Un mal recuerdo

Por el polvo cegados los dos ojos

y dejando la vista en el olvido,

sueño con aquel joven malnacido

por el que dejé abiertos los cerrojos.

 

Ahora sólo hay viles despojos

de lo que antes fuera desprotegido.

Y me culpo de no haber acogido

las advertencias de los boquiflojos.

 

Ya estaba bien, pero encontré su foto,

vi aquel rostro cubierto de recuerdos

y con lágrimas formé un diluvio.

 

No afloraron aquellos desacuerdos

Extrañé sentir su cabello rubio

Pero el llanto renovó aquel voto.

 

Maigo

Sin palabras

Han oído alguna vez eso de: “… ya no tengo nada por decir…”, “… no hay palabras  para esto…” o “… me dejaste sin palabras…” Seguro tanto que ya es un lugar común, de lo que no estoy segura es de si en verdad lo entendemos o podemos dar cuenta de lo que se quiere decir, cuando se dice. La cuestión primera es ¿por qué a veces alguien puede quedarse sin palabras? Claro que hay modos de quedarse sin ellas, es decir, es diferente el silencio ante lo que no puede decirse –cuando es mejor (idóneo) no decir nada porque no puede ser dicho–  a cuando ya no hay nada por decir –no queda nada por agregar puesto todo ya ha sido dicho– y es diferente también a no sé qué decir – reconozco que existe aún algo por ser dicho, pero no sé qué o, peor aún, sé del contenido pero no sé cómo decirlo–, además de que todo lo anterior es desigual a quedarse sin palabras dado que se oyó o se supo algo de magnitud tal que no se sabe qué responder, cómo replicar –escuchar algo para lo que no se estaba listo y quedarse, llanamente, acallado–. Al menos ahora he distinguido entre los tipos de guardar silencio.

Lejano queda pues, de todo lo anterior, el saber qué decir y quizá hasta cómo decirlo,  pero no tener a  nadie quien quiera escucharlo. Claro que este silencio implica que de lo dicho se sigue el ser oído necesariamente. ¿Siempre que se dice es para que se oiga? A lo poco que llegan mis elucubraciones parece que sí, porque a lo que se teme de no decir correctamente o de decir boberas, es al juicio del escucha, sin importar que éste sea uno mismo. Ya lo decía el genial Demócrito “… hay que aprender a avergonzarse, primero, ante uno mismo”.

La cosa es que justo ahora, me he quedado en silencio. Por ver queda de qué tipo.

La cigarra

¿Victoria decente, señor Presidente?

 

Anoche nos dijo el Presidente

que lamentaba profundamente

la muerte de toda esa gente

-que aún confió en el Presidente.

Un ataque terrorista, dijo,

un hecho por demás deplorable.

Más de un padre, madre o un hijo,

muertos de la forma detestable.

Dio tres días de luto nacional,

tres días de faz entristecida:

ensalmo del terror emocional.

Mirada perdida, sorprendida,

denso espasmo de incredulidad:

es la vida del país perdida.

Námaste Heptákis

Ejecutómetro 2011. 8633 ejecutados al 26 de agosto.

 

Ideas en vuelo. “¿Por qué no reconocer que no he llegado, en mi religión, más allá del Libro de Job?”. Czeslaw Milosz

 

Coletilla. “Sólo pervive el mundo por un puñado de justos”. Javier Sicilia

Alumno Zen

El maestro Zen reía

mientras el discípulo,

tragando, comprendía.

La vejez por violencia

Si los mercadólogos hacen bien su trabajo (y no encuentro razones para suponer lo contrario), entonces podríamos pensar que lo que el mercado le ofrece a la mayoría es también lo que la mayoría de las personas desea. La televisión aún es indicador de lo que se le ofrece a la mayoría de los mexicanos, y es más visiblemente en los anuncios comerciales, como son más directos al respecto de lo que esperan que compremos, que se puede notar un deseo ferviente de no envejecer nunca. Se diría que nadie tiene por qué querer llegar a una edad en la que solamente son recuerdos la fuerza de los brazos y la tenacidad de las piernas, el placer del ejercicio y del baile, el deleite de poder darle deleite a todos los sentidos; pues tener todas estas capacidades y muchas que les son afines es signo de salud, parece ser.

Lo curioso es que en ningún lugar que yo haya visto últimamente ofrecen los vendedores sus maravillas diciéndole al espectador que se podrá ver como si fuera joven aún siendo viejo; más radicalmente, anuncian juventud. Directo y sin rodeos la ofrecen por dinero. Entre slogans y discursos de anunciadores venden la opción –que todos tenemos mientras tengamos la solvencia– de hacernos más jóvenes o quedarnos cuanto lo seamos, y no acercarnos a la vejez. ¡De hacernos más jóvenes y no acercarnos nunca a la vejez! Nadie se lo toma en serio (espero), porque nadie piensa realmente que con cremas se acaban los cumpleaños, y nadie es tan bruto como para imaginarse sin duda que un masaje detiene el tiempo; pero los anuncios revelan que sí hay un deseo de que pase, y lo que es más sorprendente, lo dicen como si pasara.

Mi sospecha es que vivir entre tanto aparato y artificio nos ha sobredispuesto a imaginar las cosas como si fueran afines a nuestras herramientas. Cuando un desarmador viejito se zafa de su mango y queda inútil, podemos pensar sin peligro de errar, que fue usado mucho o que fue usado mal o que el ambiente lo desgastó con el paso del tiempo. Lo que queda envuelto en el velo de esa seguridad es que si no lo hubiéramos usado tanto, o lo hubiéramos guardado en un lugar más propicio, no le habría pasado nada. Y efectivamente es así con la mayoría: si se cuida un aparato como debe de ser, no le pasa nada. No sólo estoy pensando en las herramientas de un mecánico, pienso también en las cosas de la casa, como una taza. Si la taza se cuida y no se cae y no se deja tres meses en el jardín y no se lava tallándose con piedras, no le pasa nada nunca.

Hacemos entonces como si el «cuerpo humano» fuera un aparato. Sí, decimos que complejísimo y queridísimo, pero lo tratamos como aparato al fin, acaso el más digno de cuidado. Nadie gastaría reparando su horno de microondas lo que se gasta una mujer rica en depilaciones permanentes, pero ambas inversiones tienen objetivos muy similares. La vejez entonces es descompostura, y la descompostura del mecanismo complejo llamado cuerpo humano es enfermedad. Pobres viejos porque ahora resulta que están todos enfermos. Y lo que más es de sorprender es que el tiempo no lleva a la vejez más que por coincidencia, pues tiempo bien llevado puede seguir pasando sin que por eso nos descompongamos (como mi horno de microondas, que es más viejo que yo). En vez de sufrir el momento de tener que arreglarnos será mejor alejarse desde antes de lo que obliga a estar en esa situación. ¿Y qué es lo ajeno al cuerpo, qué es lo que envejece por hacerle mal? ¡Lo artificial! También lo dicen todos los anuncios: las drogas, los ácidos, los pesticidas, los tratamientos de las fábricas, las toxinas, los químicos (¡los químicos no son naturales!), hasta el «estrés» y lo demás que suene no-natural, son todos males genéricos que clasifican como artificios. Qué cómico paraje éste al que nos hemos conducido: el mantenimiento del hombre se logra con una diligente distancia de lo artificial, un seguro, y dos chequeos anuales del médico (para hacer el cambio de aceite).

El discurso vertebral de estas acciones y estos deseos se hace fácilmente visible: el cuerpo humano es una complicada mezcla de materiales y su vejez o juventud dependen de su estado de salud, que no es otra cosa que el mantenimiento de su estado natural. Si mantengo el material natural intacto (o reemplazo lo que perdí) se mantiene también mi salud, y eso no debe de ser muy difícil porque las alteraciones del cuerpo son consecuencia de descuidos que permiten que actúen sobre él agentes externos. Por eso los anuncios hablan de quedarse siendo joven, porque al arrancar la juventud del tiempo e imputársela a la salud, hacen de la noción vulgar de salud lo mismo que la de juventud. ¡Hay quienes se llaman médicos y en ese nombre hablan de los síntomas de la vejez! Ahora sólo es necesario comer sanamente y alejarme de los químicos para nunca hacerme viejo, así como para que mi taza no se quiebre debo mantenerla alejada de los niños.

Triste vida para quien se crea herramienta ¿no?, porque si resultara que no es cosa de la salud la vejez, sino del hombre tal cual, y que es su natural forma envejecer por ser mortal, entonces tal persona estaría renunciando a apreciar con justicia buena parte de su vida. Y es cosa segura que morirá, o viejo o por violencia. No me extrañaría en tal caso que fuera un viejo, o una persona madura (que a sus ojos serán lo mismo), ácida y a quien la vida le parece de lo más odiosa. Sin amor por uno mismo, ¿cómo esperar de alguien que ame algo más? Y como dice por ahí el buen Jenofonte, ¿quién en su sano juicio confiaría lo que fuera a quien prefiere estar disfrutando de su juventud que estar disfrutando de la compañía de sus amigos?

Ciega escritura.

Borges mencionó en alguna ocasión que el trabajo del escritor es un trabajo en solitario. Lo que significa que escribir es algo que hacemos sólo en compañía de nuestros pensamientos. Si no fuera así, dejaríamos de sentirnos incómodos cuando otro observa sobre nuestro hombro lo que pretendemos escribir sobre una hoja en blanco. La curiosa mirada del otro sobre aquello que sale de nosotros y expresa lo que veníamos pensando nos desconcentra al grado de que ya no logramos articular discurso alguno y optamos por mejor dejar a un lado la tarea de escribir aquello que habíamos pensado.

Al ver en esto cuan celosa es la escritura, vemos que no podemos escribir en público, quien pretende hacerlo necesita abstraerse del mundo y verse solo para escribir con cuidado y sin inhibiciones. Sin embargo, esto no impide que lo escrito pueda salir en algún momento a la luz pública y comunicar algo a quien lee lo que otro ha escrito en la soledad más celosamente guardada.

La capacidad comunicativa que posee un texto cuando éste ha sido bien escrito y ha caído en las manos de un atento lector, es algo que no puede ponerse en duda, aún cuando se tache a la escritura de ser mucho más fría que la oralidad debido a que el tono de la voz no se ve con tanta claridad en la primera como en la segunda.

Juzgar a quien escribe en solitario como si fuera un ser desdeñoso y frío supone que la palabra escrita, es decir, aquella que sólo se asoma después de haber sido sopesada en la soledad, no dice tanto como las atropelladas palabras con las que luego pretendemos decir algo en medio de los lugares públicos como el mercado. Pero, juzgar de bien cuidado todo lo que se escribe, como para hacerlo público, sólo muestra que ya no prestamos atención a lo que leemos ni distinguimos al buen escrito del escrito descuidado.

De igual manera, puede pensarse que así como todo lo escrito tiene valor por el simple hecho de ser escrito y quizá publicado, todo lo que se dice sea o no un balbuceo tiene el mismo valor ante los oídos abiertos para recibir, sin prestar la más mínima atención a lo que reciben.

Sin embargo, si regresamos a la mención que hizo Borges respecto al trabajo del escritor como aquello que se hace en solitario y termina por rodearnos de amigos que son sombras difusas ante los ojos de los demás; podemos ver que la palabra escrita bien cuidada, celosamente guardada por el escritor que no la deja salir al tun tun, no es tan fría como la llegan a juzgar quienes no ven en ella las emociones expresadas en la oralidad, más bien es mucho más cálida toda vez que resulta del encuentro del escritor consigo mismo.

Maigo.

Filosofía

Cierto es que la filosofía es abarcante, seriamente abarcante. Se pueden hablar de más de mil temas con perspectiva claramente filosófica y casi todo el mundo –al menos los versados o interesados en ello, que tienen un juicio serio– podrían distinguir cuándo sí y cuándo no se aborda algo desde una visión filosófica; pero ya cuando se trata de decir qué exactamente es lo que hace que un tema o un abordaje sea enteramente filosófico, ya es difícil.

Un estimado amigo me dijo alguna vez que no bastaba que el tema preguntase o dudase para que tal o cual asunto fuese ya digno de denominarse filosófico. Es decir, ser necio y preguntón (tal como el paradigma de filósofo) no alcanza para creer que algo o alguien poseen actitud filosófica. Y lo dijo con razón puesto que se puede preguntar o dudar de muchos temas y de muchas maneras; dudar si mañana conseguiré trabajo o preguntar el sabor del pastel que estoy por comer, ¿es un problema filosófico? No al parecer y entonces se abren dos vías de respuesta: para pensar que algo es filosófico, si no es en la duda ni en la pregunta llana donde eso se nota, podríamos pensar que ya bien en la respuesta ofrecida a la duda o pregunta surgida o, por otro lado, que es el mismo tema en que se intenta abundar.

Primera vía. Si las respuestas que se dan a las interrogantes, fuesen tales que implicasen una elaboración exagerada del pensamiento o del lenguaje ¿ello haría que algo común o básico, tuviese repentinamente un sentido filosófico? En otras palabras, si la respuesta ¡Carpe diem! contesta la pregunta: ¿Compro ahora este auto carísimo que me endeudará de por vida?, ¿Esto hace que la pregunta o la duda surgida se relacione con la filosofía o más correctamente, con el filosofar?. Desgraciadamente esta disciplina adolece, por la grandiosidad de sus apotegmas, de caer en vulgarismos y lugares comunes que son grosera e insensatamente citados, aunque en principio hayan tenido un trasfondo grave. La cosa es que ese principio no justificaría responder de ese modo a cualquier pregunta corriente. Es evidente cómo una respuesta de esa magnitud no traería un interés formalmente filosófico. Segunda vía. Queda pues la opción de que sea el mismo tema quien haga que la situación se torne filosófica –opción que tienen por cierta los más–. Así, hablar por ejemplo del Logos o del A priori o del conocimiento en general, es lo que hace que una charla corriente se vuelva una charla especializada en filosofía. La cosa es que citar textualmente a Aristóteles o a R. M. Rilke y hacer gala de una pedante erudición, no es hacer filosofía –quizá es más bien todo lo contrario–, en oposición a lo que piensan aquellos que se quedaron con la asignatura obligatoria de Filosofía en el Bachillerato. Ahora ¿por qué traer a colación algo dicho hace algún tiempo por alguna autoridad en filosofía, no es hacer tal? ¿Por qué saber fechas, nombres o teorías de memoria no es filosofar? Porque eso sólo demuestra que se tiene inteligencia y retención de computador y no, las máquinas no filosofan.

Con todo ¿qué es pues, filosofar? ¿Cómo saber cómo se hace filosofía o qué sí lo es? Menuda cuestión, quizá sea más accesible discernir sobre qué no es filosofía y cómo no se hace. Puedo decir con certeza que exponer los pasos del experimento de Torricelli, hablar de la Selección Mexicana de Fútbol o investigar las repercusiones ecológicas que cierto químico afectó sobre la atmósfera de acuerdo a los planteamientos de Mario Molina –aunque sea en una clase de Filosofía, en la carrera de Filosofía, en un aula de Filosofía y lo diga un profesor de Filosofía– no es filosofar. Quizá si hablásemos de las consecuencias éticas (en el sentido prístino de la palabra) que ello traería o de las implicaciones que como existentes ello nos acarrea, eso comenzaría a tornarse medianamente filosófico.

Entonces si no es la simple duda o pregunta, ni lo es tampoco la respuesta ni la temática, ¿qué sí hace que un algo pueda tratarse como tema de competencia del filósofo? Quizá la actitud inquisidora, pero una actitud medida. Sí la duda pero no la radical pues ésta no llega a nada, ni la somera, pues significa muy poco. El filósofo sí pone en entredicho lo que se da por verdadero; duda, pero no para cumplir lo que Descartes dice que debe realizar por oficio. Quien duda porque sus profesores o sus libros así se lo piden, no duda de veras y quien no duda honestamente, no filosofa. La duda ha de ser franca, debe ser un ‘pero’ que incomode, que pique y que por medio de la disquisición filosófica, se note. La duda seria es pues, lo que podría distinguir entre un asunto filosófico y el compromiso de dar clases o escribir un libro o hablar en voz alta. Es la interrogante honesta sobre el interés honesto.

Ahora bien, hasta aquí podría pensarse que si un diseñador de modas vive apasionadamente su profesión, y duda con franqueza si la colección de otoño-invierno va mejor con tonos cafés o azules –buscando una buena solución– hace filosofía. Pero no. No porque, como lo he intentado decir, la pregunta franca debe repercutir en la existencia de quien se percata de ella, debe llevarle la vida en ello, debe dolerse con su duda, debe arrancarle un pedazo de sí, debe gastarse el sujeto en ella. Cualquier otra interrogante se contenta con cualquier otra respuesta, con una vaga solución. En otras palabras, si no se siente el pesar de la incertidumbre sobre el conocimiento, si no se advierte la finitud de la vida y la pobreza de la facultad ante la magnificencia de la pregunta y si no se sufre al dudar, entonces no se filosofa.

 La cigarra