Para creer en la efectividad de una bendición o de una maldición es necesario creer en la palabra, y en que ésta es sustentada por la fuerza de una divinidad, así pues, quien no cree en la divinidad no cree en la palabra que en ella se fundamenta, de igual manera que no creer en la palabra que se funda en la divinidad es no creer en la divinidad misma.
Tras la muerte de Dios la palabra que bendice o maldice pierde toda validez, pues ya no tiene de donde nutrirse, y al igual que las plantas que han sido arrancadas de raíz, no puede hacer otra cosa que morir; es decir, que con la muerte de Dios viene irremediablemente la muerte de la validez de la palabra que bendice o maldice, a menos que ésta encuentre otra base en la cual pueda fundamentarse.
Podemos pensar que la nueva base para la palabra bendiciente es el hombre, sólo que hemos de ver que éste, en tanto que sustituto de un dios al que no sólo ha matado sino que ha reducido a criatura del intelecto humano, modificará de manera importante a la palabra que de él se nutre.
Habrá quienes afirmen que la palabra bendiciente no puede recuperar su valor al fundamentarse en lo humano, pero decir eso sería olvidar que la palabra es un rasgo distintivo del hombre y que la vida de éste depende, en muchos aspectos, de ella. Tal afirmación se sustenta en la idea de que la palabra humana, que es la que queda una vez muerto Dios, debe ser igual a la palabra divina en la que se sostiene el poder de las maldiciones y bendiciones.
Sin embargo, esperar que la palabra humana tenga exactamente las mismas cualidades que la palabra divina tuvo, es esperar ingenuamente -como quien espera a Godot- que el hombre devenga en un dios todo poderoso capaz de crear de la nada con el simple hecho de pronunciar el nombre de lo creado.
Por otra parte, ser fatalista y considerar que el hombre está perdido una vez que la palabra no puede seguir siendo tan poderosa como cuando Dios era su fundamento, es ser todavía ingenuo, pues es suponer que la palabra no se nutre con el valor que posee aquel que la pronuncia, sino con la capacidad creadora de quien la emplea.
Si bien la palabra humana no es tan poderosa como la divina no por ello deja de ser valiosa, pues aun cuando Dios muere la maldición de un hombre puede alcanzar a otro. No de la misma manera como alcanza a los hombres la maldición pronunciada por Dios, de ello podemos preguntar a los primogénitos egipcios de tiempos de Moisés. Pero sí es lo suficientemente poderosa la maldición o bendición humana como para aceptar o expulsar al bendito o maldito de la comunidad en la que vive.
Los efectos políticos de la palabra humana, nos muestran que ésta sigue siendo poderosa, pues crea y modela la vida comunitaria del hombre, casi como la divinidad en algún momento creó la vida biológica de sus creaturas. Pero, esperar que ésta sea valiosa porque adquiera el mismo poder que posee la palabra divina, es olvidar que el hombre es un ser limitado.
Maigo.