El puesto del responsable.

Y al que sacrifica no le es permitido pedir bienes solamente para él en particular, sino que él suplica bienestar para todos los persas y para el rey; pues entre todos los persas está también él mismo.

Heródoto I, 132

 

Ayer en el mercado, de una injusta ciudad que visitaba, vi a un hombre que parecía un predicador, de un memento a otro se puso a hablar sobre dios en medio de la gente, que en ese instante se ocupaba de buscar aquello con lo llenaría su vientre y dejaría vacío el de los demás. Su discurso atendía a lo que la mayoría podría entender como alimento para el alma, hablaba de amores y perdones, y de la relación que tiene lo divino con lo humano, de las preocupaciones cotidianas y del sustento que dios puede dar a quien confía plenamente en él.

Durante su discurso algunas personas rieron y se retiraron, otras pasaron con la indiferencia de quien ya no se interesa ni por el alimento corporal, y procura sólo tener aquello que calme al vientre para poder seguir trabajando sin las molestias y pérdidas de tiempo que causan las horas de la comida y las convivencias con familiares que lo son sólo de sangre. Y unos más, quizá los menos, se detuvieron a escuchar lo que este hombre decía en medio de un lugar público y del que parece que dios había sido desterrado, toda vez que se daba prioridad al bienestar del individuo sobre el de la comunidad, si es que algo quedaba de ella.

De los que escucharon el discurso completo, había unos que escépticos y desesperanzados sólo buscaban ver completa la actuación de ese hombre, pues eso daría un buen tema para conversar con los enemigos y competidores del trabajo; al escuchar pensaban en lo gracioso que sería mostrar las incoherencias de hablar públicamente sobre algo religioso, algo que mejor debería quedarse en la intimidad del alma. Y había otros, que a diferencia de los antes mencionados, consideraron que no era mala idea llevar a un lugar público como el mercado el recuerdo de un mensaje de amor y perdón que prometía detener a la violencia que se apreciaba en lo público, en pos de una mal entendida paz privada.

Estos últimos fueron tan pocos que cualquiera bien podría pensar que lo que ellos pudieran hacer pronto sería sofocado por los gritos de los vendedores en el mercado, como la voz del hombre que predicaba. Lo que no veían los desesperanzados que los criticaban tan duramente por ilusos es que esos pocos, que deseaban creer otra vez en el amor y en perdón, asumían sobre sus hombros la responsabilidad de aquellos actos vergonzosos que reinaban en el mercado, y lo hacían sin exigir un cambio de actitud respecto de los demás como siempre ocurría cada vez que surgía algo de qué quejarse en la ciudad, porque comenzaban por arrepentirse de los propios actos que habían hecho de la ciudad lo que era en ese momento.

Así pues, a estos pocos que se hacían responsables en nada les afectó que tiempo después de la aparición del predicador del mercado, muchos pretendieran comerciar y ofrecer los beneficios particulares de los bienes traídos por un mensaje que se fundaba en la posibilidad de pensar en todos y no sólo en uno de los individuos que conforman a la comunidad.

Maigo.