LA FAMILIA – Tercera Parte: La Paternidad

¡Oh, qué día para mí, dioses buenos!

¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo

emulando en bravura!

-Laertes en Odisea XXIV, 514 – 515

Por A. Cortés:

Un niño que corre jugando dentro de la casa, haciendo escándalo mientras actúa como el héroe de algún cuento, puede sin más provocar la sonrisa en el rostro de sus padres. No son todos los papás que sienten esta calidez al escuchar el relajo del hijo, pero quienes lo hacen seguramente son tomados por alguna causa que responde por la tranquilidad de la sonrisa. Y es que tendría sentido que alguien se satisficiera en la vista del pequeño solamente si por alguna razón está bien dispuesto hacia él, porque estar bien dispuestos hacia algo quiere decir que nos placemos y beneficiamos de algún modo cuando tal cosa está presente.

De las razones que pueden darse para esta disposición, las más evidentes son las biológicas. Cuando la madre engendra a su hijo, su mismo cuerpo es el que cambia de ser uno a ser par. Esta unión que a la vez es multiplicidad siempre es complementaria, porque cada miembro se explica viendo al otro, y así, la primera relación familiar se hace notar en la palabra: madre sólo es quien tiene un hijo, y no hay tal sin madre. Ella está unida al bebé porque éste depende de ella, y lo nutre y lo protege aunque no veamos ventajas directas que parezca sacar de hacerlo (sin contar el puro gusto, que casi nadie creo que me aceptaría como evidencia). El cuerpo femenino tiende naturalmente al mantenimiento del recién nacido, y a su sano crecimiento. Nadie está obligado por alguna utilidad a resguardar a un hijo suyo que, por lo pronto, no hace nada por uno más que demandar cuidados y atenciones. Si acaso hay algún fin utilitario en hacerlo, es el que plegado hacia el futuro espera en respuesta a la protección del pequeño un cuidado semejante para sí en la vejez; pero no me convence que alguien (si acaso, serían muy pocos) elija a su prole como potencial guardián: hay medios mucho más baratos para asegurar a la larga la salud y la manutención del anciano. Y si no los hay, entonces nada que no sea lo mínimo indispensable sería dado al niño, contrariamente a la mayoría de los casos de paternidad que podemos observar. La madre en realidad no espera más que la tranquilidad del hijo para sentirse tranquila ella misma: su gozo está en la constatación de su lozanía, en la contemplación de sus gestos y en las marcas de su salud (hasta el buen color, como con las frutas), en la comparación del hijo con sus familiares adultos, y en la constante observación de la mirada infantil que, día a día, se acerca a enfocar ambos ojos y a reconocer la cara de su madre como un rostro familiar y suyo.

El padre mira desde más lejos, pero no por necesidad lo hace con ajenación. La lejanía que implica no haber tenido al hijo desde su cuerpo puede ser raíz de la mayor cercanía con la madre, buscando en el contacto la certeza de ese lazo que culminó en un brote suyo; o puede también ser excusa para escapar de la casa y olvidar el proyecto de hogar que con un embarazo se inicia, queriendo o no. Esta última opción no es, sin embargo, la que explicaría la sonrisa del padre, y por tanto no es imagen de buena disposición. La otra, la unión con la madre, es unión familiar nacida de la comunidad del hijo o de su proyecto. Por eso puede pensarse que, muy al contrario del escape indiferente del padredesnaturalizado, nada hay menos ajeno para un papá que el hijo: es su carne y su sangre, y es por tanto el proyecto de su misma figura y la de su madre hecha hombre (y no me refiero al varón, sino al humano). El padre siente en el vigor de su hijo el suyo propio; si su hijo es enfermizo, sufre (y también la madre) en su alma lo que al niño duele en el cuerpo. Si es robusto, mira en él la fuerza; si es gritón, mira en él la potencia de la voz; si lo desespera, mira en él todo lo que teme de él mismo. El impulso a cuidar al hijo nace al mismo tiempo que el padre concede de simple vista el parecido. No es necesario que sea una semejanza de la figura, o una peculiaridad física, sino simplemente que reconozca en el pequeño su propiedad; no instrumental, sino de pertenencia a un mismo sitio. Es decir, se reconoce que el origen de uno es el otro, y que por tanto, coinciden en un mismo lugar, que es de ambos y de cada uno por separado. Cuando un padre puede admitir que un hijo es suyo, concede la familiaridad, y la relación familiar nace también en la palabra en un sentido semejante al anterior: por eso es hijo el que lo es del padre, y viceversa.

Ambas relaciones, con la madre y con el padre, son dos especies de un mismo género: la relación de paternidad. Ésta radica en la familiaridad del origen. No es la identidad del origen, pues la madre, el padre y el hijo tienen cada uno su origen propio; pero digo “familiaridad” porque la unión de dos que engendran un tercero hace que los tres se unan en una semejanza: se funda hogar porque todos se pertenecen entre sí. La pertenencia implica que a los tres les es familiar estar juntos, porque uno fue de ellos originado, y la unión de ellos está todo el tiempo explícita en éste. Se dan por lo menos dos uniones de la familia: la del marido y la mujer, y la de los padres y el hijo. La formación de un hogar saludable depende de la constatación de una unión que dos hacen para proyectar su subsistencia, y eso es el hijo. La familia que vive bien, se relacionará de modo que esta unión propicie entre ellos la buena vida de cada uno estando juntos. El padre, quien in-semina, de sí mismo hace enraizar su semilla en la madre. Con ello deja asentado su linaje confiado a la protección de ella, que guardará en su seno al pequeño por un tiempo. Ella completará la conformación humana consigo misma, y con su misma carne y sangre hará posible que la semilla, que en cualquier otro caso se desvanece seca e incompleta, se nutra para crecer. El hijo, habiendo por primera vez hablado, reconocerá en la emulación que tiene su sitio y su origen en la unión que sus padres concordaron.

Puede ponerse en duda si la alegría que provoca el hijo de una pareja -que está contenta cuando yace junta- sea o no natural, o sea o no cuestión de educación y costumbres. Puede ponerse en duda que los hombres nos alegremos con nuestro linaje; pero no es difícil notar que en cierta medida es necesario este gozo y necia esta duda (aunque sea sólo en esa medida). Si el hombre está feliz cuando vive bien, y vive bien cuando consigue lo que le corresponde por ser hombre, entonces hay condiciones que pueden cumplirse para su bienestar que dependen de cómo es él mismo. Y hay mucha discusión al respecto de qué cosas son las que le corresponden al hombre por sí mismo, porque el hombre puede hacer y ser de muchos modos; pero no puede argumentarse que la procreación no sea natural, pues la evidencia biológica es demasiado clara. Ser hombre (varón y mujer) no depende de reproducirse, pero se constata en la reproducción por ser una cuestión natural. O sea, que una de estas cosas que corresponden al ser humano es unirse para procrear. Entonces, el vástago de la unión es natural y su cuidado naturalmente necesario.

Por eso nada de raro tiene que uno esté bien, contento y sonriente, mientras que puede proteger a los suyos en casa, fomentando con la salud de la familia su propia sucesión a través del linaje. El gusto de que la sangre siga circulando, de que la carne se mantenga fuerte, y de que la vida rebrote y se mantenga saludable es, en la mínima comprensión humana, el placer del alma de ver a los ojos a los padres, y éstos a su hijo, sabiéndose mutuamente pertenecientes, y destacando en ello el proyecto de que un hombre se mantenga vivo a través de su casa viviendo lo mejor posible.

Me parece, y para terminar, que lo poco que puedo resaltar en esta prosa lo remarca de modo inmejorable la poesía homérica. Los hijos que Homero retrata son el gozo y la alegría de sus padres. Éstos se placen viéndolos crecer, disfrutándolos en casa, teniéndolos cerca para hacerles bien, y recibir bien de ellos. Se puede decir que los hombres son alegría de los hombres cuando vienen de su carne. Así, se cuenta que Néstor fue favorecido por el dón de Zeus, quien le otorgó lozana vejez para estar con sus prudentes vástagos[1]; Agamemnón, por su parte, esperaba gozar del cariño de sus descendientes, quienes por ley habían de echarse en los brazos del padre[2]; a su vez, por herir a Afrodita, Diomedes es devastadoramente condenado privándole Dione de descendientes que se abracen de él en su casa al regresar él de la guerra[3]. Continuar la línea de sangre en la paz del hogar parece ser un bien indiscutible. Es de esperarse que los hijos sean naturalmente el gozo de sus padres viéndolos prosperar en sus casas, y observando cómo emulándolos crecen, pues en ellos se placen de mirarse a sí mismos de nuevo proyectados en el mundo. Por ello Odiseo, aun siendo desconfiado de casi todos los hombres, obedece de buen grado a Atenea y se descubre ante Telémaco; por eso aun viéndolo débil y tembloroso le confía su futuro contándole todos sus planes y poniéndose a sí mismo en riesgo. Tal como el júbilo de Laertes que exclama teniendo al hijo y al nieto a su lado, valientes y listos para la batalla: “¡Oh, qué día para mí, dioses buenos! ¡Qué dicha la mía, ver al hijo y al hijo del hijo emulando en bravura!”, será el de Odiseo cuando Telémaco se alce a su altura, y debe confiar en que lo hará. Ésta será para él la más grande alegría que puede llegar a tener un padre.


[1] Odisea, IV, 209 – 211.

[2] Idem, XI, 430 – 451.

[3] Ilíada, V, 405 – 415.

Respuesta a “Noviazgo” de Presenciausencia

Por A. Cortés:

Por ser este escrito una respuesta, pido al lector que tenga bien presente el texto de Presenciausencia al leer aquéste.

[Nota del 2 de Diciembre, 2011: tal escrito de Presenciausencia ya no está disponible en línea]

Antaño se dijo que una vida sin amigos no vale la pena vivirse, y que el amor es el motor de la comunidad. No obstando esto, el amor es lo último en lo que creerían los realistas utilitarios que abundan en nuestros días. Que haya algo como “felicidad” que nazca directamente de la compañía suena en sus oídos extrañados como superstición ingenua y necedad. El amor, dice Hobbes, es lo mismo que el deseo sensual, pero su objeto está presente; mientras que el del deseo sin más, ausente. Si acaso quedan algunos que creen que es posible el amor (y no como para este inglés que es calentura), lo creen con muchas reservas, y opinan que nada hay bajo el Sol que sea más difícil que encontrar a “la persona adecuada”. Es tan complicado y esquivo el discurso sobre el amor, que abunda en la poesía por cuanto escatima en la prosa. Pero no duda nadie de que haya noviazgos. Lo que yo leo en el escrito de Presenciausencia no es un himno al noviazgo, sino un himno al amor. Difícilmente aceptaría alguien que los prometidos por los padres para casarse, como se acostumbraba hace ciento cincuenta años, experimentaban en todos los casos este ímpetu de la confirmación en la esperanza, o del calor de la frazada en el frío. Y por mucho me parece que este bello canto carece de enfoque acerca de las dudas más importantes que tenemos cuando pensamos en las causas de ese fenómeno tan usual y tan poco preguntado: que haya dos que se llaman entre sí “novios”. Como este escrito carece de este tamiz peculiar, pienso que es posible contrastar sus líneas con lo que vemos de los noviazgos.

Desde el principio salta a la vista el primer problema: ¿el noviazgo sin amor es noviazgo falso, o no se incluyen tan íntimamente? Porque si lo es, tendríamos una cantidad infame de falsas uniones y de títulos mentirosos. Pues, en efecto, es la mayoría la que vive celebrando, siendo finita, promesas eternas de amor, y la misma mayoría la que termina sus noviazgos en uno o dos años (y creo que estoy siendo benevolente al suponer tanto tiempo). Pero si no importa el amor para que una relación de novios se realice, ¿entonces en qué se basa la unión? ¿En la promesa del matrimonio, o en el hábito de la relación sexual, o en algo semejante? Si el noviazgo es un nombre para los enamorados, ¿en qué se diferencia este amor del que se ciñe entre los amigos? Si no lo es, ¿entonces de qué sirve diferenciar al noviazgo de cualquier otra especie de relación?

Un segundo problema viene de la segunda línea del canto. Si, como es costumbre, el noviazgo es una confirmación de palabra que pactan los relacionados, entonces debería de poder explicarse lo que se encuentra “detrás de la puerta”. Pero si es innombrable, ¿cómo se dan razones sobre el hecho del noviazgo? Quienquiera que haga algo es responsable de ello por cuanto puede responder a quien le pregunte por las causas que tuvo para actuar. Por eso no decimos que los niños muy chicos o que las bestias son responsables de sus actos. Pero como en estos dos casos, aquí no hay quien responda por la unión de los novios, ni por sus conductas. Entonces parecería que no se trata de una cosa que se acuerda, sino algo que se da sin explicaciones y sin palabras. Nadie es responsable del noviazgo. ¿Y no es eso contrario a nuestra experiencia de este tipo de parejas? Si hasta celebran aniversarios del día del acuerdo. Claro, en lo anterior nada impide que los novios “descubran” que son tales en cuanto se percatan de que existe aquello innombrable que los une, y que a partir de ese momento se nombren novios. ¿Pero entonces cuál es el sentido del nombre si se le da a algo innombrable?

Inmediatamente se conecta esto con el tercer conflicto, y con la tercera línea, que en realidad es el desarrollo del anterior. Si uno se descubre unido a otro de este modo, entonces parece que no hay elección posible. Pero en cuanto digamos que tenemos la libertad para decidir de quién nos hacemos “novios”, se vuelve obscura la participación del hado que justificaba nuestro silencio. Quiero decir que, si vamos a quedarnos callados cuando nos pregunten qué es el noviazgo, porque lo que yace tras sus puertas es innombrable, entonces estamos implícitamente admitiendo que no tenemos control sobre tal relación. En ese caso, el noviazgo no se hace, sino que pasa, y por eso sería “algo que no se puede decir”. Y por el otro lado, si elegimos con quién queremos estar de este modo, entonces en la voluntad inclinada a alguien se evidencia que somos responsables de nuestra desideración y de nuestra acción elegida. Este “encuentro de almas en busca de algo más” se vuelve turbio, porque parece tener de algún modo que ver con ambos casos, el designio divino y el humano. Qué sea este “más” queda por completo fuera de nuestras posibilidades de reflexión. Y no lo digo así para cerrar herméticamente el conflicto, sino para mostrarlo latente: si “noviazgo” es un nombre que se le da a una relación específica, ¿en cuál de estas dos excluyentes formas de darse de la relación humana se está pensando cuando se le nombra (a qué llama)? ¿O es que sólo pueden ser novios quienes al mismo tiempo sufran de haberse encontrado atrayéndose entre sí sin quererlo, y después decidan nombrarse así? Y si es éste el caso (y por tanto primero es la atracción), ¿entonces para qué se pone el título de “novio” alguien, si en nada cambia el modo de ser que ya estaba allí? ¿O acaso será que dos que se atraen deciden por convenio propiciar e incrementar los encuentros para hacerse más atractivos el uno al otro? Tal finalidad me parece por completo superflua, pues si la atracción no es precisamente esa propensión a encontrarse y a seguirse el uno al otro, ¿entonces qué es? Y si sí es eso, insisto en el punto, ¿para qué la convención? Si no, ¿por qué dicen que se atraen, si tienen que decidir unirse?

En las líneas que siguen, el encuentro amoroso se describe ejemplarmente como la unión en la que dos se resguardan y protegen. Aún cuando las imágenes me parecen muy bellas, no creo que sean específicas de alguna relación particular sana, y pienso más bien que podrían aplicársele a cualquiera. No hay obstáculos para que un padre y su hijo se tengan como isla en el mar y como oasis en el desierto. Tampoco para que entre dos amigos se revelen y guarden secretos, y se despierten a la mitad de la noche con una llamada impactante, o trivial.

La exclusión es lo que más llama mi atención de entre las palabras que siguen describiendo esta unión. Nada hay más caracterísitico de nuestras relaciones habituales de noviazgo que esta peculiaridad: el requisito de exclusión (no el cumplimiento del requisito, que quede claro). Nada dice Presenciausencia sobre esto además de engarzarlo con la elección. ¿Está acaso proponiendo que hacerse novios es elegir una relación que excluya otras posibles? Esto es algo que con mucha frecuencia se arguye para describir la especificidad del noviazgo: “es la relación entre dos que deciden ser solamente uno para el otro, y para nadie más”; y tal forma de ponerlo es normalmente un eufemismo para decir: “dos que acuerdan para tener sexo entre ellos y con nadie más”. Mientras más vaya siendo conservadora la pareja, más conductas van prohibiéndose hacia afuera: nada de besos en la boca a ajenos, nada de abrazos ni caricias, nada de coqueteo, nada de… ¿Pero si esto es el noviazgo, por qué alguien lo elegiría? Si de algo estamos acostumbrados a huir es de las prohibiciones. Porque nadie sería amigo de quien le dijera “soy tu amigo si me prometes no contarle anécdotas nunca más a otro; y ni se te ocurra saludar de mano a nadie más que a mí, ¿eh?” Cosas así son sencillamente absurdas, y sin embargo, son muchos los que solamente esto pueden decir del noviazgo. A esta idea de la exclusividad viene la justificación: “abstenerse de besar a otro hace más especial el beso, porque se le tiene por único y valioso, y así con todo lo demás”. Pero este argumento es más bien débil, porque la especialidad de las caricias o del sexo no los hace más placenteros por hacerlos únicos, y la especialidad a la que se refieren no se puede explicar a través de una comprensión sensualista de las relaciones humanas. En cuanto alguien admite que dos son novios con el fin de placerse en el sexo, admite tácitamente que ambos cumplirán mejor su finalidad mientras más posiblemente aseguren que tendrán sexo. Y eso se logra consiguiéndolo con mucha gente, no con el requisito de exclusividad. Por el otro lado, si alguien dice que el fin de tener novios es lo especial de lo exclusivo, nada impide que hallen esto en cosas que no sean sexuales, y que la sexualidad la puedan explotar sin reservas o prohibiciones. Como ambos casos parecen ajenos a la experiencia, debe de ser alguna otra cosa en la que se basa que dos quieran tenerse exclusivamente.

Al final, con este torrente de preguntas, no pienso más que hacer evidente que el problema que estoy tratando a partir del escrito de Presenciausencia no es por nada pequeño; y que no están en nada resueltas sus muchísimas dificultades. Si queremos seriamente ponernos a pensar en lo que significa ser novios, entonces tenemos que hacernos estas preguntas honestamente, si no de nada sirve que estemos conversando sobre si es o no natural el enojo propio de la infidelidad; si son o no naturales las parejas que se unen para procrear; si son o no naturales los noviazgos entre jóvenes; si es o no verdadero el amor; si son o no divinos los designios misteriosos que nos encantan los ojos y nos pierden en la voz y figura de otro; y si es posible o no unirse para siempre con alguien para pasar la vida y complementarse como en el relato que, en el Banquete, hace Aristófanes. Si éste es un fenómeno que no nos inventamos alguna vez, entonces es de lo más importante que conozcamos sus causas y que intentemos conversar sobre su finalidad. Si nada de esto sucede más que por convenio, entonces podemos inventar cualquier modo de relación que se nos antoje y no tiene en lo más mínimo importancia que estemos pensando en estas cosas. Si los modos de relación se dan por convención, entonces mejor de una vez por todas definimos el noviazgo bajo contrato escrito para que se nos hagan visibles las peculiaridades de la conducta de los novios y nos quitamos de problemas: “¿quieres ser mi novia?, firma aquí”. Y en cuanto uno de los estatutos del contrato sea reformado por cualquier razón, sólo inventamos un nuevo nombre a la relación. Si quieren, free o alguna otra de esas payasadas. Después de todo, lo que abunda en nuestras sociedades actuales es el completo desinterés por estos asuntos y, desdeñando a quien quiere indagar al respecto, actúan todos engañándose diciendo primero que no hay amor, y luego ennoviándose con todo mundo sólo para mantenerse ocupados un rato, como si fuera muy evidente que nada hay en el hombre que por naturaleza lo una a otro. Como si fuera muy evidente que comportándose así no se hace mal a nadie y que todos ganan en placer lo que pierden en tiempo. Y todos felices.

Revisitando a Catulo

Traslado al español del carmen XLVIII

 

Viendo tus ojos oscuros, Juvencio,

nace el deseo, los quiero besar;

así sean mil veces, trescientas, o más,

por muchas que sean, es más grande el mar;

aun cuando a seca espiga parezca,

la mies de tus besos querría cosechar.

LA FAMILIA – Segunda Parte: La Casa y la Aventura

…el árabe sonriente escuchó con atención,
a quien le leyó con buena voz y con paciencia
que en ciudades la amistad es el más grande de los bienes,
y que en ayudar a los amigos está el máximo agrado,
y que el bien de cada cosa la resguarda y la mantiene.
Sin responder, el árabe siguió sonriendo y continuó pensando largo rato
en las caras alegres de cada uno de sus hijos.

– Al-Fahayut, Historias Breves de Días y de Noches Memorables.

 

Por A. Cortés:

No son pocos los que predican que lo mejor en el mundo es ser extranjero en todas partes. No estar atado a nada, no venir de ningún lugar ni ir a ningún otro. No estar obligado por nadie. Ser un aventurero. Ser el aventajado viajero que en todos lados es atendido con una parafernalia festiva, de ésas dignas de dedicarse a un hijo que regresa con los suyos después de un largo viaje, pero sin las molestias que trae serle bien conocido a los anfitriones: se le recibe con sonrisas, bienvenida, comida, asilo, plática suave y pocas preguntas para no pesar sobre el cansancio. Y al poco rato del reposo, a continuar la travesía. Quien es huésped en todos lados disfruta a su antojo de lo que todos están dispuestos a darle para complacerlo; y mientras, sigue corriendo sin rumbo mientras le queda aliento.

No es innoble tratar de vivir sin necesitar de los otros más que lo que están dispuestos a regalar. Nadie admitiría como preferible que todos fuéramos dependientes de los otros e ineptos para controlarnos a nosotros mismos; a nadie le gusta necesitar mucho de alguien más. Y ya encaminada hacia la emancipación, la vida del aventurero promete un caudal de placeres multicolores, de panoramas memorables y, más importantemente, promete la fuerza suficiente para dominarse en cualquier situación sin temor alguno. Nadie más autosuficiente que el aventurero, nadie más apto para cualquier lugar del mundo que quien  ha recorrido cada una de sus sendas.

No podría ser tan bueno todo. Este catálogo de ventajas emocionantes es engañoso y turbio, porque oculta en letras pequeñas el verdadero sacrificio. Sólo es posible la vida de aventura accediendo al pago de un precio muy alto: vivir aventado al mundo es sacrificar la casa. El que es extranjero en todas partes ya no tiene a donde regresar nunca. Las bienvenidas cálidas no cargan al viajero con el montón de preguntas incómodas: éstas sólo las hace el interesado por quien llega, el que lo ve como suyo. La calidez superficial oculta lo helado del abrazo a un extranjero. Cuando alguien se ha arrancado de la familia, no tiene quien lo vea como suyo, y por eso él mismo no tiene suyos.

El lugar de lo propio es la casa. Quien quiere ser completamente independiente de lo que en ella ocurre y de lo que alberga se queda sin nada más que consigo mismo; pero este alejamiento es doloroso principalmente por dos razones, difíciles de demostrar pero fáciles de ver: la primera, porque tenerse sólo a sí mismo implica no tener dónde guardarse, y por tanto, no tener cómo protegerse de lo ajeno. Es la máxima exposición. La segunda, es que una vida sin amistad no vale la pena vivirse. Y es infinitamente más pesada la tristeza en soledad que la que se carga con amigos.

Los familiares no son necesariamente los mismos que los amigos; sin embargo, el movimiento que pretende separarse para siempre de la casa tiende también a la disolución de los lazos amistosos con cualquiera de los que conviven en comunidad. Alejarse de la familia y acercarse a un amigo es buscar una nueva casa; es un intento por encontrar un lugar en el que asentarse y resguardarse. Incluso el viajero que anda con amigos tiene hogar. En otro caso, la nueva familia, la del hombre maduro que deja a sus padres para convertirse en uno él mismo, no es la vida arrancada del aventurero, es la del fundador de una nueva casa. La amistad peculiar que comprende cada uno de los lazos de la familia da al hombre su lugar en la comunidad, y en el enjambre de tales relaciones están también enlazados los amigos. Es indispensable que entre unos y otros haya comunidad, y que compartan la pertenencia al lugar.

La pérdida radical de la casa es por eso una desnaturalización de la vida, y algo así no puede verse de otro modo que como un movimiento violento. Por el contrario, la cercanía de los nuestros es, en la mayoría de las ocasiones, evidente durante nuestro crecimiento (pues nadie que sepamos ha nacido de la tierra) y constante en la cotidianidad citadina, pueblerina o campesina. Y como hay modos buenos y modos malos de darse de todas las cosas naturales, es posible explicar que nuestras relaciones interfamiliares puedan ser sanas o enfermizas según un modo de apreciar la constitución de la casa. Que haya descontento entre familiares y amigos no quiere decir que no son éstas relaciones que convienen al ser humano. Hay las que llaman “familias disfuncionales”, y eso no lo niega nadie. Pero un hogar en el que se puede estar y contar con los nuestros es la condición normal y fundamental del hombre. Es una condición social.

El aventurero es el más solitario y triste de los hombres, porque no pudiendo estar resguardado con los suyos, en toda tierra es extranjero y nunca un abrazo significará la bienvenida apacible del regreso; sino sólo la sorpresa pasajera, siempre acompañada de un hilito de sospecha, que causa lo foráneo.

La otra mitad del progreso

Las mujeres son

lavadoras de dos patas.

Vicente Fox

 

Gran escándalo generan muchas de las celebraciones cívicas contemporáneas, pero pocas me incomodan tanto como aquellas que apuntalan y presumen la estupidez, y quizás una de tantas sea el día internacional de la mujer. Sé muy bien que el dogma contemporáneo plantea que el feminismo es una de las grandes conquistas sociales, una reluciente evidencia del progreso de nuestros días, un paso adelante en la venida del Cielo a la Tierra; y aún más, que oponerse al feminismo es reaccionario, antiprogresista, cavernario; y por si fuera poco, que casi estamos convencidos de la necesidad de que un mal hado halle a quien no comparte la buena nueva. Pero esa efusividad pretendidamente racional me da qué pensar, me sugiere que detrás de tan vana palabrería se oculta un sinsentido enorme.

Por una parte parece que la sociedad contemporánea no tiene realmente ninguna razón válida para celebrar a la mujer. La sociedad contemporánea podrá ser todo lo carente de valores que se diga, pero nunca abandonada del buen tino del progreso que se ha sabido producir. Nuestra sociedad podrá ser escéptica y fanática respecto a todo, pero nunca poniendo seriamente en duda la virtuosa ciencia dadora de beneficios. Seguros de los beneficios, alcances e infalibilidad de nuestra ciencia, deberíamos estar convencidos que la mujer no es más que un accidente de la lotería genética, un fútil producto del azar. En medio de esa banalidad no hay razón alguna para celebrar, porque finalmente el progreso moderno no permite celebrar nada que no sea a sí mismo.

Por otra parte está el modo de celebrar. En uno y otro lado parece necesario refrendar, una y otra vez, que la mujer tiene derecho a tal o cual cosa, que debe ser protegida de tal o cual cosa, que no merece una vida indigna, que es igual a los hombres; en apariencia, todo ello no difiere en nada de la más simple declaración de derechos humanos, mas lo que dota de particular patetismo a los argumentos feministas es el carácter martírico que endilgan a la mujer. Insistentemente, en los discursos a favor de la mujer, se le exhibe como incapaz, débil, necesitada de ayuda y reconocimiento; y así, todos los discursos con que se pretende elogiarla, no hacen más que justificar lo evidente: habrá que destinar un día para fingir que realmente nos importa.

Y aún peor es la actitud de las mujeres mismas, pues se presentan dramáticamente traumatizadas, siempre sufridas, siempre heroicamente cristianas. Y sólo siendo así se justifican todos los discursos, la propuesta de planes especiales para asegurar su desarrollo, la promulgación de leyes específicas que nos recuerden su importancia. La celebración, por tanto, ni es auténtica ni tiene sentido. El día internacional de la mujer sólo permite la demagogia reconfortante de nuestras hipocresías.

 

Námaste Heptákis

La cama pública

the lion roaring behind the door of the closet turned out,

when that door was opened, to be a little, domesticated cat.

Libertad, igualdad y fraternidad fueron las promesas de la revolución ilustrada, y con ella los objetivos de la vida política moderna. El éxito paulatino en la realización de los ideales modernos ha modificado insospechadamente nuestra vida política, pues ahora parece que estamos pendiendo de un hilo mientras intentamos conservar la unidad social. Mucho se dice, sobre todo en los círculos conservadores, que nuestro problema es de valores, y con ello se sugiere que nuestra solución está en la educación. Mucho se dice, sobre todo en los círculos progresistas, que nuestro problema es de hechos, y con ello se sugiere que nuestra solución está en la implementación de programas adecuados de acción. De uno y otro lado se dice que lo indispensable es contar con un grupo de expertos que nos sepa guiar. Sin embargo, lo que se oculta hablando así es que se espera manejar la vida privada desde la esfera pública. Por mi parte, yo creo que sus argumentos tienen una carencia esencial: creen que lo público se puede medir con la misma tasa que lo privado, o lo que es lo mismo que la familia es cuestión de política pública así como un estado es una representación en letras grandes de un hogar.

Es cierto, por un lado, que la familia es un núcleo que permite discernir entre lo público y lo privado, pero también es cierto, por otro lado, que la distinción primaria de entrambos es anterior a la familia. Basta recordar, al menos, aquel eslabón de la dialéctica erótica de la historia relatado por Heródoto en el libro primero de las Historias, donde se muestra la desmesura ineluctable de Candaules al divulgar los secretos del propio lecho: la intimidad, el primer estrato de lo privado, se determina a partir de eros. Nótese, además, que el rasgo primero de lo privado no funda familia, pues no toda relación erótica es reproductiva. O dicho de otra manera, la familia no ha de tener necesariamente un sustrato erótico.

Obviamente, para todo lector de los clásicos ha de ser evidente que es precisamente eros lo que más hace tambalear a la vida pública, que eros es el mayor peligro político. Piénsese, por ejemplo, que los problemas maritales entre Agamemnón y Clitemnestra, así como sus respectivos idilios con Casandra y Egisto, dejan al pueblo argólico en vilo al final del primer tanto de la Orestíada. Eros no funda familias, pero sí las disuelve, y disueltas la comunidad languidece. Otra cosa es preguntar qué pasa cuando eros sí da forma al núcleo familiar.

La volatilidad de la sociedad en las manos de eros moduló la configuración contemporánea de lo privado. El ideal ilustrado de la libertad, libertad ineludible a la condición de todo sujeto moderno, se esgrimió como la bandera de batalla durante la revolución sexual del siglo XX. La esperanza de libertad de los revolucionarios sexuales se orientó a eliminar las diferencias entre lo público y lo privado en cuanto al erotismo, inoculando la vida pública de una saturación obsesiva por el sexo, que es tan indiferente, instantáneo y pasajero como para distribuirse en grandes cantidades bajo la forma de una necesaria e indispensable liberación mecánica de energía (libido) asequible como derecho para todo ser humano. De ahí vienen las políticas de salud pública, la educación sexual y la exposexo.

Disuelto el primer estrato de la privacidad mediante la publicación de la vida sexual, queda el núcleo familiar como remanente de la distinción entre lo público y lo privado. Sin embargo, envuelto en la bandera del segundo principio ilustrado, el feminismo vino a instaurar la igualdad entre los seres humanos y con ello a disolver en la familia misma los límites mentados. Transfigurando en roles las diferencias, la nueva igualdad entre los sexos garantiza un socialismo de colchón en el que la madre contribuye al progreso familiar como workhouse, el padre participa de las tareas domésticas preparando botana para los invitados, jugando con el bebé o lagrimeando con la telenovela del horario estelar, mientras ambos se enfundan en jeans para llevar los pantalones en casa.

A mi modo de ver, sólo queda otro estrato de la privacidad que puede fundar comunidad ―pues fundando todo en la familia, la comunidad sería indistinguible del clan o la tribu―: la amistad. Sin embargo, es sencillo ver que con el establecimiento gradual del tercer ideal ilustrado muy pronto la amistad podrá ser substituida por la filantropía científica que lo mismo modifica secuencias genéticas para beneficiar a tal grupo poblacional, que recauda víveres para los caídos en desgracia. Eros banalizado, la philía amenazada, y disipándose el raro punto medio entre ellos que da esencia a la relación familiar, los revolucionados cada vez tenemos menos por que vivir, aunque más aparatos, prerrogativas y entretenimientos para displicentemente pasar el rato inventando la felicidad.

 

Námaste Heptákis