De cómo una Vez Se me Enfrió mi Café

A. Cortés

Les contaré un sueño que tuve una vez. Me tomó dormido sobre cierto sillón de piel que tiene la mala costumbre de encantar a sus durmientes con pesadillas y sueños inquietos, como si lo rodeara un aura maligna infundida por algún travieso demonio. O –más verosímilmente- como si no fuera ergonómicamente apropiado para dormir. Esta vez, sin embargo, no sufrí la clase de temores que aquejan a quien dice haber tenido pesadillas.

Al perder el tono muscular comencé a sentirme flotando, yendo sobre el agua en algún bote o barco pequeño y crujiente. Primero disfruté esos tronidos de madera chocando como dientes que se aprietan muy fuerte, como los de quien intenta sujetar apretando los brazos varias cosas, con su plan de fuga cada una. El sonido se hizo menos importante, cada vez menos, porque sobre el suelo de madera se me hizo presente el gran hombre que sujetaba todas las tablas. Así me di cuenta del precario navío que me soportaba: un montón de láminas de madera agarradas por una sola y pobre persona. Estaban técnicamente despegadas, pero por hacerlas todas hacia el centro con las manos, se mantenían unidas en una delicada tensión que aquel desgraciado expresaba con sus divertidas muecas y el tremor de su cuerpo. Me divertían a mí, eso sí, aunque él no parecía estar pasando un buen rato.

Seguido a ésto, otro caminó detrás del ancho hombre, pero éste era más bien un niño. No estoy seguro de que me haya visto, pero puedo saber con esa extraña seguridad incongruente propia de los sueños, que sabía que yo conocía la trama de su plan y que no le importaba en lo más mínimo: haría cosquillas al sujetador. No suena muy dramático, quizá, andar haciéndole cosquillas a la gente; pero en este caso, yo supe que todo para mí terminaría mal (cuando menos) en cuanto el escuincle tocara ese gran costillar tembloroso.

Es común que en momentos de rápida amenaza uno quiera evitar lo inevitable, pero yo no quise hacer más que ver. Vi mientras el niño se acercaba juguetón a ése que era su padre (porque yo de pronto supe que era su padre) y de puntitas se preparó para picarlo debajo de los brazos. Vi, y nada hice que no fuera quedarme quieto y observar. Hasta ahora pienso que tal vez por eso no le importó que yo supiera sus maleducados designios. Muy cauteloso el chamaco, se tardó en adoptar una posición que le diera la confianza de no ser descubierto antes de tiempo, y en cuanto estuvo plenamente preparado noté maravillado que ambos, el gran varón fornido y el enclenque mocoso, tenían exactamente la misma posición: ambos con las piernas abiertas y tensas, la mirada al frente, el cuello ensanchado por la trabazón de la mandíbula, y los brazos abiertos hacia los lados. Sus caras eran parecidísimas, aunque no podría describirlas porque no las recuerdo en absoluto. La única diferencia era que el niño no tenía nada que sostener, sólo estaba allí imitando sin saberlo y sin quererlo, haciendo cualquier cosa que más se asemeja a los asuntos de los niños que cargar con la responsabilidad de mantener unida la cubierta de un barco (que quién sabe a quién se le ocurrió diseñar) y a salvo a sus pasajeros (que quién sabe por qué se les ocurrió zarpar).

Estaría bien contar que por fin se decidió a hacerle cosquillas y que el gran hombre saltó dando un gran grito, inevitablemente cediendo al espasmo de sus músculos; y también ayudaría decir que las tablas salieron volando para todos lados, desapareciendo como si de puro hastío cada una quisiera estar lo más lejos posible de la otra, haciendo un zumbido desgarrador a su paso cortando el aire como balas; y añadir que caí en el frío más espeluznante y sofocante que recuerdo, que presionó mi pecho y me congeló hasta el pensamiento. Estaría bien decir todo eso para que el final de mi sueño fuera más llamativo y atrayente, pero la verdad es que eso ya no lo soñé.

Desperté tras eso y terminé con mi café, que ya se me había enfriado.