Recuperar la palabra

Para nadie

No os preocupéis del mañana,

que el mañana se preocupará de sí mismo.

Cada día tiene ya bastante con su propio mal.

 

La soledad y la fiesta parecen ser los extremos de la vida social. De un lado, la desconfianza extrema en el hombre banaliza la diaria convivencia y relega la disposición comunitaria a una breve suspensión del caer de los días; de otro, la extrema confianza en el hombre pulveriza los tratos cotidianos y confina al desamparo los pasos que afianzan la travesía de la vida. Qué tan confiados seamos y cómo se viva la fidelidad parece el fondo del asunto; como si la vida fuese cuestión de créditos y mercados.

En el mercado platicaba Sócrates, hilando sus días con las palabras, tanto de los sabios del pasado, como de los hombres de su tiempo -amigos, conocidos, advenedizos y personajes de gran fama-; la conversación socrática era totalmente provinciana: hablaba de lo suyo, entre los suyos y con su modo vernáculo de expresión. Mi deslustrada memoria sólo ubica un pasaje, más allá del agradable chascarrillo aristofánico, en que Sócrates se encuentra cerca de los extremos de la vida social: al inicio del Simposio medita en la soledad antes de acudir a la fiesta, mas la peculiar fiesta que ahí se narra deja a un lado el vino y da lugar a la palabra; fuera de eso, parece, la vida de Sócrates no pasó más que de hablar. Los maestros medievales, por su parte, llevaron la vida hablando con los discípulos y compañeros del monacato, hablando de su fe a los hermanos de la fe; habiendo voto de silencio, llevaron su vida hablando a Dios. Los maestros medievales no podían dejar de hablar, así dispusieron su vida, así urdieron sus días. Los primeros modernos estaban al pendiente de los discursos del momento: los escuchaban, pedían la palabra y se integraban a la plática. Descartes y Leibniz son buenos ejemplos de hombres entregados al cultivo de la vida en el huerto epistolar. Los primeros modernos forjaron una provincia internacional de la palabra. Nuestros tiempos, en cambio, parecen deshabituados a la plática, más asiduos a los extremos, globalizados y cosmopolitas pero aversos hacia las provincias de la palabra; de otro modo, no hallo manera de explicar el gélido silencio en que los actuales hombres de letras han confinado a Caritas in veritate, la más reciente encíclica de Benedicto XVI.

No creo, en verdad, que la indiferencia al nuevo mensaje papal se deba a una actitud anticlerical, pues muchos de esos hombres de letras permanecen en constante acecho del mínimo desliz expresivo del obispo de Roma. Tampoco creo que se deba a una, presumida cuanto denunciada, tendencia al cientificismo predominante en el ámbito intelectual; pues la mayoría de ellos se jacta de superar dicha tendencia y hablar desde la libertad de sus palabras. Mucho menos creo que la indiferencia se origine en la radical heterogeneidad de los temas y preocupaciones del Papa y los intelectuales, pues gran cantidad de los últimos ha hecho su prestigio en el mundo de las letras, o su carrera en el mundículo académico, tratando los mismos temas que en la encíclica preocupan al sucesor de Pedro. No se haría mal en preguntar cuándo tendremos el gentil e iluminador comentario a la encíclica de todos aquellos que se fingen preocupados por la actual crisis económica, o por la naturaleza del sistema capitalista, o por las estructuras “metafísicas” detrás de nuestros modos técnicos de producción, o por las consecuencias éticas del desarrollo tecnológico, o por el aborto y la ingeniería genética, o por la vida política en general -incluida la felicidad (término que sólo aparece en dos ocasiones a lo largo de la encíclica, y sólo en una de ellas como elemento de la salvación, y por ello en ninguna como fin en sí mismo)-. La indiferencia se debe a otra causa, causa que avizora la carta misma: nos hemos confundido sobre lo que realmente vale la pena.

Benedicto XVI compone la encíclica teniendo enfrente la crisis económica mundial. Desde el inicio deja claro que el temor y la confusión derivados de los fenómenos adyacentes a la crisis del sistema financiero mundial han permitido ver los errores del progreso de los últimos cincuenta años, y al mismo tiempo advierte que la única manera de superar efectivamente la crisis es subsanando las carencias del desarrollo que ha formado nuestros días. O en otras palabras, pudiendo haber un número suficientemente vasto de causas de la actual crisis económica, Benedicto XVI afirma que hay una fundamental: el progreso ha sido incompleto. O dicho llanamente: un progreso incompleto no es progreso real. Desde ese planteamiento el Papa decide recordar a los lectores, mediante el comentario de la encíclica Populurum Progressio de su antecesor Pablo VI, la posición oficial de la Iglesia ante el desarrollo. En su interpretación, Benedicto XVI identifica a la fraternidad como el verdadero fin del desarrollo de los pueblos, pues sólo es posible que todos trabajen juntos en vistas al bien común cuando la guía rectora de la acción es la caridad -amor al prójimo-. Si el desarrollo es resultado de una actividad de amor, los hombres de los pueblos en desarrollo trabajarán juntos por el bien de sus hermanos, logrando así el desarrollo fraterno de la totalidad del hombre: económico, moral, político, cultural y espiritual. Reconoce, además, que si bien han cambiado las circunstancias que daban sentido a la Populorum Progressio, en el mundo globalizado las señales básicas de Pablo VI siguen teniendo sentido, pues es precisamente en el mundo global donde se ha de buscar que los hombres se encuentren más allá del trato comercial, que se encuentren en la caridad. Sin embargo, y este es el punto de mayor profundidad en la carta, la caridad sólo es posible si se funda en la verdad, verdad de razón y fe, si –finalmente- superamos el relativismo de nuestro tiempo: el nihilismo. Es aquí donde hay que relacionar Caritas in veritate con Deus caritas est y Spe salvi, las dos encíclicas anteriores del obispo de Roma. Por la relación se advierte que la única manera de superar el nihilismo es la esperanza, y la esperanza sólo tiene sentido en el amor de Dios. Para Benedicto XVI, por tanto, la crisis de nuestro tiempo, que en su expresión económica es una pequeña fístula, es la crisis de la fe. Carentes de fe vagamos asqueados por el mundo infinito sedientos de un consuelo pasajero. Si se ha de hacer algo ante la crisis, advierte el Papa, primero habrá que reconocer el problema; leer la reciente encíclica sería un buen primer paso.

Caritas in veritate es más que una indagación metafísica sobre el problema de nuestro tiempo, de hecho esa discusión sólo está al fondo. En esencia la nueva carta ofrece orientaciones básicas para la acción en estos tiempos de crisis. Si bien advierte que la única salida real de la crisis económica es el desarrollo pleno del hombre, no deja la advertencia en la vaguedad, sino que describe, aproximadamente en tres pasos, cómo se ha de lograr ese desarrollo pleno. En primer lugar se ha de promover el trabajo de los hombres en comunidad mediante el afianzamiento de los lazos fraternos que constituyen la sociedad civil. O dicho de otro modo: no hay bienestar económico sin justicia en la sociedad civil, no habrá salida de la crisis económica sin democracia. En segundo lugar, y a fin de garantizar el desarrollo de la sociedad civil, se ha de proteger al núcleo básico de todo grupo social: la familia; y protegiéndola se han de garantizar los derechos básicos de los hombres, pues es precisamente la familia la que garantiza el bienestar de sus miembros mediante el celoso cuidado de su dignidad. O dicho de otro modo: no habrá democracia sin tradiciones familiares, y las tradiciones siempre tienen su fundamento en la fe. Y en tercer lugar, se expone en la encíclica, si el hombre encuentra un sentido en su núcleo social más cercano y vivo, no degenerará en actitudes contrarias al bien humano, y por tanto obrará de acuerdo al bien, guiado por la caridad. O en otras palabras: si se quiere poner límites a los usos del desarrollo tecnológico, hay que educar bien a los usuarios de la tecnología; la mejor educación, se sugiere en la carta, es la de la fe. Así, propone Benedicto XVI, será real la superación de nuestra crisis.

Palabras de esperanza, sin duda. El Papa no desconfía que podamos salir de la crisis, que en nosotros esté la solución a nuestros problemas. Lo dice con claridad: “la idea de un mundo sin desarrollo expresa la desconfianza en el hombre y el dios”. Ese es su supuesto intocado. Creo que el progreso es su fe.

A primera vista el Papa no propone nada nuevo o nunca antes dicho por los hombres de letras mencionados antes; al contrario, sus coincidencias son mayores que sus divergencias. ¿Por qué, entonces, la indiferencia? Sospecho que se debe a que los hombres de letras están más ocupados en las soledades y las fiestas que en las pláticas provincianas; que el mundo globalizado les da más satisfacciones, distracciones y oportunidades para pasar el rato, que la plática con los suyos de los temas que supuestamente les interesan -si es que aún les interesa algo-; que hay más invitaciones -y presiones- para reunirse en fiestas que en lecturas; que, finalmente, prefieren la vocinglería parlotera de la juerga a la  musicalidad permeante del diálogo. Los hombres de letras que desprecian el diálogo con esta provocadora carta son signo de nuestro tiempo: así somos, nos estamos quedando sin palabras. Hemos decidido llevar nuestra vida hadados a una soledad inane en medio de nuestra extenuante fiesta infinita: síntesis de los opuestos, que no buena vida.

Námaste Heptákis

 

la maquina cibernética

En una maquina cibernética hallaron unas claves, unos códigos conjugados y metafixiados. Hablan de un humano que se hacía escuchar y nombrar Rockdrigo González, ahí refieren a una radiotransmisión transmitida por ondas hertzianas medio marcianas. A través de los airosos aires de la capital establo de mexicapan de las tuneishions llega a nosotros una muestra arqueo-etno-musico-tera-para-psicológica o apocalíptica visión de mediados de la penúltima década del siglo XX.

¡Ah qué carnal ese! Entre concreto desmoronado y varillas gruesas quedo su cuerpo la mañana del 19 de septiembre de 1985. Ese no fue su fin sino el principio de su vagar por las guitarras y cintas, por viniles y libros, por calles y compactos, por cines y tributos… en fin, sus desentonados falsetes y afinados berridos han marcado a más de uno, con sus letras y armonicazos han dado a la banda la sonoridad de su rol por esta vidaza.

Entre sus canciones se cuelan las historias de adolescentes matricidas alcohólicos (Gustavo), un asalto del terrorista de la línea tres traumatizado al llegar del campo y perder entre la multitud a su pareja (Metro Balderas), las descripciones de la mezquindad, bajeza e impunidad de la zoología social (Ratas), amores que pasan tan rápido como el aliento y como improvisación sentida (Rock en vivo).

En sus canciones viven hombres de versos y aguardiente que atraviesan el campo, los que recogen el fruto del mar desde el amanecer, los que reciben un salario y ven con tristeza que sus anhelos están medidos por él, los que anhelan la situación del explotado, y los que en sus crisis se sienten como perros en pleno arroyo vehicular. Sus palabras pasan de la urbe al campo, de la paranoia de la modernidad a la alegría poética rural, transcurre y fluye. Sus visiones del “rocanrol mexicano” (sic) dejan testimonio de una crítica de su ambiente bastante ácido. En tiempos donde el rocanrol era delito para el aparato de estado y traición ideológica para la izquierda organizada y semiclandestina, Rockdrigo le pinta huevos a las rígidas estructuras que sistematizan las verdades, ve en el rock la progresión de la música para crear puentes a las músicas populares concretas de cada espacio y tiempo, una balcón a los exteriores e interiores donde el ambiente marca las arrugas de la piel.

Una entrevista acompañada de rolas. Un viaje por un personaje y sus carburaciones mentales. Esta es una invitación a no solo oír y decir si agrada o no este musicucho, sino a atender una voz feroz y reflexiva.

Visiten http://www.rockdrigo.com.mx/ . Ahí se encuentra la grabación del programa “Dos hasta la media noche” de 1984, transmitida por Radiomexiquense XEGM.

OKTLI

Tesis sobre el cuento de Ricardo Piglia

Ricardo Piglia (1945, Adrogué, provincia de Buenos Aires) es un escritor. Escribirlo así, dice mucho si pensamos que pocas personas pueden jactarse de ello actualmente. No es un intelectual, no es un académico, no es novelista (aunque escriba novelas), no es un ensayista (aunque escriba ensayos). Un escritor es siempre un polemista y un sofista (en el riguroso sentido que la filosofía le da a ese término). Formado como historiador, ha dedicado su vida a la escritura, al trabajo del narrador, al trabajo de problematizar el juego político que implica narrar, juego plegado en la historia y la memoria. La literatura, tratada menos como mimesis y más como expresividad en el terreno estético, por otra parte, la literatura tratada menos como expresividad y más como mimesis de los síntomas de una sociedad enferma de modernidad articulan su obra. Los registros de la novela histórica, policíaca, el cuento breve o el relato y el ensayo sirven de géneros, de estructuras bien estudiadas y por ello llevadas al límite, a la radicalidad que franquea dichos límites, en ese sentido su trabajo es el de la frontera y la extranjería, si se quiere intertextual siguiendo un término de moda.  Su obra se acomoda, por ello, plácidamente en la academia, es decir, su literatura, tristemente, ha sido absorbida por los profesores de literatura comparada de las universidades más prestigiosas, y eso no es gratuito. Es fácil encontrar en sus relatos, en sus ficciones, tantos guiños a los pensadores consagrados que resultan materia fértil para coloquios y seminarios. Piglia es también el escritor conciente del mercado y la circulación de la ideas en el mundo de la industria cultural, de la libertad de elegir a lo Freedman. El arte de la polémica, siempre ambiguo, reaccionario, iluminador, es practicado por él tanto por su alter ego literario Emilio Renzi. Resumiendo, la obra de Piglia es la tensión siempre difícil entre la ficción y la historia, entre la ficción y el cómo narrarla, entre la ficción y la realidad, sea lo que sea ésta última. La iluminación profana, línea con la cierra el texto que les comparto a continuación, fue el sello de Benjamin, la jerga de Benjamin tan cargada de una semántica teológica obscurece el contenido utópico de toda filosofía, la ficción, la literatura, como la lee y produce Piglia, reconoce el sello benjaminiano para ubicarlo y clarificarlo en los límites de lo que aún es posible decir y escribir sobre dicha utopía, sea negativa o positiva; el adjetivo preciso (como fue en Borges) es una de las tantas marcas en su estilística que denotan el modo implacable en que una tradición permea (sea ésta sobretodo Macedonio Fernández, Borges, Artl, Kafka y Joyce).

A continuación les comparto uno de sus escritos más polémicos. Se trata de las “Tesis sobre el cuento” publicadas en Formas breves (Anagrama, 2000). Las tesis circulan, del mismo modo, en internet, donde también se puede encontrar algunos pasajes de sus obras más representativas: Respiración Artificial (novela), Nombre falso (cuentos), Cuentos con dos caras (cuentos), La ciudad ausente (novela), El último lector (ensayo). Espero que podamos discutir sobre ellas.

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Tesis sobre el cuento

Ricardo Piglia

I

En uno de sus cuadernos de notas, Chejov registró esta anécdota: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida». La forma clásica del cuento está condensada en el núcleo de ese relato futuro y no escrito.

Contra lo previsible y convencional (jugar-perder-suicidarse), la intriga se plantea como una paradoja. La anécdota tiende a desvincular la historia del juego y la historia del suicidio. Esa escisión es clave para definir el carácter doble de la forma del cuento.

Primera tesis: un cuento siempre cuenta dos historias.

II

El cuento clásico (Poe, Quiroga) narra en primer plano la historia 1 (el relato del juego) y construye en secreto la historia 2 (el relato del suicidio). El arte del cuentista consiste en saber cifrar la historia 2 en los intersticios de la historia 1. Un relato visible esconde un relato secreto, narrado de un modo elíptico y fragmentario.

El efecto de sorpresa se produce cuando el final de la historia secreta aparece en la superficie.

III

Cada una de las dos historias se cuenta de un modo distinto. Trabajar con dos historias quiere decir trabajar con dos sistemas diferentes de causalidad. Los mismos acontecimientos entran simultáneamente en dos lógicas narrativas antagónicas. Los elementos esenciales del cuento tienen doble función y son usados de manera distinta en cada una de las dos historias. Los puntos de cruce son el fundamento de la construcción.

IV

En «La muerte y la brújula», al comienzo del relato, un tendero se decide a publicar un libro. Ese libro está ahí porque es imprescindible en el armado de la historia secreta. ¿Cómo hacer para que un gángster como Red Scharlach esté al tanto de las complejas tradiciones judías y sea capaz de tenderle a Lönnrott una trampa mística y filosófica? El autor, Borges, le consigue ese libro para que se instruya. Al mismo tiempo utiliza la historia 1 para disimular esa función: el libro parece estar ahí por contigüidad con el asesinato de Yarmolinsky y responde a una casualidad irónica. «Uno de esos tenderos que han descubierto que cualquier hombre se resigna a comprar cualquier libro publicó una edición popular de la Historia de la secta de Hasidim.» Lo que es superfluo en una historia, es básico en la otra. El libro del tendero es un ejemplo (como el volumen de Las mil y una noches en «El Sur», como la cicatriz en «La forma de la espada») de la materia ambigua que hace funcionar la microscópica máquina narrativa de un cuento.

V

El cuento es un relato que encierra un relato secreto.

No se trata de un sentido oculto que dependa de la interpretación: el enigma no es otra cosa que una historia que se cuenta de un modo enigmático. La estrategia del relato está puesta al servicio de esa narración cifrada. ¿Cómo contar una historia mientras se está contando otra? Esa pregunta sintetiza los problemas técnicos del cuento.

Segunda tesis: la historia secreta es la clave de la forma del cuento.

VI

La versión moderna del cuento que viene de Chéjov, Katherine Mansfield, Sherwood Anderson, el Joyce de Dublineses, abandona el final sorpresivo y la estructura cerrada; trabaja la tensión entre las dos historias sin resolverla nunca. La historia secreta se cuenta de un modo cada vez más elusivo. El cuento clásico a lo Poe contaba una historia anunciando que había otra; el cuento moderno cuenta dos historias como si fueran una sola.

La teoría del iceberg de Hemingway es la primera síntesis de ese proceso de transformación: lo más importante nunca se cuenta. La historia secreta se construye con lo no dicho, con el sobreentendido y la alusión.

VII

«El gran río de los dos corazones», uno de los relatos fundamentales de Hemingway, cifra hasta tal punto la historia 2 (los efectos de la guerra en Nick Adams), que el cuento parece la descripción trivial de una excursión de pesca. Hemingway pone toda su pericia en la narración hermética de la historia secreta. Usa con tal maestría el arte de la elipsis que logra que se note la ausencia de otro relato.

¿Qué hubiera hecho Hemingway con la anécdota de Chejov? Narrar con detalles precisos la partida y el ambiente donde se desarrolla el juego, y la técnica que usa el jugador para apostar, y el tipo de bebida que toma. No decir nunca que ese hombre se va a suicidar, pero escribir el cuento como si el lector ya lo supiera.

VIII

Kafka cuenta con claridad y sencillez la historia secreta y narra sigilosamente la historia visible hasta convertirla en algo enigmático y oscuro. Esa inversión funda lo «kafkiano».

La historia del suicidio en la anécdota de Chejov sería narrada por Kafka en primer plano y con toda naturalidad. Lo terrible estaría centrado en la partida, narrada de un modo elíptico y amenazador.

IX

Para Borges, la historia 1 es un género y la historia 2 es siempre la misma. Para atenuar o disimular la monotonía de esta historia secreta, Borges recurre a las variantes narrativas que le ofrecen los géneros. Todos los cuentos de Borges están construidos con ese procedimiento.

La historia visible, el cuento, en la anécdota de Chejov, sería contada por Borges según los estereotipos (levemente parodiados) de una tradición o de un género. Una partida de taba entre gauchos perseguidos (digamos) en los fondos de un almacén, en la llanura entrerriana, contada por un viejo soldado de la caballería de Urquiza, amigo de Hilario Ascasubi. El relato del suicidio sería una historia construida con la duplicidad y la condensación de la vida de un hombre en una escena o acto único que define su destino.

X

La variante fundamental que introdujo Borges en la historia del cuento consistió en hacer de la construcción cifrada de la historia 2 el tema del relato. Borges narra las maniobras de alguien que construye perversamente una trama secreta con los materiales de una historia visible. En «La muerte y la brújula», la historia 2 es una construcción deliberada de Scharlach. Lo mismo ocurre con Azevedo Bandeira en «El muerto», con Nolam en «Tema del traidor y del héroe».

Borges (como Poe, como Kafka) sabía transformar en anécdota los problemas de la forma de narrar.

XI

El cuento se construye para hacer aparecer artificialmente algo que estaba oculto. Reproduce la búsqueda siempre renovada de una experiencia única que nos permita ver, bajo la superficie opaca de la vida, una verdad secreta. «La visión instantánea que nos hace descubrir lo desconocido, no en una lejana tierra incógnita, sino en el corazón mismo de lo inmediato», decía Rimbaud.

Esa iluminación profana se ha convertido en la forma del cuento.

Algo de Rapaces, algo de Nietzsche…

Entre rapaces

¡Qué rápido tragan las profundidades a quien quiere bajar aquí! -Pero tú, Zaratustra, ¿aún amas el abismo haces como el abeto?- Arraiga donde la misma roca estremeciéndose se asoma a las profundidades, vacila ante los abismos donde todo en derredor tiende a caer: entre la impaciencia de la agreste rocalla, del precipitado torrente, paciente aguanta, firme, callado, solitario… ¡Solitario! ¿Quién se arriesgaría a ser huésped aquí, a ser tu huésped?… Quizá una rapaz, que tal vez se cuelgue maliciosa del pelo del tenaz paciente, con loca carcajada, una carcajada de rapaz… ¿Para qué ser tan tenaz? -se mofa cruel- hay que tener alas cuando se ama el abismo… no hay que estar colgando como tú, ¡colgado! ¡Oh, Zaratustra, el más cruel Nemrod! ¡Hace poco todavía cazador de Dios, la red para toda virtud, la flecha del mal! Ahora… cazado por ti mismo tu propia presa, penetrado en ti mismo… Ahora… solitario contigo disolitario en tu propio saber, falso ante ti mismo entre mil espejos, inseguro entre mil recuerdos; cansado por cada herida, frío por cada helada, estrangulado con tus propias cuerdas, ¡conocedor de ti mismo! ¡Verdugo de ti mismo! ¿Por qué te ataste con la cuerda de tu sabiduría? ¿Por qué te sedujiste hasta el paraíso de la vieja serpiente? ¿Por qué te deslizaste en ti, en ti?… Ahora un enfermo que enfermó por veneno de serpientes ahora un prisionero que le tocó la suerte más dura: trabajando encogido en el propio pozo, encovado en ti mismo, enterrándote en ti mismo, inerte, rígido, un cadáver; abrumado por mil cargas, sobrecargado de ti, ¡un sapiente! ¡un conocedor de sí mismo! ¡el sabio Zaratustra!… Buscabas la carga más pesada: y te encontraste; no te desprendes de ti… Acechando, acurrucándote, ¡uno que ya no se tiene en pie! ¡Me vas cogiendo la forma de tu tumba, espíritu deforme!… ¡Y poco ha todavía tan orgulloso sobre todas las garrochas de tu orgullo! ¡Poco ha todavía el eremita sin Dios, el bieremita con el diablo, el príncipe escarlata de cualquier arrogancia!… Ahora… encorvado entre dos nadas, un signo de interrogación, un cansado enigma, un enigma para rapaces… ellas te “solucionaran”, hambre tienen de tu “solución”, revolotean en torno a ti, su enigma, en torno a ti, ¡ahorcado!… ¡Oh, Zaratustra! ¡Conocedor de ti mismo!… ¡Verdugo de ti mismo!… Friedrich Nietzsche

Espinoso es indagar las imágenes que se nos ofrecen en el poema en cuestión, sin embargo la curiosidad que despertó en mí la lectura de este es el estar del autor cerca del final y en él, las interrogantes que se comienzan a gestar en torno a su obra y su vida. Estando cerca del abismo, viendo cómo se es tragado por las profundidades, Nietzsche inicia el recorrido de lo que ha sido y lo que es, comenzando con una retrospectiva dolorosa y tenaz de aquello que se pretendía ser, buscar y alcanzar. Zaratustra bajando, amando un abismo, tendiendo fuertemente a las profundidades, hacia lo obscuro, alejándose, creyendo que al igual que el abeto, sus raíces vacilarían entre aquello que miraba a veces cerca, a veces lejos aferrándose a la altura que le permitiera ver como todo cae. La crítica de todo esto me sugiere analizar e interpretar la vida misma del filósofo que en busca de la tan sublime verdad, de la tan preciada existencia, sin embargo, analizar conceptos tan oscuros como estos se tornan aún más complicados si recordamos la importancia que tiene para Nietzsche. la búsqueda de estos, no en lo común, no en lo acordado, es decir, buscar en donde los demás ignoran, desprecian, realizar la búsqueda desde los cimientos. La mirada de los otros, que viven observando el arriba, la luz, dando vueltas en torno a lo “clásico”, hacia aquello que los ciega, aquello tan “evidente” que les impide ver abajo, lo profundo, el abismo bajo sus pies. Pero quizá, dado que Zaratustra. es el epítome de el hombre que cansado de la impaciencia que corroe a lo otros, es el único que posa su mirada en las sombras, aquel que no enloquece con los demás. Zaratustra. el que observa la caída de lo arbitrario, Zaratustra, en solitario. En esta visión, algún rapaz husmea alrededor de aquel que se precipita al abismo… Zaratustra. pende de la orilla, escucha las crueles mofas del rapaz que se regocija del colgado, aquel que mirando hacia abajo, alcanzado poco a poco por las sombras del abismo, siendo tragado y alcanzado por lo profundo, cazado por él mismo. Es entonces que al unísono, el personaje y el autor se preguntan en qué momento el peso de sí mismo fue tan grande para dejarse caer. Todo aquello que se buscaba, que se criticaba y despedazaba, ahora se convierte en el peso que los aniquila. Zaratustra. ya no es un observador desde las alturas, ya no es la fuerte inocencia,es inseguro, devorándose a sí mismo, es su propio verdugo, ¿qué fue? ¿Voluntad? ¿Inocencia? O acaso, ¿el gran espíritu libre se ha aceptado como impotente ante aquello que deseaba desenmarañar? El doloroso estar, el doloroso ser de Nietzsche. reflejado en su más grande obra, Zaratustra, es ¿un reclamo? O es ¿una visión necesaria? ¿Un destino? Es el peso doloroso de la propia búsqueda, aquí ya no hay rapaces, no hay abismos, ni rocas, ni abetos, Nietzsche. ya no cuestiona, ni critica, las miradas externas han cesado. Ambos, hablando consigo mismos, doliéndose de sí mismos. Al final del poema, no vemos un espíritu derrotado, pese a lo que se hubiera podido creer, aún existe un espíritu orgulloso mirando a los rapaces que, creyendo poder comer, saciarse y emprender el vuelo nuevamente, revolotean en torno a Zaratustra, su enigma, que se duele de ellos, sabiendo que por más que se acerquen a él, jamás podrán ser conocedores y verdugos de sí mismos, tal vez la visión anterior podamos atribuirla a la modernidad, ella y sus rapaces que se buscan en conceptos fabricados, que no dan una mirada a sí mismos. Lo más doloroso de esta visión es que los rapaces son aquellos en oídos y corazones en los cuales ni autor, ni obra viven. La modernidad rapaz que ya no muere por la carga que conlleva el conocimiento de sí mismo, que ya no puede, no quiere y no se preocupa por aniquilarse (y transformarse). No hay poder, no hay voluntad, ni siquiera un “nihilismo”. La visión de Zaratustra entre dos nadas, al morir nada, el presente que ve y el futuro que, es nuestro presente…nada.

etnatm

Necesito dinero…

“Ningún sirviente puede quedarse

con dos patrones: verá con malos

ojos al primero y querrá al otro, o

se apegará al primero y despreciará

al segundo. Ustedes no pueden

servir al mismo tiempo a Dios y al

dinero”

Lc. 16,13.

Entre aquellos objetos que representan y muestran mejor la riqueza que posee una persona, encontramos al dinero, pues la posesión del mismo implica la posibilidad de acceder a cuanto objeto se desea tener, ya sea éste un fino y decorado tapiz, o los alimentos con los cuales ha de subsistir su poseedor.

De la posibilidad que representa el dinero, podemos inferir que el deseo de poseerlo sea algo natural para todos aquellos hombres que viven en una comunidad, para todos es claro que tener dinero en el bolsillo siempre proporciona la efímera garantía de que una buena parte de los problemas cotidianos, que se presentan a quienes carecen del mismo, no aparezcan, porque aquel que posee dinero no tiene que preocuparse por buscar aquello con lo que se alimentará o se cobijará cuando lo necesite; de ahí que cuando se presenta la más mínima posibilidad de perder la fuente de dinero, entonces todos recuerden a dicha fuente y se  preocupen por defenderla.

Pensando en lo que acabo de decir, podemos comprender que, en una comunidad donde los bienes que se requieren para la subsistencia son obtenidos mediante el dinero, se hagan presentes personas precavidas y conscientes del carácter efímero de la fuente del mismo, es decir, de la facilidad con la cual tal fuente puede dejar de emanar sus tan necesarias aguas, estas personas son conocidas como ahorradores.

Los ahorradores guardan aquello que de momento no necesitan pensando y previendo que aquello que no necesitan hoy bien lo pueden necesitar mañana, de modo que conforme logran ver a futuro deciden qué hacer con aquello que de momento les sobra o más bien que de momento no tiene utilidad alguna. Así pues, un ahorrador se caracteriza por su capacidad para ver más allá de lo que está viviendo en el momento presente o de lo que ya ha vivido, al tiempo que es consciente de que aquello que prevé es algo incierto, es decir, no tiene ninguna garantía de que lo dicho por Casandra ante el caballo de Troya sea verdad.

Entre aquellos sujetos que se caracterizan como ahorradores podemos encontrar al menos dos modos de ser, descubrimos a quien prevé dándose cuenta del carácter efímero del dinero, pues ve que éste se va fácil; y a quien percatándose de la movilidad del mismo piensa en fijarlo y hacer de él algo  imperecedero, eterno, y por ende siempre presente.

Del segundo tipo de ahorrador aquí mencionado, es de quien me ocuparé por esta ocasión, es decir, de aquel que pretende estatizar lo que se caracteriza por ser móvil y lo hace porque presta atención a todo tipo de palabras, es decir, ve Casandras por todas partes y siente la necesidad de atenderlas a todas, buscando con ello que el fuego no alcance a la ciudad de Troya.

Cabe señalar que si me ocupo de este tipo de ahorrador, es porque en una primera instancia se presenta como un ser que atenta en contra de la naturaleza de lo que es móvil, pues pretende fijarlo para siempre y no sólo temporalmente, en cambio el primer ahorrador mencionado contiene el movimiento con la finalidad de que éste se presente más tarde, lo cual no atenta contra la naturaleza de lo móvil.

Aquí surge una pregunta que de entrada parece fácil de resolver, ¿cómo es que se estatiza al dinero si éste es únicamente una representación del poder que en realidad se posee?, ante tal interrogante podemos decir que una buena manera de estatizar al dinero, es guardándolo, es decir, es mantenerlo fijo en un lugar del cual sólo saldrá para pasar lista, para ver que no falta nada entre aquello que se pretende guardar, es decir, sólo sale de su cofre para ser contado.

Quien guarda el dinero por el temor de perderlo, quien ve señales de peligro cada vez que éste ha de ser separado de su dueño, es un ser que siente ansia por conservarlo junto a sí, al tiempo que siente la necesidad imperiosa de tener cada vez más, es decir, es un avaro. Pero, ¿qué es propiamente la avaricia?, ¿podemos nombrar a todo aquel que guarda dinero como codicioso?, estas interrogantes son las que conducen la reflexión de hoy día, veamos pues qué es la avaricia, la cual no sólo es considerada como un acto reprobable a los ojos de los demás, sino como un pecado capital, es decir, como un hábito que conduce al hombre a múltiples vicios.

Por lo que hasta ahora he dicho, tal pareciera que la avaricia es la mera necesidad de obtener y guardar la mayor cantidad de dinero, lo que implica la necesidad de tener cerca a la representación física de una posibilidad, la cual ha de estatizarse al grado de no actualizarse, o de hacerlo lo menos posible; me explico: si la función del dinero consiste en servir, en primera instancia, como medio de intercambio entre cosas que son necesarias o deseadas, éste al ser simplemente almacenado permanece como posibilidad, representa la posibilidad de tener algo, de modo que tal posibilidad sólo se actualiza al ser utilizado, es decir, al ser intercambiado y así cumplir con su función.

Así pues, resulta que la avaricia es la ansiosa acumulación de una posibilidad, lo que exige al avaro hacer cosas bastante nocivas para la comunidad, tales como robar o aceptar sobornos con tal de poder guardar más y más poder, poder que se guarda con el temor de que algún día haga falta, el avaro se siente tan inseguro respecto a lo que vendrá que no sólo se afecta a sí mismo al evitar gastar lo que tiene, sino que afecta al resto de la comunidad al obligar a la misma a padecer su ansia por tener más y más.

De modo que, podemos ver que el avaro, no es capaz de sentir amor por el prójimo, pues si se permite tal cosa deja de atender a la acumulación de riquezas que cree necesitar esperando la venida de peores tiempos; al no sentir amor por aquellos que buscan en él un hermano, se condena al aislamiento, pues el avaro se torna desconfiado al pensar que todos buscan quitarle lo poco o lo mucho que tiene, de modo que se torna imposible pensar en una comunidad conformada por seres avaros.

Por otra parte, pensando en que no todo aquel que guarda, en determinado momento, un excedente de dinero, se niega a usarlo cuando es necesario, podemos ver que no todo ahorrador es nocivo para la comunidad, pues una comunidad de despilfarradores también acaba por consumirse a sí misma, si no en la desconfianza sí al menos en lo referente a la administración de los limitados recursos con los que seguramente ésta cuenta, pues ningún lugar, por prospero que sea es capaz de soportar a una horda de despilfarradores, los cuales con tal de demostrar a la comunidad que son generosos acaban con la misma al terminar con lo que sea la base de su subsistencia.

De todo esto podemos concluir, que no todo aquel que administra sus recursos pensando en que estos pueden llegar a hacer falta son avaros, pues por causa de algunos buenos administradores la comunidad puede lograr vivir bien, en especial si estos actúan movidos por el amor hacia aquellos otros seres que confían en ellos la buena administración de los limitados.

Por otra parte, también podemos ver que la avaricia es un pecado capital, pues al igual que los otros pecados, conduce al avaro a dañar a la comunidad mediante actos extremadamente reprobables, pues mediante estos se introduce la desconfianza entre los miembros de la misma, al tiempo que aíslan al avaro del resto de los hombres porque no puede ni debe confiar en los demás debido a que estos de alguna u otra forma acaban siendo el infierno.

La palabra justa

                 El célebre y melancólico magnate Néstor Castellanos se remite a una vieja anécdota para explicar la creación del invento que lo volvió inconmensurablemente rico. O acaso para ilustrarla, para ejemplificarla con una imagen elocuente que bien puede ser otro invento. Todo me lo contó sin verme a los ojos, como quien confiesa un crimen horrible después de un largo y extenuante interrogatorio. Yo, anotando sus palabras, me sentí como ese interrogador. Sobre la mesa, junto a libros largo tiempo atrás cerrados, esqueletos de cigarros, sombras de papeles arrugados, descansaban dos sobres cafés, viejos y empolvados, parodias de la grandeza.

                 Al releer lo escrito durante la entrevista, me di cuenta de lo nebuloso de su relato, tan translúcido y austero de elementos. Ensayando una modesta reconstrucción de la anécdota, imagino a Néstor parado frente a alguien apremiante que espera de él una respuesta. Él no la tiene o no cree tenerla, y en ella le va la vida. El siguiente movimiento es el más enigmático: pasa de ignorar la respuesta a saberla, sin punto intermedio. Entonces puedo suponer la presencia de una ventana, por la cual vino la inspiración. O para un efecto visual más práctico, suponer que encontró sobre una mesa – que hay que añadir a la imagen – un sobre café. Lo abrió con manos temblorosas y encontró en su interior un papel con algunas palabras escritas. Justo las que había que decir. La eficacia de la imagen es muy dudosa, pero no tengo nada mejor.

                Embelesado con el milagro del que fue víctima, Néstor decidió implementarlo en su vida cotidiana. Dedicó varias noches a escribir innumerables frases de aquella elocuencia inspirada, destinadas a aparecer en medio de alguna conversación fortuita e iluminarla de súbito, como un fugaz relámpago de buen gusto y de sapiencia. Las puso en sobres cafés igualmente innumerables que llevó consigo a todas partes desde entonces.

                Poco tiempo pasó antes de que la fama de Néstor, otrora tan fantasmagórica, se difundiera a través de los círculos más exclusivos, como la de un hombre siempre provisto de la palabra justa. Se admiraba su buen tino, y se pedía respetuosamente su opinión en asuntos de política, arte, ciencia, historia, y cualquier otro tema del que hablar revelara buen tino. Se alababa su sagacidad, su educación, su don de gentes. En breve, el nombre de Néstor Castellanos se convirtió en sinónimo de grata y edificante compañía, y ningún evento social podía considerarse con alguna seriedad si Néstor no lo bendecía con su presencia.

                Todo cambió de rumbo una noche en que Néstor abría discretamente ya el sexto o séptimo sobre café de la velada, ante una audiencia embebida con sus palabras, en aquella ocasión sobre literatura indostánica o sobre ajedrez. En medio del sereno regocijo que seguía a cada una de sus breves intervenciones, un invitado murmuró algo acerca de que daría su fortuna a cambio de un don semejante. La idea no abandonó a Néstor en toda la noche, en la que ya no abrió más que otros tres o cuatro sobres antes de disculparse y abandonar apresuradamente el lugar.

                 Antes de que amaneciera, Néstor había concebido ya la manera de convertir el milagro fantasma en el negocio de su vida. Emprendió nuevamente la escritura de innúmeras frases, y su encierro en innúmeros sobres café. Los hizo por cientos, por miles. Comenzó su distribución discretamente, regalando algunas muestras a amigos y conocidos que probaron uno por uno la infalibilidad de aquellas frases iluminadas, descubriendo así en sus almas la necesidad innata de esos sobres cafés.

                Poco a poco empezó a diseminarse la semilla de la elocuencia. Esas brevísimas, geniales aserciones se escuchaban aquí y allá a través de los salones, como relámpagos iluminando esporádicamente el cielo en una noche de tormenta. El secreto se difundió, no sé cómo, y cada vez más personas llevaban uno o dos sobres cafés ocultos en sus abrigos, esperando el momento indicado para abrirse y dar a su portador la gloria. Fueron imprescindibles en un principio para intelectuales, anfitriones, diplomáticos de toda especie, pero luego se volvieron una necesidad primaria: ya nadie salía de casa sin al menos un sobre café para lo imprevisible.

                En un principio la apertura de los sobres se llevaba a cabo a escondidas, con un sutil juego de manos bajo la manga o detrás de la espalda. Una vez que su posesión fue generalizada, la apertura fue menos y menos discreta, hasta que llegó a convertirse en un espectáculo que debía hacerse de la manera más ostentosa posible. La generalización de los sobres cafés atizó muchas instancias del ánimo competitivo de sus portadores. Era competencia quién llevaba más sobres, quién abría el suyo más rápido y en los momentos más adecuados. Los eventos sociales se convirtieron poco a poco en extensas lecturas ininterrumpidas de sobres cafés, y no acababan hasta que se abriera el último. De ésta época se registran las conversaciones más elevadas y más costosas de la historia de la humanidad. Mientras tanto, Néstor veía su fortuna acrecentarse en un oscuro rincón de los salones, dedicado para siempre al silencio.

                Una vez que las conversaciones se trocaron en una orgía desenfrenada de sobres abriéndose al unísono, en un torbellino estridente de sabiduría que nadie escuchaba siquiera, se obró un movimiento opuesto. En medio del sapientísimo alborozo, las miradas confluyeron una a una en Néstor, callado y ensombrecido, y su silencio adquirió el mismo tono profético que antes tuvieran sus palabras. La impresión tuvo también el efecto de una semilla, que empezó a germinar poco a poco en los corazones de los hombres. Descubrieron paulatinamente el buen tino y buen gusto implícito en toda omisión. Previsiblemente, cedió el encanto de la sabiduría, y uno a uno todos se fueron callando, primero los antes más ávidos consumidores de sobres, hasta que los eventos sociales se tornaron en largas y esplendentes confluencias de silencios, en las que toda palabra era signo de poca refinación.

               De vez en cuando todavía encuentran algunos un sobre cerrado en el bolsillo de su abrigo y sonríen, recordando la vieja y superada moda de la elocuencia.

Beethoven

Toda mi vida he esperado por este momento. Con boleto en mano entro al Palacio de Bellas Artes. Mi emoción se mezcla con los murmullos de mortales que buscan y anhelan la liberación; y en esa búsqueda han dado en este lugar, a esta hora…igual que yo.

 

El protocolo no hace más que intensificar las expectativas, las ansias de gloria. Por fin entro a un pasillo que recorro lentamente, como si fuera el Purgatorio que me habrá de llevar al cielo, sin más prisa que la de mi espíritu que quisiera trascender el tiempo hasta el instante en el que serán rotas sus cadenas y se elevará libremente entre coros celestiales escritos hace ya mucho tiempo, e inmortalizados en una sinfonía coral.

 

Tomo mi asiento y contemplo el recinto como quien sabe que ha llegado a su destino y únicamente un pequeño paso lo separa de él. Así, frente a la puerta del paraíso observo cómo la sala comienza a llenarse y, poco a poco, entra la orquesta. Arriba, los murmullos producen sonidos amorfos que apáganse lentamente. Abajo, los instrumentos chillan y se quejan por la espera tan prolongada, por la afinación, por el deseo. Dos niveles caóticos que habrán de unirse en el momento preciso.

 

Este caos forma una escena en mi mente; escena que comienza, como todo, con tinieblas. Bruma espesa que se difumina ante una figura que aparece de repente. Con ella surgen sonidos acompasados que recuerdan fatiga; sonidos que se convierten en pasos, pasos que anuncian tragedia.

 

La figura se define y comienza a hacerse familiar: un hombre de edad, ligeramente encorvado, con cabellos canos y crecidos ocultándole el rostro, y las manos, una sobre otra, apoyadas con pesadumbre detrás de la espalda. La figura se acerca y  puede observarse su rostro que, aunque cubierto por sus cabellos canos, refleja tristeza; tristeza inefable que ningún poeta podría describir; tristeza convertida en orgullo; orgullo convertido en gloria.

 

El hombre es sordo, se nota por sus pasos tímidos y su tambaleo al caminar. ¿Qué miserable destino es el que ha convertido a este hombre en un símbolo digno de una tragedia griega? Sobre sus hombros lleva todas las dolencias del mundo, con ellos carga todas las penas de la humanidad; por eso su pequeña joroba. ¿Por qué es este hombre tan importante en mi vida? ¿Por qué su imagen, hecha ya símbolo, representa para mí la máxima expresión de la pasión, de la vida, del romanticismo?

 

La escena se esfuma de mi mente con la entrada del primer violín. El caos comienza a ordenarse con los aplausos. El protocolo comienza a hacerse fastidioso.

 

El director prorrumpe con una entrada triunfal que aplasta los últimos vestigios del caos. El protocolo concluye con la presentación del primer violín y los aplausos al director; los músicos se ponen en posición; la expectación crece.

 

Las puertas del paraíso comienzan a abrirse, la atmósfera se tiñe de eternidad y esos instantes de incertidumbre se alargan y desdoblan interminablemente liberando mi imaginación y mis recuerdos. Imágenes se agolpan en mi interior; imágenes contradictorias, ora de anhelo, ora de angustia.

 

De entre esas imágenes vuelve a surgir la misma figura del hombre encorvado con las manos detrás de la espalda; imagen misma de la melancolía. Pero… ¿quién es? Aunque la certeza es indudable no me atrevo a pronunciar el nombre. Sólo puedo pronunciar un adjetivo que se ha vuelto, junto con la figura, un símbolo en mi vida: artista… EL artista.

 

Este hombre es para mí, no sólo el romántico, sino el artista mismo por antonomasia; y un artista es aquél que se eleva de su condición mortal hacia las alturas de lo etéreo; que en un destello explosivo descubre los secretos del misterio, los rincones de lo eterno, las sensaciones de lo divino. Con el arte ennoblece la vida, crea vida, es él mismo vida. Siempre buscando la belleza, dándole forma al ideal. Pero en este andar hacia lo eterno se destruye como mortal, se aniquila como materia. ¿Por qué?… es una pregunta que me ha destrozado la cabeza por años, y la única respuesta que he logrado encontrar en mí es la de que el arte trasciende los límites humanos, trasciende la razón y en esa trascendencia la pasión se vuelve camino; eleva sus alas hacia el éter divino; se esparce por los infinitos aquelárricos del tiempo proclamando a grandes voces la destrucción del cuerpo, anhelando la eternidad toda. Por eso la tragedia; por eso la locura y la misantropía.

 

El artista necesita destrozar su razón para ver el infinito. Por eso la filosofía no llega, ni llegará nunca a nada más que a una cultura general del pensamiento, pero únicamente de eso, el pensamiento; porque es opaca, rectangular y limitada. Mientras el artista corre entre las llamas del infierno sabiendo que algún día se consumirá tornándose humo hasta alcanzar el éter, el filósofo observa esas llamas desde un escritorio intentando analizarlas, clasificarlas y definirlas.

 

Esa es la tragedia del artista, ese fue el destino de Beethoven.

 

Ante estas cavilaciones descubro que he logrado pronunciar su nombre: Ludwig van Beethoven. Este fue el nombre mismo de la tragedia, del dolor. Ludwig fue el mortal que vivió desesperadamente la fatalidad. El que siendo músico se vio impedido por el destino a no escuchar su propia música por su sordera; que entre las angustias elevó los ojos, consumidos por lágrimas, hacia el universo, intentando comprender su soledad, muriendo lentamente dentro de un cuerpo tosco y demacrado; un cuerpo inútil… y sordo. Van fue el romántico que luchó contra el destino y su sordera; que encaró al mundo y decidió despedazarse en nombre de la inmortalidad, cumpliendo así con la tragedia. Y Beethoven fue el espíritu salvaje que vagó por el infierno, atrapado en Ludwig, hasta lograr su liberación a través de la música y convertirse en un Dios al componer la…

 

Una nota aniquila mis fantasías, entra inmisericorde en mí colapsando mis sentidos, alargándose y llenando el recinto y los corazones de centenares de hombres que comprenden lo que está sucediendo. Es un oboe que surge del silencio dando comienzo al primer movimiento de la Novena Sinfonía.

 

Mi espíritu se tranquiliza y se deja conducir entre paisajes deformes que, poco a poco, están cobrando forma. Paisajes de una belleza indescriptible. Colores surgen de la bruma y cada nota da armonía al desorden. Cada nota propone un sabor, un color, un olor y la sensación de estar elevándose en el éter. El tiempo se torna inestable; se alarga y se acorta a capricho de la música; se subordina a ella mientras el espacio se vuelve irreal, acartonado. La realidad cambia; yo simplemente escucho.

 

El primer movimiento concluye; en el silencio quedan suspendidas las notas como instantes eternos. Mi mente escapa a la insoportable angustia que provoca este cese y se refugia de nuevo en preguntas y en sentimientos que no logran resolverse. ¿Por qué la tragedia? ¿Por qué la necesidad del sufrimiento para descubrir la belleza? ¿Acaso aquél es necesario para trascender a los mundos celestes? Cómo es posible que un hombre cuya vida toda ha sido tragedia logre sacar de sí algo de la belleza que acabo de escuchar.

 

Estas interrogantes se desvanecen cuando el segundo movimiento comienza. De naturaleza distinta al primero se escucha la ascensión de un espíritu hacia la gloria. Cada compás, cada silencio es una marcha hacia el Olimpo, un desafío a lo mortal, a lo perecedero. La voluntad del hombre asumiendo su carácter de Dios, y como tal, creando su propia obra en el éter mismo. Siempre dándole forma a la belleza.

 

Las puertas del paraíso cada vez están más abiertas, dando lugar a los destellos de aquella luz que sólo un espíritu celestial es capaz de transformar en música. No hay duda ya: el artista es el mensajero de los dioses… pero no, no Beethoven; este segundo movimiento me lo confirma, él no era un simple mensajero de los dioses, era algo más…

 

En estas divagaciones me encontró el final del segundo movimiento, y con él una imagen recurrente; imagen de un virtuoso que, siempre que pienso en Beethoven, aparece para disputarse el trono: Wolfgan Amadeus Mozart, el genio, el niño prodigio, el elegido por los dioses. Mozart sí fue un mensajero de los dioses; un canal que nos transmitió sus mensajes, pero… ¿Beehtoven?

 

Al formularme esta pregunta soy arrancado de mis profundidades por una de las piezas más bellas que he escuchado en toda mi vida. El tercer movimiento comienza con colores pastel, con sensaciones blandas, con belleza de olor a rosas que no llega a lo sublime, simplemente danza alrededor de lo bello.

 

Con cierta semejanza al primer movimiento es como un puente que liga la marcha triunfal del segundo movimiento con lo que ha de venir. Yo me limito a escuchar mientras mi corazón se hincha de belleza y el titánico conflicto de músicos se resuelve intuitivamente, aunque sin una certeza, inclinándose la balanza hacia Beethoven.

 

En el éxtasis etéreo de los espacios infinitos que describe el tercer movimiento me encuentro cuando la orquesta, con una elegancia aristocrática, concluye. El auditorio observa silencioso. El espacio de tiempo entre un movimiento y otro se prolonga por la aparición del coro que toma su lugar. Todos sabemos lo que va a pasar; todos lo deseamos. Hemos esperado tres movimientos y las puertas del Paraíso están a punto de abrirse completamente; los nervios se desatan, la respiración se acelera y el deseo anhela salir por cada uno de los poros hasta llegar al éxtasis completo.

 

¿Qué es la belleza? me pregunto intermitentemente entre lo que acabo de escuchar y lo que ansío presenciar, pero algo en mi interior me obliga a callar, reprochándome que deje la filosofía a un lado y me dedique a contemplar; que la belleza no se define, sino se vive; que no se clasifica, sino se siente; que no se puede atrapar, sino que se es atrapado por ella; que es la esencia del arte y de la vida, es decir, un misterio que se recrea a sí mismo, se desdobla; nace y muere a su propia voluntad y no tiene explicación ni lógica, ni siquiera para sí mismo. Es un espejo reflejándose a sí mismo en la eternidad.

 

Los chelos rompen el silencio proclamando el cuarto y más sublime de los movimientos. Las notas chocan unas con otras y forman espirales que apuntan al Olimpo. Los mismos dioses callan y están atentos a lo que viene. La eternidad se empieza a construir. Poco a poco se junta la esencia de los tres movimientos anteriores junto con fragmentos de otras obras de Beethoven que proclaman la unidad. Es la lucha final, el hombre que se alza en busca de la divinidad.

 

Sorpresivamente se empieza a formar una melodía; primero silenciosa, grave, que poco a poco se va afinando, agudizando. Cada vez entran más instrumentos, nuevas tonalidades. Todos sabemos de que se trata pero callamos ante la estupefacción, el estallido es inminente: el himno a la alegría instrumental colapsa al auditorio, y a mí me arranca alguna que otra lágrima que surge desde lo más profundo de mi éxtasis.

 

Los cantos comienzan. Es la primera sinfonía coral jamás escrita. Las veces se elevan; primero el barítono, luego el tenor; entra la soprano creando una polifonía que asemeja al canto de los dioses. La orquesta se desgarra acompañándolos, el momento se acerca, todo se une, se ordena; el coro se prepara…

 

Un pequeño preludio que comienza con un oboe anuncia el Paraíso. Del éter surge un ángel que nos envuelve con su voz, nos prepara para la catarsis; presenta a los instrumentos que comienzan a tornarse agresivos, esplendorosos, altivos. La expectación llega al máximo; la orquesta se hace pedazos, el auditorio se aniquila: comienza la implosión… las cadenas empiezan a ceder… los espíritus se unifican agolpándose unos con otros, liberándose mutuamente y todo se colapsa en un gigantesco estallido que explota hacia el infinito: la gloria máxima, la unidad, la totalidad se han alcanzado: lo subjetivo y lo objetivo; la orquesta y el auditorio; todo es uno mientras los ángeles nos toman de la mano y nos llevan ante la presencia del ser supremo entonando a coro el himno a la alegría; la risa de Beethoven desde el Olimpo se escucha por todas partes… yo me desgarro y me fundo con ella ahogado en lágrimas que me son arrancadas involuntariamente: yo ya no soy yo; Fichte estaba mal, en este instante lo comprendo: no yo es igual a no yo, a algo más.

 

Ésta es la única pieza musical que ha logrado arrancarme lágrimas, que ha logrado enseñarme la eternidad, aunque sea tan breve como lo que dura el himno a la alegría coral. Ya no hay duda, Mozart es un mensajero de los dioses, pero Beethoven logró ser uno de ellos. Mozart fue sólo un instrumento, a él le dictaban su mensaje los dioses, pero cuando les dejó de ser útil lo aniquilaron en medio de un Réquiem, de su Réquiem.

 

Beethoven fue un mortal que les arrancó la voz a los dioses, que se elevó tan alto como ellos, retándolos, combatiéndolos hasta que se ganó un lugar entre ellos. Por eso quedó sordo, porque para elevarse hasta el Olimpo tuvo que sacrificar su oído para poder trascender lo mortal y escuchar su interior. Perdió el sonido para inventarlo; por eso su tragedia: sacrificó su mortalidad para ganarse la inmortalidad. Logró lo que ninguno: llegar a la eternidad dentro de lo finito; y la prueba de esto es su novena sinfonía.

 

Y así, poco a poco termina la que considero la obra maestra de la música de todos los tiempos y comprendo la necesidad de la tragedia y de la locura para perpetuar la belleza; la necesidad absoluta de la pasión y la cumbre de ella que es el romanticismo. Éste, para mí, llegó a ser la máxima expresión del arte y de la vida. Su recurso principal es la pasión, su esencia la belleza misma. No existe más sublimidad que el arte romántico y como líder el gran melancólico: el sordo de Bonn.

 

Mi interrogante, al salir del Palacio de Bellas Artes: ¿cómo es posible que un solo hombre haya logrado crear algo tan sublime, tan divino, tan perfecto?, ¿cómo es que una obra, una sola obra logre perpetuarse eternamente en los corazones de todos los hombres, y causar el mismo impacto en todas las épocas?, y la pregunta principal, que no he podido ni creo poder responder: ya que el arte es la expresión y fin último del hombre; ya que es lo único por lo que puede ascender a la inmortalidad, tomándolo en cuenta como mimesis ¿es el arte una copia de la vida o la vida es una copia del arte? Muchas veces, tal vez la mayoría, me inclino por la segunda.

Gazmogno