«Although now long estranged,
Man is not wholly lost nor wholly changed.
Dis-graced he may be, yet is not de-throned,
and keeps the rags of lordship once he owned:
Man, Sub-creator, the refracted Light
through whom is splintered from a single White
to many hues, and endlessly combined
in living shapes that move from mind to mind.
Though all the crannies of the world we filled
with Elves and Goblins, though we dared to build
Gods and their houses out of dark and light,
and sowed the seed of dragons—’twas our right
(used or misused). That right has not decayed:
we make still by the law in which we’re made».
Leí hace poco en este lugar un párrafo en el que Alfonso Reyes advierte que corrientemente ocurre una impertinente confusión de lo real con lo feo. El comentario nace de una reflexión breve sobre nuestra disposición a las historias que se nos muestran con el cine y sobre los artilugios con que los cineastas logran que lo más falso parezca verdadero, cuando muchas veces lo verdadero no les sirve para sus propósitos[1]. El ejemplo del cine sólo sirve para enfatizar el arte del imitador, pero no se queda nomás en el cine: todo relato requiere del relator un entramado del discurso y una disposición especial de sus imágenes en las que presenta lo que ha de suponerse como verdadero. En nuestro contacto con un relato, pareciera que lo que deseamos de él es un signo de nuestro gusto, y nuestro placer al verlo y juzgarlo es un signo de nuestros deseos. Así, lo que se pone de relieve es que deseamos de un relato que se nos muestre lo real. No vamos a ver una película sobre una historia inventada porque fue inventada, sino porque a través del invento se nos muestra algo que queremos ver sobre las cosas. Si todo en una historia nos parece inventado la trama no tiene sentido (difícil de imaginar, ese «todo»), y por otro lado, si dos personajes ficticios se enamoran, se nos enchina la piel cuando el amor parece amor verdadero. Podemos tomar esta reflexión y darle una pequeña vuelta, para notar qué aparece al anverso: qué nos complace al atender un relato revela qué esperamos de la realidad. ¿Qué sería de la experiencia de escuchar un relato si no nos placiéramos y doliéramos al escucharlo? Sin embargo, esperar lo real por el placer que nos hace sentir acarrea consigo un peligro: la advertencia de Reyes, ésta de que corrientemente confundimos lo real con lo feo, quiere decir que se puede desear lo feo por creer que eso es más verdadero que todo lo demás, y que detrás del discurso de quien quiere que lo que se muestra sea siempre lo real, hay una tendencia a rebozar el deseo de vivir lo feo del mundo.
Lo bueno de lo feo, si se me permite decir tal cosa, es que no podría salir de ningún lado en un mundo que no rebosara belleza. En 1938 un cuentacuentos inglés acuñó la palabra eucatastrophe para indicar el súbito e inesperado giro de los eventos de un relato de lo peor a lo mejor. Según dice este señor, tal cambio ocasiona un júbilo que satisface un deseo natural en el que escucha el cuento. ¡Tuvo que acuñar el término porque lo normal es hablar de catástrofes, y aún así dice que este anhelo es natural! Al giro de la palabra tendrá que aparecer algo muy maravilloso si acaso vamos a convencernos de que tuvo alguna buena razón para engendrar su neologismo. Si se quisiera poner a prueba esta «naturalidad» se necesitaría recordar, o mejor dicho, cada quién necesitaría recordar qué clase de placeres ha experimentado al contacto con los discursos, y con qué tipo de ellos. ¿Mas no es de lo más difícil de notar, lo natural de nosotros? Al primer momento tendremos que estar lidiando con qué creemos que es personal, sólo nuestro, adquirido como un gusto por el vino, con hábito paciente y una reiterada exposición; y qué estaba desde siempre allí, qué es de todos los hombres, y qué no podríamos haber cambiado más que a través de arteros métodos que nos enchuecaran como se curvan las matas a la fuerza para decorar los frescos arcos de los jardines italianos.
Afortunadamente para nuestro propósito, la profundidad de este problema ni siquiera tiene que avistarse si se quiere poner en evidencia la irresponsable falsedad de los feístas, pues «naturaleza» quiere decir por lo menos dos cosas: una, cuando habla de lo óptimo; otra, cuando habla de lo posible. El hombre es capaz de la voracidad más vil y rapaz sobre la tierra, el mal del mundo humano puede extenderse al mal del mundo, y el peor de los hombres sobrepasa en males con facilidad a la bestia más hosca y destructiva. Sin embargo, desear que ésta sea la imagen que representa al hombre es un deseo más afín a esta baja criatura, que a la verdad. Que la naturaleza del hombre le permita tal bajeza no nos aleja de poder notar con facilidad que ésa no es su mejor cara. Los feístas, por este deseo (quizá perverso), dirán que hablar del hombre decente y responsable, de las buenas costumbres y las sanas relaciones humanas, es parlotear sobre buenas pero vanas esperanzas; dirán también que los otros, ciegos por su ímpetu de que el mundo fuera un mejor lugar, nunca hablan de cómo son las cosas, sino sólo de cómo deberían de ser. Todo eso es mentira. El mundo es el lugar de bellezas insospechables y maravillas que arrancan el aliento para devolverlo dignificado, de acciones que merecen nuestra admiración a gritos y aplausos, y de profundas inspiraciones de respeto y veneración; y el mundo también es el lugar de terrible ignominia y vergonzosa decadencia, de abominaciones de carácter y de figura, de deshonras inescapables y hondas tristezas. El mundo real es éste, y el ser humano real vive en él. No parece tan descabellado que un deseo de experimentar el júbilo de lo bueno sea sana y naturalmente satisfecho en un relato del que se espera «la verdad», lo real. El puro placer de vivir bien luce con un cálido tintineo la dignidad del ser humano: aunque haya pocos, los buenos seres humanos actúan y dicen bien. La gran cantidad entre la que la mayoría nos contamos, lo intenta.
[1] Es como pintar caballos para que parezcan vacas ante las cámaras; y para simular caballos, amarrar un montón de gatos y ya.