El Ensayo de autocrítica de Friedrich Nietzsche me resulta un escrito particularmente extraño. Tal extrañeza no viene solamente porque el autor habla de sí en tercera persona ni por el lenguaje rebuscado y oscuro del que hace gala ni por la temática que estrictamente aborda, sino más bien, se relaciona con lo que pretenden esas líneas. El antedicho Ensayo, que quería ser prólogo (o epílogo –dirá el autor), fue escrito por el propio Nietzsche muchos años después de que la obra saliese a la luz pública y, como consecuencia obvia del correr de los años y todo lo que este trajín conlleva, su pensamiento sufrió modificaciones, mismas que al redactar su prólogo lo harían desconocerse y sentirse en desagrado con lo que encontró que había escrito.
Así pues, salta a la vista la rareza del texto y se hallan muchas interrogantes que podrían ser abordadas de muchas maneras diferentes. Por ahora, en el presente escrito, soslayaremos la mayoría de ellas y nos quedaremos con la única interrogante que guiará nuestra breve reflexión: ¿Qué es lo que puede hacer que un autor tenga complicado reconocerse en sus propios escritos? Ahora bien, parecería que la investigación tendrá más de psicológica que de otra cosa, empero, no es así; dado que inmiscuyendo someramente los asuntos griegos a los que el mismo autor hace referencia, intentaremos simultáneamente preguntar en qué sentido cambia cierto pensamiento o, más allá, hasta qué punto puede ser entendido de diferente modo lo que se creía ya un conocimiento claro y distinto. Es decir, no el porqué del cambio de actitud en las personas sino el porqué parecería que se cambian las ideas. Dada la envergadura que aún parece prometer una inquisición así, limitaremos nuestra reflexión particularmente a los apartados 3 y 6 del Ensayo de autocrítica, por ser en estos donde más abiertamente se reprocha y parece más discorde con lo que en algún momento sostuvo. Añado además que he escogido la antedicha interrogante por encontrarla el punto álgido de la presentación que Friedrich Nietzsche ahora ofrece.
La idea principal de su Ensayo de autocrítica, osando la paráfrasis, es que su texto de El nacimiento de la tragedia resulta grosero porque es poco inteligible, oscuro, pesado, carga con ciertos vicios wagnerianos y porque, en general, lo ha redactado un espíritu del que estaba poseso y que existía merced a un “dios desconocido”. No era él quien anotaba sino su yo embelesado por la magnificencia de lo que había notado en el, siempre grande, pueblo griego. Que qué había notado, esa es la cuestión. Notó algo y quiso expresarlo, pero lo hizo de modo que sólo pocos entendieron –una suerte de “iniciados”– de qué iba el asunto que mencionaba; acción que más tarde sería su objeción férrea para consigo mismo. Hasta donde entiendo, pues, lo que quiso denotar fue la carga simbólica, que delinea al griego como griego, de lo que representa la tragedia, ello a través de las deidades de Apolo y Dioniso. Así, de vuelta a nuestra interrogante primera, no es que de veras hubiese cambiado su parecer respecto a lo que dijo sobre ambos dioses –sigue pensando que no es el conocimiento apolíneo y dionisiaco, algo digno de aventar a la masa– ni tampoco cambia del todo la forma –algunos de sus razonamientos aún resultan bruscamente oscuros–, nos queda preguntar ¿qué es, pues, lo que le hace descalificar su primer escrito?
“…un libro […] sin voluntad de limpieza lógica, muy convencido, y por
ello, eximiéndose de dar demostraciones, desconfiando incluso de la pertinencia de dar demostraciones…”
Quizá lo que el autor encontró desdeñable de su nacimiento de la tragedia, fue la carencia de rigor demostrativo que haría de su obra un estudio serio antes que una habladuría levantada febrilmente hacia alguna divinidad; como si después de escritos varios, el autor mismo se confesara que hace falta algo más que el afán de escribir algo bien parecido para hablar con verdad o, al menos, con verosimilitud. No obstante, por dudarse queda tan atrevido razonamiento, pues él mismo después hablará de la importancia del canto –pensado en algo así como poesía– en la expresión de lo que significará para el griego la tragedia. En otras palabras, es visible que la actitud que mantenía Nietzsche frente a los griegos ahora desde su Ensayo es la misma, podría dar la idea de que modifica seriamente algo porque ahora intenta ser más cauteloso en su escritura –él mismo lo dice–, pues después de todo las aseveraciones son tan propias que no empatan con algunos de los más ilustres pensamientos predecesores o en la música que entonces encontraba tan afín.
Tenemos así, finalmente, que no es que de veras Nietzsche se desconociese totalmente al mirar lejanamente El nacimiento de la tragedia, podía cuando más desaprobar su manera de escribir o lamentarse por su manera tan excitada de vivirla, pero no es que se mirase ahora con gran desdén. Hasta donde veo, sigue creyendo en lo que creyó en la forma en que lo hizo, únicamente se reprocha el encuentro tan pueril con su creencia. Después de todo sigue siendo la misma persona, sólo con unas cuantas críticas y experiencias de más.
Si fuese mal pensada me daría oportunidad, siguiendo la propuesta de El nacimiento de la tragedia, de asegurar que lo que pasó con Nietzsche fue que años después ya no pudo rendirse ante ese sentimiento extático que lo poseyó en principio y que lo arrastró hasta lo más profundo del conocimiento apolíneo y dionisiaco, que desconoció lo que ya tenía conocido porque ya no pudo acceder a los lares más inextricables del saberse, que si se (medio) retractó no fue porque se halló irracional sino porque ya no pudo, sencillamente, hallarse; menos mal que no lo soy.
La cigarra