Por A. Cortés:
Cansado de que nadie lo comprendiera, Ánfer compró a un típico vendedor un boleto para el último viaje de su vida. Pasaría mucho tiempo antes de que pudiera arreglar todos sus pendientes e irse para siempre, olvidándose de todo y de todos; pero ya se había convencido de que era lo mejor en lo que podía gastar su fortuna. Y era lógico que el viaje costara tanto: al fin, después de una búsqueda exhaustiva que había tardado 436 meses, los ingenieros, astrónomos y arqueólogos reales habían encontrado escondida en una canastita en la cima de la colina más alta del mundo, a La Felicidad. Sin dilatarse habían renegado los escépticos. Mas no era una felicidad, como había pasado años antes con el fracaso del Valle del Gusto; ya lo habían confirmado los expertos tras un examen cronomatográfico, definitivamente era “La” Felicidad. ¡Pero claro que vendieron inmediatamente un viaje doble hacia la colina! Y hubieran vendido cientos más, si no hubiera sido porque ningún tren soportaría el sinuoso trayecto sin destartalarse en segundos; ninguno, más que el X88HG-32Q 3000. Ánfer sólo había oído rumores sobre esta máquina maravillante de la mecánica moderna. Había sido tan cara de construir, que era única, y sólo había alcanzado para ponerle dos asientos.
Así pasaron muchos meses.
Un auto viejo pero cuidado y reparado varias veces, se estacionó en un angosto cajón dibujado, a cuyos lados nadie se había detenido aún. Era muy temprano. Sehal bajó del coche y, ajustando su sombrero a su reacia cabeza, dejaba ver que sufría la talla y media que le faltaba. Lo había vendido todo, menos su ropa vieja y el coche abandonado de sus difuntos padres, para comprar el segundo pase para el viaje. Ánfer, a quien a lo lejos ese tipo le pareció muy extraño y chistoso, tosió disimulando una risa maliciosa mientras caminaba hacia el mismo punto. Se sentía nervioso por su próxima travesía, y no podía esperar más. Como estaba estipulado, puntualmente, Sehal y Ánfer llegaron a la Estación Extraordinaria de Trenes Extraordinarios del Centro a las 4:36.
Cuando estuvieron uno frente al otro, hicieron al mismo tiempo un ruido que tal vez fue un saludo. Pasó un ratito antes de que ninguno hiciera nada más. Luego Sehal habló en voz ronca, que revelaba que no hacía mucho tiempo que había triunfado su despertador: “Me dijeron que ya habría salido el sol a esta hora; bueno, yo no conozco por aquí”. Ánfer apenas volteó a verlo, se veía más bien ansioso por el viaje, volteando a revisar toda minucia del boleto: que si estaba bien escrito su nombre, que si había visto bien la hora, que si sí era un boleto de la EETEC y no de la EETEP… “Pero bueno, no importa mucho el sol allá a donde vamos” se respondió a sí mismo Sehal; su voz adormilada prometía suavizarse, tal vez cuando fuera más tarde.
Cuatro minutos después, un hombre gordo de bigote grueso y anchas manos se les acercó. “Bienvenidos, señores. Me place que se hayan convencido de hacer este viaje tan extraordinario, que sólo nosotros, la EETEC, ofrecemos. En siete segundos llegará aquí el tren Equis Ochenta y Ocho Hache Ge Guión Treinta y Dos Cu Tres Mil, (en eso llegó el tren) que los llevará en un trayecto directo a La Felicidad. Tomen en cuenta que la colina más alta del mundo es tan alta y está tan lejos, que el viaje más veloz tomará unos varios… pues mucho tiempo. Ningún maquinista puede acompañarlos, pero este tren se maneja solo; y con mucha pericia, ya verán. Cada quién tendrá un pequeño cuartito, y todos los víveres que puedan necesitar los encontrarán en saquitos etiquetados con el nombre de su alimento. Es todo. Pasen por aquí para abordar, denme sus boletos”. El hombre de uniforme cortó en dos partes cada rectangulito de cartón, y después de dejarlos sentados uno al lado del otro, se fue.
Ánfer miraba fascinado cada pequeño detalle del tren, mientras Sehal veía cómo le hacía para acomodarse de la mejor manera en su apretado asiento. Después de un silbido que se quedó muy por debajo de la espectacularidad de la ocasión, el tren arrancó solo con una velocidad que lo hacía parecer vuelo. Ese día fue el primero en el que se vieron Ánfer y Sehal. Pasaron así muchos.
Desconfiaron primero de la comodidad de la compañía; después de todo, ninguno de los dos había tenido que verle la cara a una misma persona con mucha frecuencia; mucho menos diario. Pero al poco tiempo se dieron cuenta de que no era tan desagradable su situación, y de que con la voz de uno o de otro podían pasar el tiempo sin hartarse más de lo que se hartaba cada uno en su ciudad. Una mañana, mientras Sehal veía salir el Sol, maravillado preguntó a Ánfer: “¿No te parece que el color de las nubes está cambiando mientras más nos acercamos a la colina más alta del mundo?”, “Yo pienso que cambia mientras más nos acercamos al desayuno, más bien”. Y así por mucho tiempo sus conversaciones versaron sobre La Felicidad: estuvieron hablando sobre la forma que tendría, sobre su tamaño y su color; hablaron también de cómo iban a repartírsela, y de que si no podía partirse, qué días la tendría cada quién.
Después de unos meses, otros muchos temas comenzaron a aparecerse de a poco en las conversaciones. Hablaron de sus pasados, de sus proyectos. Contaron anécdotas graciosas, y se incomodaron mutuamente con pláticas pesadas. Y no mucho tiempo después empezaron a inventar juegos de destreza para divertirse. Inventaban cuentos y turnándose el otro desbarataba el del uno, metiendo nuevos personajes y giros en la historia; escribían e intentaban memorizar palabra por palabra el texto del otro; aprendieron a cantar en armonía y repasaban sus tonadas preferidas; ambos conversaban a veces hasta muy noche y se olvidaban del tema inicial.
Muchos años estuvieron notando leves cambios en el paisaje: nueva vegetación, nuevas flores, a veces montes nuevos a lo lejos. Un día, por fin el tren topó con una inclinación: habían llegado a las faldas de la colina más alta del mundo. Emocionadísimos, esperaron a que el tren se dispusiera automáticamente para comenzar el ascenso veloz hacia La Felicidad. “Apenas lleguemos, me tenderé en el suelo a dormir quieto, dijo Sehal, no recuerdo ya cómo se siente la tierra inmóvil”. Ánfer sonrió diciendo “eso si todavía puedes dormir sin el arrullo del ajetreo motorizado”. Justo cuando los dos iban a ir a sus cuartos a cambiar sus ropas informales por algo digno del momento, un rechinido los pasmó. Luego otro, y una pequeña bocanada de humo abrió un igualmente pequeño boquete en la reluciente lámina del tren. El motor, cansado, dio sus últimos jalones a las bandas, que reventó como si les tuviera tirria, y al final el sorprendente X88HG-32Q 3000 chilló como un metálico animal enfermo, y se detuvo con todo y su escándalo.
“¡¿Qué?!”, gritaron al unísono Ánfer y Sehal. La colina más alta del mundo era incaminable, su inclinación era tan ridículamente pronunciada que hasta parecía que se les vendría encima como una pared desbalanceada. Después de que pasaron el primer silencio amargo que cayó sobre de ellos, decidieron salir a ver las fallas. Ninguno tenía ni la más mínima idea de cómo reparar el tren. Vieron hacia arriba como si fueran a facilitar el camino de la colina con sólo quererlo. “Bueno, dijo Ánfer, iré a ver si se nota un pueblito a lo lejos, y te aviso para que vayamos a buscar quién nos ayude”. “Mejor vamos los dos, como ya está haciéndose noche será más fácil encontrarlo si ambos buscamos”.
Caminaron por la noche hasta cansarse, pero disfrutaron mucho del suelo firme bajo sus pies. Por muchas noches vagaron lejos de la colina, platicando gustosos. La olvidaron. Se olvidaron al tiempo del tren, y siguieron caminando juntos, aprendiendo más del Cielo silencioso de lo que habían podido dentro del rugido de la máquina. Se olvidaron del camino de vuelta. Se olvidaron de su viaje. Una de esas noches, Ánfer pudo ver por primera vez la magnitud de cada estrella; Sehal miró de pronto la maravilla en sus ojos colgados del profundo azul obscuro de la noche alumbrada por la Luna, y le dijo entonces: “Oye, y dime, ¿cómo te llamas?”. Éste bajó la vista queriendo notar el temple del hombre chistoso que alguna vez había visto con su sombrero apretado a su grande cabeza, y se rió “supongo que no importa, si hasta ahora se me había olvidado decírtelo”. También riendo, “Ya te pondré un apodo”, dijo Sehal, y en cuanto la luz de la madrugada pareció alumbrar un pueblo a lo lejos, y el viento matutino trajo lejanas conversaciones, puso su mano en el hombro de su amigo.