Cierto es que la filosofía es abarcante, seriamente abarcante. Se pueden hablar de más de mil temas con perspectiva claramente filosófica y casi todo el mundo –al menos los versados o interesados en ello, que tienen un juicio serio– podrían distinguir cuándo sí y cuándo no se aborda algo desde una visión filosófica; pero ya cuando se trata de decir qué exactamente es lo que hace que un tema o un abordaje sea enteramente filosófico, ya es difícil.
Un estimado amigo me dijo alguna vez que no bastaba que el tema preguntase o dudase para que tal o cual asunto fuese ya digno de denominarse filosófico. Es decir, ser necio y preguntón (tal como el paradigma de filósofo) no alcanza para creer que algo o alguien poseen actitud filosófica. Y lo dijo con razón puesto que se puede preguntar o dudar de muchos temas y de muchas maneras; dudar si mañana conseguiré trabajo o preguntar el sabor del pastel que estoy por comer, ¿es un problema filosófico? No al parecer y entonces se abren dos vías de respuesta: para pensar que algo es filosófico, si no es en la duda ni en la pregunta llana donde eso se nota, podríamos pensar que ya bien en la respuesta ofrecida a la duda o pregunta surgida o, por otro lado, que es el mismo tema en que se intenta abundar.
Primera vía. Si las respuestas que se dan a las interrogantes, fuesen tales que implicasen una elaboración exagerada del pensamiento o del lenguaje ¿ello haría que algo común o básico, tuviese repentinamente un sentido filosófico? En otras palabras, si la respuesta ¡Carpe diem! contesta la pregunta: ¿Compro ahora este auto carísimo que me endeudará de por vida?, ¿Esto hace que la pregunta o la duda surgida se relacione con la filosofía o más correctamente, con el filosofar?. Desgraciadamente esta disciplina adolece, por la grandiosidad de sus apotegmas, de caer en vulgarismos y lugares comunes que son grosera e insensatamente citados, aunque en principio hayan tenido un trasfondo grave. La cosa es que ese principio no justificaría responder de ese modo a cualquier pregunta corriente. Es evidente cómo una respuesta de esa magnitud no traería un interés formalmente filosófico. Segunda vía. Queda pues la opción de que sea el mismo tema quien haga que la situación se torne filosófica –opción que tienen por cierta los más–. Así, hablar por ejemplo del Logos o del A priori o del conocimiento en general, es lo que hace que una charla corriente se vuelva una charla especializada en filosofía. La cosa es que citar textualmente a Aristóteles o a R. M. Rilke y hacer gala de una pedante erudición, no es hacer filosofía –quizá es más bien todo lo contrario–, en oposición a lo que piensan aquellos que se quedaron con la asignatura obligatoria de Filosofía en el Bachillerato. Ahora ¿por qué traer a colación algo dicho hace algún tiempo por alguna autoridad en filosofía, no es hacer tal? ¿Por qué saber fechas, nombres o teorías de memoria no es filosofar? Porque eso sólo demuestra que se tiene inteligencia y retención de computador y no, las máquinas no filosofan.
Con todo ¿qué es pues, filosofar? ¿Cómo saber cómo se hace filosofía o qué sí lo es? Menuda cuestión, quizá sea más accesible discernir sobre qué no es filosofía y cómo no se hace. Puedo decir con certeza que exponer los pasos del experimento de Torricelli, hablar de la Selección Mexicana de Fútbol o investigar las repercusiones ecológicas que cierto químico afectó sobre la atmósfera de acuerdo a los planteamientos de Mario Molina –aunque sea en una clase de Filosofía, en la carrera de Filosofía, en un aula de Filosofía y lo diga un profesor de Filosofía– no es filosofar. Quizá si hablásemos de las consecuencias éticas (en el sentido prístino de la palabra) que ello traería o de las implicaciones que como existentes ello nos acarrea, eso comenzaría a tornarse medianamente filosófico.
Entonces si no es la simple duda o pregunta, ni lo es tampoco la respuesta ni la temática, ¿qué sí hace que un algo pueda tratarse como tema de competencia del filósofo? Quizá la actitud inquisidora, pero una actitud medida. Sí la duda pero no la radical pues ésta no llega a nada, ni la somera, pues significa muy poco. El filósofo sí pone en entredicho lo que se da por verdadero; duda, pero no para cumplir lo que Descartes dice que debe realizar por oficio. Quien duda porque sus profesores o sus libros así se lo piden, no duda de veras y quien no duda honestamente, no filosofa. La duda ha de ser franca, debe ser un ‘pero’ que incomode, que pique y que por medio de la disquisición filosófica, se note. La duda seria es pues, lo que podría distinguir entre un asunto filosófico y el compromiso de dar clases o escribir un libro o hablar en voz alta. Es la interrogante honesta sobre el interés honesto.
Ahora bien, hasta aquí podría pensarse que si un diseñador de modas vive apasionadamente su profesión, y duda con franqueza si la colección de otoño-invierno va mejor con tonos cafés o azules –buscando una buena solución– hace filosofía. Pero no. No porque, como lo he intentado decir, la pregunta franca debe repercutir en la existencia de quien se percata de ella, debe llevarle la vida en ello, debe dolerse con su duda, debe arrancarle un pedazo de sí, debe gastarse el sujeto en ella. Cualquier otra interrogante se contenta con cualquier otra respuesta, con una vaga solución. En otras palabras, si no se siente el pesar de la incertidumbre sobre el conocimiento, si no se advierte la finitud de la vida y la pobreza de la facultad ante la magnificencia de la pregunta y si no se sufre al dudar, entonces no se filosofa.
La cigarra
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