad y la libertad. Es decir: el soneto no sirve porque no es original, y el soneto no sirve porque restringe la libertad del artista creador. Ambos argumentos parecen muy sensatos. En algún sentido, sólo el primer soneto fue original, y todos los demás fueron la copia de un sistema. Menos aún: copia de un molde. Y restringen la libertad, claro, cuando el poeta piensa que lo que siente, los endecasílabos del soneto son incapaces de decirlo. A cualquiera que haya guardado alguna cercanía con escritores jóvenes, le van a resultar familiares estos argumentos, junto con la actitud rebelde e irreverente de condenar todo lo que suene a tradición, todo lo que no sea pura novedad, pura invención, libre y sin compromiso. 
            Lo más valioso es preguntar. Preguntarse. ¿De dónde viene el prejuicio – porque es prejuicio en la mayoría de los casos – de que el arte es valioso por ser original, y de que la libertad absoluta es condición necesaria para su creación? Al tratar de ver nuestro reflejo en nuestras obras, ¿somos nosotros mismos mudables y perecederos?

            El conflicto oscila entre dos maneras de entender lo que las artes son y, por ende, entre dos maneras de entender lo que el hombre es. Una de estas maneras valora al arte como un movimiento constante e inacabable de invención. Construcción de imágenes que valen por el asombro momentáneo que provocan, y que pierden todos sus poderes después de habernos maravillado la primera vez. El genio artístico es, entonces, la capacidad de crear objetos bellos nunca vistos. Belleza es novedad, y el arte es infinito.

            La segunda manera valora al arte como el descubrimiento de la verdadera naturaleza de las cosas. Construcción de imágenes que valen por su verdad, por la fidelidad con la que representan la manera en que las cosas profundamente son. El genio artístico es, entonces, alguna intuición que le permite al artista descubrir los elementos esenciales del hombre y del mundo, y tener a la mano los mejores medios para representarlos. Belleza es verdad, y el arte es finito, como son finitos el hombre y el mundo. Vastos, vastísimos, pero finitos.

            Cada una de estas maneras de entender lo que son las artes conlleva, como dije antes, una manera de entender lo que son los hombres. En esto no voy a abundar, no puedo. Puedo, al menos, señalar que cada una se caracteriza por una especie distinta de movimiento, y que se excluyen mutuamente. La primera forma tiende a un movimiento incesante, que no reconoce altas y bajas, ni persigue fin alguno: su único fin es seguir moviéndose, sin retroceder ni detenerse. La segunda forma tiende al crecimiento, cree en la grandeza y la bajeza de los hombres. El buen arte vuelve mejores a nuestras almas, así como el mal arte las corrompe.

            Bien puede ser que la invención de los sonetos haya sido el descubrimiento inspirado de una consonancia profunda con la naturaleza de los hombres y del mundo. Son un momento afortunado de armonía, de proporción. En una palabra, de belleza. Y bien, se han mantenido intactos porque guardan en sus proporciones algún poder oculto, alguna correspondencia predestinada, capaz de abrir la puerta de los encantamientos.

            Pues bien, todas estas cosas pueden ser. Ahora, para no ser como el pastelero que nomás lleva diapositivas a la muestra gastronómica, les dejo cuatro bonitos sonetos de cuatro bonitos sonetistas, de dos bonitos idiomas y de dos bonitas épocas.

 

De William Shakespeare, cerca de 1597.
Soneto XXIV 

 

Mine eye hath played the painter and hath steeled

Thy beauty’s form in table of my heart;

My body is the frame wherein ‘tis held,

And perspective it is best painter’s art.

 

For through the painter must you see his skill

To where your true image pictured lies,

Which in my bosom’s shop is hanging still,

That hath his window glazed with thine eyes.

 

Now see what good turns eyes for eyes have done:

Mine eyes have drawn thy shape, and thine for me

Are windows to my breast, wherethrough the sun

Delights to peep, to gaze therein on thee.

 

            Yet eyes this cunning want to grace their art;

            They draw but what they see, know not the heart.

 


De T.S. Elliot, en 1909

On a portrait

 
Among a crowd of tenuous dreams, unknown

To us of restless brain and weary feet,

Forever hurrying, up and down the street,

She stands at evening in the room alone.

 
Not like a tranquil goddess carved of stone

But evanescent, as if one should meet

A pensive lamia in some wood-retreat,

An immaterial fancy of one’s own.

 
No mediations glad or ominous

Disturb her lips, or move the slender hands;

Her dark eyes keep their secrets hid from us,

Before the circle of our thoughts she stands.

 
The parrot on his bar, a silent spy,

Regards her with a patient curious eye.

 

De Francisco de Quevedo, cerca de 1620.
[Compara el discurso de su amor con el de un arroyo]

 
Torcido, desigual, blando y sonoro,

te resbalas secreto entre las flores,

hurtando la corriente a los calores,

cano en la espuma y rubio con el oro.

 
En cristales dispensas tu tesoro,

líquido plectro a rústicos amores;

y templando por cuerdas ruiseñores,

te ríes de crecer con lo que lloro.

 
De vidrio, en las lisonjas, divertido,

gozoso vas al monte; y, despeñado,

espumoso encaneces con gemido.

 
No de otro modo el corazón cuitado,

A la prisión, al llanto se ha venido

Alegre, inadvertido y confiado.

 


De Octavio Paz, en 1937.

[fragmento de Sonetos] tomado de Bajo tu clara sombra 
IV
 

Bajo del cielo fiel Junio corría

arrastrando en sus aguas dulces fechas,

ardientes horas en la luz deshechas,

frutos y labios que mi sed asía.
Sobre mi juventud Junio corría:

golpeaban mi ser sus aguas flechas,

despeñadas y obscuras en las brechas

que su avidez en ráfagas abría.

 
Ay, presuroso Junio nunca mío,

invisible entre puros resplandores,

mortales horas en terribles goces,

 
¡cómo alzabas mi ser, crecido río,

en júbilos sin voz, mudos clamores,

viva espada de luz entre dos voces!