Si nosotros pudiéramos vivir mejor de lo que vivimos, y además supiéramos cómo hacerle para lograrlo, seguramente elegiríamos sobrellevar lo necesario para conseguir mejorar. Otra cosa segura es que lo que yo estoy imaginando cuando escribo la palabra «mejorar» no es exactamente lo mismo que alguien más se imagina. Quizá estemos de acuerdo en los detalles importantes, quizá sólo en el planteamiento y para nada en lo demás. Caben muchísimos modos en los que «mejorar» puede ser entendido, pero que tuviéramos exactamente la misma idea sería tan sobrenatural y desconcertante que ameritaría dudar de que estuviéramos expresándonos bien. Al fin, hay quien imaginará dinero, o posesiones, o salud, o familia, o placer, u ocio; hay quien pensará que mejorando su vida se mejora él mismo, otro probablemente pensará que es al contrario y un tercero que son las dos cosas a la vez; uno pensará que mejorar es tener una vida más tranquila, otro que una vida mejor es una más fácil, un tercero opinará que las dos a la vez.
¿Y será preferible concordar con alguno? ¿Será importante preguntárselo?: después de todo, éstas son puras suposiciones, imágenes que los más fatalistas censurarán como anhelos de soñadores ingenuos. Creo que es igualmente importante preguntar qué causas tienen los fatalistas, pues en el fondo censuran sin razón y con más saña que seso. Afirmar, en la boca y en el alma, que no se puede mejorar es la última condena de cualquier proyecto futuro. Y es que como nunca proyectamos perjuicios para nosotros a menos de que sean aceptables con miras a beneficios posteriores, cuando creemos que no podemos cambiar nada ni hacer ninguna diferencia, se nos acaba el aliento para vivir cada día. Es más, a quien le mejora la vida por pura suerte, le ocurre que ninguna herramienta tiene para mantenerse en tal ventura, a menos que él mismo haya conseguido por sus medios algo digno más allá de su «buena» fortuna. Lo peor del intento de frustrar cualquier deseo de mejora es que no sólo lo dicen así los fatalistas, sino también los influenciados por ellos. Y así terminan pensando o diciendo que cuando algo se dice que «sería deseable» o «sería preferible», es lo mismo que decir que no es, en sentido estricto, y que por tanto no hay por qué tomarle en serio.
Lo importante de preguntarse los sentidos posibles de lo deseable y lo preferible es darse cuenta de que nosotros, en nuestra vida de siempre y como es para cualquiera que no esté enfermo, hacemos todo prefiriendo algunas cosas y desdeñando otras. No se engañen los fatalistas, ni engañen a nadie más, que lo deseable y lo preferible son plena y completamente ciertos, no porque «ya sean» como si estuviéramos hablando de eventos futuros que con exactitud de vidente predijéramos, sino con la confianza de que verdaderamente lo preferible es, en el presente y en el modo de vivir normalmente, preferible. Lo preferible lo es aunque no se le haya elegido aún porque siempre nos parece (sea lo que sea) que vale inclinarse por él, en el presente y en la acción. Quien siga juzgando de idealista ingenuo al que habla de lo preferible no entiende que las personas así somos: preferimos y deseamos en verdad las cosas, y no porque aún no nos pasen son más falsos nuestros deseos. Allí es idealismo vacuo el del fatalista que fantasea con una cruda realidad que no existe más que en su áspero discurso, y no el simple y sencillo hecho de afirmar que, si hay modo de encontrar qué es mejor hacer, más nos vale buscarlo antes que después.