La que Fue Dicha

Juzgar por los resultados
y dar a pares consejos
después de lo hecho es común
entre jóvenes y viejos,

así observamos también
que el hombre se halla afanado
en hacer se tape el pozo

cuando mira al niño ahogado.

Por A. Cortés:

Bien dicen que más vale paso que dure que trote que canse, y por eso a mí no me tiene muy ocupado el hecho de que hablo con frecuencia de lo mismo. Y lo que digo regularmente es que se nos ha olvidado cómo hablar; y que estamos tan cerca de aquel punto de quiebre ominoso, que quizá después sea imposible darnos cuenta de qué perdimos, porque eso que estamos dejando ir es precisamente lo que nos dejaba darnos entre nosotros cuentas de las cosas. Se irá sin que nos demos cuenta, y la tristeza muda que lo llorará no será ya humana. Si el hombre se olvida de hablar bien, será poco tiempo el que pase para que deje de hablar en absoluto. Y ya en ese momento, no habrá cómo tapar el pozo.

Lo malo de estar en este país en estas condiciones, es que darse cuenta de la necesidad de hablar bien es percatarse a la vez de la necesidad de escuchar, pero casi nadie cultiva ya el arte de escuchar. Cada quién dice lo que quiere a quien sea, sin que le importe mucho qué pase con lo que dice; y el otro puede escuchar una cosa o su contraria y asentir de la misma manera. Entre los “políticos” se avientan argumentos hechizos sin pies ni cabeza, y nadie responde a ninguno; sólo los apilan como municiones que erraron el blanco. Esto se disemina fácilmente, se esparce entre el tumulto desordenado de unos que no atienden a otros y aquestos que en nada se ocupan por lo que dijeron. Ya casi nadie pone atención porque casi nadie confía en el peso de la palabra. La palabra, (dicho con burla) ¿qué puede cambiar en nosotros? Como no hace nada, nada importa si es una u otra.

Esta misma disposición hacia los otros es, por obviedad, la causa de que sea tan común hacerse de oídos sordos a cualquier cosa antaño dicha. Lo anticuado ya no sirve para nada. La palabra erosionada por el tiempo (hasta hace sonar al tiempo como un depredador inclemente) no tiene ya valía para esta gente que no quiere escuchar nada, sino hablar y hablar por hablar. Pero me parece que hubo cosas que mucha gente sabía, y que hubo lugares en los que lo que se supo se dijo con frecuencia. Obviamente, la manera de vivir de los hombres termina colándose en las frases exhaladas, y como la vida cambia y da montones de vueltas, muchos terminan hablando sin saber quién dijo lo que ellos repiten, y por qué. Por eso resulta con el tiempo que sí hay lugares en los que se suele decir lo que se sabía, y esto es lo que se sabe. Los hay también en que sólo en un poco se sigue considerando si lo dicho es o no verdad, o acerca de qué lo es. Y esto es su sapiencia local, su enseñanza hablada.

Por nuestra parte, con medrada atención, nos ha dado llamar en un mutante español “folclor” a esta sapiencia común impregnada del aroma de nuestra idiosincrasia. Irónicamente, que usemos la palabra folclor para referirnos a tal saber mexicano pone mucho en duda que nuestra idiosincrasia tenga alguna consistencia común, y que el tipo de sapiencia (lore) que impera entre la gente (folk) de nuestro país esté cortada de la misma madera. No es difícil de notar lo que digo, nuestro folclor nos hace pensar en las zonas rurales, en la diversidad de dialectos, en lo rico de nuestros acentos y lo variado de nuestros pueblos provincianos. Pero un popurrí puede ser bello sin ser por eso una pieza musical: México no es de una pieza. Y mientras más pasa el tiempo y más dejamos de escucharnos entre nosotros, más nos alejamos. Mientras más nos alejamos, menos país somos: somos montones y montones de folclores variopintos. Claro, menos folk común con menos lore que compartir. La misma indiferencia con la que se designa el folclor mexicano como un conjunto de datos turísticos e históricos sin son; como un repertorio de danzas y canciones cultivadas como lujos delicados que practican los anticuarios y patrioteros por igual; como un conjunto de costumbres foráneas al grueso de la población, y hasta curiosas para el perezoso ciudadano; esta misma indiferencia, digo, es la que ha dejado poco a poco descoloridos los dichos que ahora tan extraños se nos hacen. Un dicharachero es tan raro entre nosotros como un quetzal. Sobre nuestra tierra no camina un pueblo, nuestra comunidad enferma se está disgregando.

Y por este nuestro folklore, recordé que por ahí menciona Hobbes un refrán muy recurrido por sus contemporáneos que me parece sumamente sugerente: “Wisdome is acquired, not by reading of Books, but of Men (La sabiduría se adquiere, no por la lectura de libros, sino de hombres)“, y añade él que hace falta leerse a sí mismo, antes de que se pueda leer a los demás. La lectura es la escucha, y no escuchar a los demás puede ser síntoma de que el ajetreo no nos está dejando oírnos a nosotros mismos. Cuando estemos entre varios, propongo que intentemos escuchar con la mayor atención, sin interrumpir, para tratar de ver si lo que nosotros nos decimos en silencio nos lo dice otro en su voz viva. Y si compartimos algo que podemos decir, y eso es suficientemente valioso como para compartirlo, tal vez podamos en chiquito traer de aquí pa’ llá alguna sapiencia enseñable que se cuele entre lo dicho por las personas que nos rodean. Y ahora sí, si creemos que hablamos bien, será buen comienzo para nosotros que un amigo se halle convencido de lo mismo, pues de dos que se aman bien, con uno que coma basta.

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