Las Dos Valentías

«¿Qué puedo hacer?, ¿qué es lo mejor? -preguntó el joven, mientras sus pasos cubrían completo el suelo de la catedral- La valentía descansa en el pecho, ¡si tan sólo el veloz latido de mi corazón significara algo, si tan sólo me inclinara hacia algún lugar! ¿Quién es en verdad el valiente?, ¿lo es el que se lanza con faz solemne e inmóvil, el que soporta más que ningún otro las penas que le sobrevienen, y quien admite no tener más opción que aguantar como nadie lo que pocos quieren enfrentar; o acaso lo es quien no acepta jamás que ésa es su última opción, quien no admite entrar en el tumulto en el que todos son arrastrados hacia los lados como entre olas y quien reclama para sí el único sitio valedero? ¿Quién merece más dignidad, el que admitiendo la derrota mejor que cualquiera la tolera, o el que jamás la admite? ¿Y quién lo comprenderá, los hombres con los que no quiere codearse, o acaso Dios que así ha dispuesto este tormento?»

Escuchó el sacerdote a alguien dando vueltas en la fría noche. La lluvia había espantado hacía horas a los últimos feligreses que ahora se resguardaban bajo los techos de sus casas. Bajo el más alto y amplio techo del pueblo, éste único no hallaba resguardo. El padre bajó lentamente las escaleras, y cada cansado paso perdía su eco entre cuatro de los del joven. Cuando llegó abajo para aconsejarlo, como era habitual en él, primero suspiró y luego preguntó: «¿qué te ocurre, hijo, qué te preocupa?» Un breve sobresalto detuvo los pasos raudos en la piedra. «Nada, padre. Es que no sé qué hacer. No sé si está en mí ir a la guerra aún cuando sé que debo hacerlo.» El padre sonrió y sus ojos fueron ocultados por arrugas. La suave voz respondió bajito: «¿Ir a la guerra? eso no está en ningún hombre, hijo, Dios se regocija con el perdón del prójimo.» El viejo encorvado comenzó ya a regresar a su cuarto conjunto apenas terminó de hablar, pero el temple del muchacho no cambió. «Pero, padre, ¿qué pasará si soy obligado a ir?» El sacerdote se tardó en responder, ocupado como estaba en que cada paso fuera dado seguramente. Finalmente salió de él una suave voz diciendo «Dios es muy feliz, hijo, porque también se regocija perdonando». Esa noche, el joven no durmió ni un poco, y al amanecer, ya no estaba en la amplia nave de la catedral.