Últimas Palabras

El Doctor Gédar miró con asombro el verde brillo esmeraldino de la hoja tallada, el cuidado detalle de los bordes y el impecable adorno minúsculo a todo lo largo; observó la grandiosa base dorada con sus flores y tallos grabados con esmero que como manos de madre que carga a su hijo conservaban la pieza asiéndola tenaz y suavemente; contempló la delicadeza del hombre que fraguó semejante tesoro, y quiso suspirar, pero se contuvo. Su cuerpo tenía que estar inmóvil casi por completo, su mente calma, su pensamiento doblado y redoblado en cada ápice de distancia que con el minúsculo movimiento su mano recorría. El mango de la espada sagrada tenía que estar tallado de una sola pieza que seguramente había salido del hueso de algún animal, según pensó el quieto explorador, pues esa coloración parda de los años no podía provenir de otro material modelable. El frío aire que se colaba por una abertura había secado el sudor que Gédar acumuló en su frente a través del peligroso y largo trayecto al fondo de la caverna olvidada, y ahora sólo restaba tomar el premio de todo ese esfuerzo y toda la investigación, y dárselo al mundo entero. Todos tenían que conocer que había tal cosa: el legado de una ciudad perdida de la que no se sabía nada, que no se parecía a ninguna de nuestras raíces aceptadas o discutidas, y cuyas palabras talladas a lo largo de la vaina no pertenecían a ningún lenguaje conocido ahora. ¿De quién habría sido? ¿Quiénes lo hablaron? ¿Cómo sonaba? ¿Qué había pasado con ellos? ¿Valía la pena que intentáramos conocerlos, o habían desaparecido precisamente por no merecerlo?

Mientras pensaba estas cosas el gran explorador, tomó la espada de su base. Un chasquido metálico heló su sangre y, sin notarlo, la loza del piso desapareció bajo sus pies. Lo último que dijo antes de desaparecer al fondo de la fosa nadie lo sabe.