El Hombre que Apenas Vivía

Ahí tienen a un hombre que salió temprano de visitar a su madre en su casa. Iba a las prisas a encontrarse con Guifo, un sujeto que conocía desde hacía mucho tiempo y que ahora le había pedido consejo porque estaba pasando por días muy difíciles. Se verían, como lo habían hecho un par de ocasiones, en un barcillo por el Paso de las Guirnaldas y charlarían. Seguramente ese pobre, pensaba el hombre, no tiene a nadie con dos dedos de frente que le ofrezca un par de oídos y otro de valiosos comentarios, y obviamente tiene que sacarme a mí de mi rutina.

Cuando la conversación ya llevaba varias vueltas, Guifo contrajo con una mueca la cara, deteniendo el llanto, y dijo:

-Lo peor es que no disfruto lo que normalmente me gusta, ahora estoy sufriendo todo el tiempo. Y me da vueltas en la cabeza la idea de que me lo merezco, porque por mucho tiempo lo preví sin hacer nada para evadirlo.

-Mira, es mejor que no te preocupes por nada. -dijo el hombre que había estudiado el pensamiento de todos los hombres con nombres pronunciables en occidente.- Los hombres estamos hechos para vivir sufriendo: nadie puede entender por qué vale más la pena suicidarse temprano, antes de haber pasado por toda esa pena que se tenía que evitar.

-Si me estás diciendo que me mate, mejor vete tú al diablo, porque eso no soluciona nada.

-No, no entiendes. Más bien te estoy diciendo que no puedes suicidarte, porque no entiendes que la vida es sufrimiento. Antes, tienes que pasar por esto que te está haciendo tanto daño. Y para cuando entiendas (si acaso lo haces), será demasiado tarde.

-¿Cómo es que sabes esto?

-Lo sé. Yo he estudiado mucho: esto lo explica muy claramente Glèareau en su Respiro y Resfrío, donde dice que “la Muerte es una risueña estafadora, cuyo máximo engaño es hacerte pensar que su trato es una estafa, hasta que la tienes encima y te das cuenta de que todo el tiempo había sido el mejor negocio, ahora desperdiciado”.

-¿Cómo, es que tú piensas matarte?

-¡No! Claro que no.

-Pero estás diciendo que eso es lo mejor, ¿no?

-No, ése es el encanto. Yo tampoco lo he entendido.

-Pues se ve que yo menos. No me figuro cómo puedes darte cuenta si no lo has captado.

-No es tan difícil, porque vivimos en una ilusión. Cuando te das cuenta de que la ilusión de la vida sólo tiene sentido porque está colindando con la muerte, entonces se hace claro.

-Tendrás que traer para mí desde ultratumba tu conocimiento si quieres que te siga.

-Mira, tú me dices que has dejado de poder disfrutar tu vida, y que ahora hasta la comida te es insípida.

-Lo he hecho, antes…

-Bien. Pues eso es parte de la ilusión. El dolor y el sufrimiento son opuestos al gozo y el placer, ¿no?

-Sí, son contrarios.

-Bueno, pues cuando te places de algo, te das cuenta de que tu dolor no existe; pero eso mismo sucede en la situación contraria: ahora que estás tan acongojado, ni siquiera la comida que sabes que te gusta logra agradarte.

-Cierto.

-Eso no tiene sentido, a menos de que veas que lo que sufres es parte de todo el juego: la vida completa es un juego cruel en el que sólo disfrutamos en contraste con lo que sufrimos. Ésa es la raíz de la ilusión: la carne no puede sufrir ni gozar, sólo puede descomponerse. Pero la única manera de darse cuenta de eso, es viviendo la experiencia dolorosa de seguir existiendo mientras creemos que en algo tiene sentido que existamos.

-¿Y para qué querría yo saber eso?

-Si te interesa saber cómo son las cosas, así son. Si quieres seguir pensando que tu dolor es muy importante, pues allá tú.

-No, me refiero a ¿por qué quieres tú saber eso?

-Ya te dije, porque así son las cosas.

-No, no me has dicho. Si las cosas son así, ¿por qué alguien querría algo?

-Estás diciendo necedades: la tragedia de la vida es que no podemos darnos cuenta de que no tiene sentido, pero no tiene sentido.

-Seré muy necio, pero reconozco a un campeón cuando lo veo y la tuya es una muy valiente victoria: siendo que la vida, según tú, nos “engaña” haciéndonos creer que no tiene sentido, tú y el tal Guglabú ése que lees le van ganando por varios metros en la carrera.

-Bueno, si te quieres hacer el chistoso, puedes hablarle a algún otro. Yo no tengo tiempo para esto.

-No, espera, quiero que me digas algo: si la muerte es el gran negocio de la vida, ¿qué se gana con él?

-Mucho menos sufrimiento, para empezar. No tendría nadie por qué pasarla tan mal como tú dices que la pasas.

-¿Y no es que una ganancia ilusoria es lo mismo que no ganar nada?

-Pero si lo comparas a estar sufriendo en la ilusión…

-No, no lo compares, porque estar vivo y estar en la ilusión no son lo mismo.

-Por eso no entiendes nada: claro que son lo mismo.

-Bueno, entonces no veo el problema.

-¿Cómo?

-No veo razón para no preocuparme por mi dolor: si yo vivo en la ilusión, entonces soy tan falso como lo que siento, y si lo que siento es para mí, el Fantasma Mundano, dolor y placer, entonces tan verdaderos son para mí ambos como lo son para cualquiera que se supusiera verdadero. Y como yo vine a hablar contigo y no a hacer como que hablaba, mejor ya me voy.

-Bueno, no me importa. Pero escucha por último: tus creencias bonitas y tus ideales cómodos te anclarán a este mundo, pero tarde o temprano te vas a dar cuenta como yo, de que siempre es demasiado tarde y, ya que estés viejo, vas a saber que no valía la pena vivir.

-Asunto arreglado: mientras tenga elección me aseguraré de que vivir no sea penoso.

Comunidades que Cuentan

Desconozco la opinión de la mayoría sobre la puntualidad. Bueno, quiero decir que desconozco su posición ante ella. Sé que no es cosa que se respete, pero no estoy seguro de si lo más corriente es que se considere con irritación la necesidad de llegar a una hora determinada por alguien, o si simplemente se vea como uno más de los eventos en la vida de los obsesivos compulsivos con los que podemos seguir viviendo. Al loquito le sonreímos y accedemos a lo que dice, aunque sepamos que está equivocado.

En ningún caso es ajeno a nosotros lo que quiere decir eso: puntual. La palabra suena vieja pero no es fea, es vigente pero poco atendida, y hace pensar en concordancia, en estar en algún lugar al mismo tiempo que la manecilla del reloj alcanza el punto. También hace pensar en el buen cálculo de la llegada a un sitio (punto) elegido. Cuando se proyecta viajar de un lado a otro, y llegar en tal o cual tiempo, es el éxito del proyecto. Pero además, es un proyecto de común acuerdo: se decide la hora y se proyecta con ella. En una película que disfruto mucho ver dice un hombre puntual que alguien de su tipo “nunca está tarde, ni tampoco demasiado temprano: él llega precisamente cuando lo desea”. Mas podría parecerle al muy puntual que ya no tiene mucho caso llegar a la hora estimada cuando el resto de los invitados da por sentado que todos llegarán después. Bueno, no nos interesa tanto lo que piense el muy puntual, sino más bien si nosotros mismos creemos que no tiene sentido.

La comunidad en la que este tipo de asuntos cobra o pierde importancia es el lugar fundamental desde el cual se nota qué sentido tienen, así como viajando en una embarcación la relación entre las constelaciones indica la dirección en la que se navega; porque aún diciendo que es importante para uno mismo saberse puntual, la puntualidad ya no tiene el mismo significado si sólo es para él que si es para todos con los que convive (se vuelve asunto de, como lo dije ya exageradamente, obsesivo compulsivo). Se necesita de una participación de los que viven juntos, y al final es imposible escapar al hecho de que las cosas que hacemos y omitimos siempre tienen una imagen ante los demás. Es muy lógico pensar que esa imagen tiene que cambiar en buena medida dependiendo de quiénes son esos “demás” y de qué hacen ellos mismos. Por más “individuos libres e independientes” que nos creamos, no podemos aislarnos de manera pura de la convivencia. Si para la gente entre la que vivimos no es importante la puntualidad, entonces podemos pensarla muerta, como muere una tradición cuando ya no se celebra (y ya sólo se repite rutinariamente para “rescatarla”).

La puntualidad es buena costumbre -dirá entonces al que tratamos de convencer de que no tiene sentido-, y vale la pena mantenerla porque en nada daña quien llega a tiempo, aunque sea el único, mientras que los que se dilatan demasiado sí molestan. Claro, muchas otras cosas también parecen buenas costumbres por evitar molestias o por mantener más orden en nuestras relaciones, como el buen acomodo de los cubiertos al comer, o el guardar silencio mientras alguien más está hablando. El problema del que quiere cuidar lo que le parece buena costumbre es que tiene tarde o temprano que aceptar, si piensa un poco en lo que hace, que ya no es costumbre lo que no se estila entre los suyos, y que por más buena que se la imagine, no puede ser parte de lo que está en sus manos conservar. Se vuelve más bien un buen hábito, y eso sólo en espera de una buena respuesta (como quien siempre llega a tiempo guardándose de hacer esperar a alguien más que resultara ser puntual).

Se vuelve mucho más importante esto cuando nos damos cuenta de que incluso pensando que estas cosas son de recatados y pomposos, también son de las que menos tenemos que preocuparnos: muchísimas de las cosas más importantes dependen de la naturaleza de nuestra comunidad. Y ahora sí que no creo estar exagerando. Me refiero por ejemplo a que nuestra noción de qué es una buena persona, o de qué significa ser inteligente, qué significa hacer bien, qué significa “ser hombre de bien”, ser justo al decidir o al hacer, qué es admirable y por qué cosas se vale insultar. Éstas forman buenísima parte de nuestra vida, y tienen su suelo plantado en el tipo de comunidad que somos. Entonces cabe preguntarse gravemente si tiene caso que las intentemos conservar de un modo o de otro por cuanto depende de nosotros, después de darnos cuenta de que eso es poquísimo. O más bien la pregunta sería si “conservar” es algo que podemos hacer con ellas. Sería gran soberbia pensar que siendo uno “bien educado”, o “decente”, se puede mover a todos los demás a que lo sean con uno. Eso nomás no pasa. Y si acaso nos sonríe la fortuna, quizá se mueva a uno o a dos a que nos emulen cuando creemos estar en lo correcto sobre estos asuntos (y ¿qué nos asegura que lo estamos?).

Ahora, yo pienso que sí vale mucho cuidarse uno mismo de estas cosas, y tratar de vivir conforme a buenos hábitos aún cuando dije en tantas líneas que la comunidad puede haber dejado de prestarles atención. La razón de mi confianza es que sí tenemos en algo de esto poder para elegir entre quiénes vivimos. No mucho, quizá, pero sí tenemos cierto alcance: para empezar, no veo cómo la comunidad sería el Estado, ni mucho menos el país, sino que más bien son aquellos que en verdad viven juntos y que por ello tienen mucho en común. Presumiblemente tienen en común lo que creen más importante. Por lo menos tenemos la posibilidad de elegir con quiénes nos juntamos (y de quiénes nos alejamos), y buscar con quiénes hacemos nuestras vidas, y en ello tal vez esperar que las cosas que creemos buenas se conserven entre varios (que pueden no tener nada que ver con la puntualidad). No sólo que se conserven, sino que se promuevan.

Es verosímil esperar tener esa posibilidad de afectar, aunque sea en muy poco, lo que nos pasa y lo que hacemos de nuestra comunidad. Sin embargo, hay un caso más complicado que, aunque está fuera de la discusión presente, cabe preguntarse con detenimiento: ¿y entonces qué pasa cuando nuestra intención es educar a alguien -como a un hijo-, tenemos poder de elegir lo que le es conveniente, o estamos a las manos de la suerte?

Revisitando a Cavafis II

Para los escépticos de

la verdad y la belleza

 

Traslado al español del poema «Por demás extraño» (Πολύ Σπανίως) de Constantino Petrou Cavafis

Un anciano.

Fatigado y encorvado,

por los años mancillado

-además por los excesos-,

anda apenas cauteloso

por callejas caminando.

En su casa, escondiendo

las ruinas que deja la vejez,

permanece meditando

qué de joven queda en él.

Al momento, dos garzones

recitan juntos sus versos,

y del viejo las visiones

pasan vivas, más vehementes,

en los ojos siempre ardientes

de los jóvenes.

Sus mentes vigorosas y sensuales,

sus cuerpos bien torneados y muy firmes,

se estremecen juntos

ante la justa expresión

de la belleza.