A. Cortés
“Señora, ya no hay más que pueda yo enseñarle a su hijo. Lo siento mucho, pero está completamente negado al aprendizaje. No hay modo de que se haga el hábito del piano: nada puedo mostrarle de la técnica, y nada contribuye a la práctica. Mucho menos puedo hacerle escuchar mis lecciones de teoría.
“No crea que no intenté hablar con él. Es sólo que no escucha, y no me tiene ni el más mínimo respeto. Es indisciplinado, es muy perezoso, y es suficientemente cínico como para admitir ambas cosas con una sonrisa al principio de cada clase, en cuanto le pido que me muestre lo que debió haber hecho de tarea.
“Debo pedirle que me comprenda, no volveré a darle una sola lección.”
La madre del joven no tardó ni un instante en agitarse y fruncir el ceño. “¿Qué pasa, es que no te pago suficiente, o tienes ya otra clase programada en este horario? Porque si tan sólo me lo dices podemos arreglar un mejor precio para tu hora. Digo, no queremos un Beethoven, ni esperamos resultados en dos semanas, sólo quiero que esté ocupado en alguna actividad para que no ande de ocioso toda la tarde.”
“No, señora, le agradezco; pero de verdad no es mi disposición la que impide las clases, sino la de su hijo. Si yo fuera un ladrón cualquiera, como de los que abundan por aquí, tomaría gustoso su palabra (y su dinero) sólo por sentarme una hora a escuchar a su hijo quejarse; pero no es por eso por lo que cobro.”
“¿Me estás diciendo que no le vas a dar más clases a mi hijo, solamente porque no eres capaz de controlarlo? Perdóname, pero eso me suena muy poco tolerante de tu parte, y no sólo eso, me suena hasta mezquino y…” La mujer ya estaba bastante molesta durante las últimas palabras, así que se contuvo. “Como quieras –dijo ella con voz aparentemente serena-, de cualquier modo tiene mucho trabajo de la escuela y no tiene tiempo para sentarse al piano a practicar.”
“¡Perfecto!” La discusión se había escuchado, obviamente, por toda la casa. ¿Y cómo habría podido ser de otro modo en semejante edificio lleno de bóvedas y altos muros, que escalaba altísimo pisos tras pisos, y que parecía estar exclusivamente dedicado al eco de todo cuanto se decía? “¡Perfecto! -repitió Jorge con su voz más baja- No puedo creer que él se haya ido solo. Todos los otros salieron agachados mientras se cubrían con paraguas de la gritoniza que les pegaba mi madre por ‘no haber dado resultados’. Pero éste ni se esperó a eso. Qué bien, tendré más tiempo para estar en la sala después de comer. ¡Mis amigos van a morirse de la envidia en la escuela cuando les platique que logré que mi profesor de piano renunciara!”
Esta victoria, según pensaba Jorge, había sido contra su madre. ¿Por qué no entendía ella que había cosas que no le gustaba hacer? Siempre estaba inscribiéndolo a éste y este otro curso, a tal clase, a tal actividad. Lo recogía de la escuela sólo para darle de comer y después dejarlo en algún otro lado. Y ya lo había intentado todo: guitarra, pintura, tennis, tae kwon do… lo que fuera. Estaba hastiado ya de tener que escuchar a su madre repelar toda la noche porque no avanzaba en ninguna de sus actividades, y porque estaba obteniendo calificaciones bajas en la escuela. Y, claro, el regaño siempre terminaba con la amenaza: ‘¡pero tu padre se va a enterar cuando regrese del trabajo!’ ¿Cómo podía eso atemorizar a Jorge si, después de todo, su padre llegaba ya que él estaba bien dormido?, y eso cuando no estaba de viaje.
“Pero por esto no me podrá regañar –pensó calmado Jorge-, no fui yo quien dejó las clases, sino el profe. ¡Y qué clases más aburridas! Qué bueno que no tendré que estar escuchando más las necedades sobre mis malos hábitos y su ‘hondísima’ paciencia. Si fuera tan paciente como decía, no habría salido corriendo de aquí.” Mientras Jorge pensaba esto, la puerta principal se cerró dejando fuera al pianista, y la señora subió las escaleras a su recámara maldiciendo en voz baja.
Esa misma noche, ya bien entrada, Jorge despertó por un sonido que le pareció lejano y extraño. Algo en su casa producía ecos dulces y misteriosos. Era el piano de cuarto de cola que estaba abajo en la estancia. Él, por supuesto, no reconoció que la pieza que sonaba era una variación de la Consagración de la Primavera de Stravinski, pero se sintió inmediatamente inmerso en sus notas. Había algo muy enigmático en la cadencia de la música: parecía no tener sentido, pero al mismo tiempo lo atraía con una fuerza mucho más poderosa que la de sus piernas. Bajó casi sin querer las escaleras, descalzo y sin luz que lo alumbrara, y a cada paso sentía más y más frío. No supo nunca si en este tramo tenía o no los ojos abiertos, pero la casa le parecía coloreada, como si sus blancos muros se hubieran azulado de pronto. Terminó la Introducción y continuó la Danza de las Jóvenes Niñas, luego la Abducción; Jorge sólo notaba cómo ascendía la poderosa melodía conforme él se le acercaba. ¿Quién estaría tocándola, a esas horas de la noche? El joven nunca se hizo la pregunta.
Llegó por fin al piano y se detuvo ante él. Su negro cuerpo de madera envolvía cada nota como si las hubiera cuidado separadamente y combinado después para que salieran al encuentro del muchacho. Las teclas se movían solas, rápidamente como si fueran poseídas por demonios, pero claras y suaves como deben ser los pasos de las diosas. El extraño rito pareció durar décadas, y Jorge solamente estaba allí parado, como esperando algo que nunca llegaría. Esperó sin hacer nada. Los movimientos llenaron la casa y por fin, la vibración cesó. Los ecos callaron, por primera vez cansados. La Consagración de la Primavera terminó cuando amanecía, y Jorge cayó al suelo exhausto y quebrado.
Cuando el resto de la familia bajó a desayunar, tan sólo se dejó escuchar un grito de mujer apagado por el miedo: las arrugas innaturales de Jorge y sus secos ojos expectantes trataban de decirle a los padres lo que había ocurrido, pero fue muy tarde. Su último aliento se escapó tristemente sin que pudiera relatarles nunca que esa noche había sido robado cada año de su vida.