Pareciera que el tema de la educación está de moda en este bienintencionado blog. Me da comezón confesarlo, pero la entrada anterior no pude subirla porque “no quedaba como me hubiera gustado que quedara”. Antes de convertir esta entrada en una especie de catarsis, me gustaría divagar un poco acerca de los aspectos mínimos que considero hay que tener en cuenta para poder pensar, sin exceso de idealismos, a la educación.
Hay que tener en cuenta que, ante todo, el problema de la educación es algo que siempre va a acompañar al hombre por la sencilla razón de que es una necesidad natural equiparable al vestido, la alimentación o el resguardo. Es consecuencia de la generación de los hombres, ya que por vivir en sociedad, ésta se hace necesaria, y sus regiones son vastas como la vida misma. Ya entrados en vicios, es muy probable que nos preguntáramos si acaso de ella provienen las otras necesidades que mencioné. Después de todo, pareciera evidente que a eso vamos a las escuelas, a capacitarnos para adquirir todo ese poder técnico que nos provea de los satisfactores de esas necesidades.
Es por ello que las nociones más extendidas que tenemos de la educación apunten más o menos de manera confusa que en un sentido esta sea adquisición de habilidades y en otro la formación de conductas apropiadas para la vida en sociedad. Así, separadas, como si un aspecto fuera necesario para el trabajo y otro para la vida entre semejantes. En la primera noción se encuentra la capacitación para una determinada actividad, la adquisición y cultivo de una técnica, el modo de llevar a cabo una labor. En la segunda, el sentido popular de que la educación es un conjunto de hábitos que nos hacen, si no agradables, por lo menos tolerables a las demás personas.
Si bien, es un error intentar definir una cosa apuntando a dos cosas distintas, este sería doble de estar perdiendo el tiempo en pretender mostrar como separadas dos cosas que van juntas –como si al intentar la descripción física de una moneda tratásemos de hacer descripciones independientes a cada cara— también es cierto que esta división nos puede dar pistas para entender los problemas vitales de nuestro tiempo.
En la actualidad, las respuestas que nos dan los profesionales de la educación acerca de esta separación son de un carácter igualmente teórico, pues pretenden levantar un puente que vaya del orden de las habilidades adquiridas, al orden de las cuestiones vivenciales. De aquí que también en esta materia, teoría y praxis sean dos órdenes separados y casi siempre entendidos como opuestos; y ya sobre esa concepción, que se agregue una tercera región para los aspectos puramente vivenciales.
Estos problemas son consecuencia de un exceso de análisis, separar lo que normalmente forma parte de un mismo fenómeno se hace con la finalidad de ver más claramente lo que nos aparece como una complejidad en movimiento. Pero del análisis puede desprenderse la ilusión de que las partes, aun separadas, tienen vida de manera independiente al conjunto. Para el caso que nos ocupa en este momento, esta ilusión se manifiesta en la separación de lo teórico y lo práctico. En el ignorar que desde el origen del término educar es conducir, independientemente de las connotaciones contemporáneas, pues esta conducción no refiere dominio de unos sobre otros, sino la de nosotros mismos sobre nuestras capacidades y fuerzas, así como también sobre nuestros apetitos y deseos.
Educar sí tiene en este sentido dos aspectos pero, a diferencia de la mala descripción de la moneda, se implican naturalmente uno y otro, pues de manera individual es el regularse a uno mismo, y de manera comunitaria es el problema de la buena formación de los miembros de una sociedad, entendida esta en sus diversos modos de ser. Y esta distinción no tiene sentido si no se comienza a adivinar ya que el criterio a seguir para la regulación es el bien. Si esta divagación está bien hecha, sobra decir que no se trata del bien en general, pues pensarla de este modo nos regresaría nuevamente al problema del exceso en el análisis…