Padecer insomnio es de las cosas más horribles de las que se puede ser víctima. Uno se acuesta, da mil vueltas en la cama, acomoda la almohada, estira las cobijas e incluso cierra los ojos, pero nada. Peor aún es el insomnio ese que no quiere parecer tal, pero que despierta innumerables ocasiones a la víctima a lo largo de la noche e impide conciliar prontamente el sueño, y ni qué decir del que hace despertar al pobre incauto mucho antes de lo planeado, que le abre los ojos, para ya no cerrarlos, a mitad de la madrugada. Me resulta rarísimo que el cuerpo, aún a sabiendas de que lo necesita imperiosamente, no logre conciliar el sueño. Claro que no pretendo ahora abordar las características médicas del padecimiento, de ello ya existe gente que se encarga muy bien; quiero más bien ensayar una breve reflexión en torno a cómo el cuerpo puede contrariarse a sí mismo, en sus más básicas necesidades.
Según nos han dicho, somos animales racionales. Ello nos coloca un peldaño por encima de las focas o los changos y nos permite tener un mejor control sobre lo que se consideran nuestras necesidades básicas para vivir. Cuando tenemos hambre no mordemos repentinamente al que está enfrente ni cuando tenemos necesidad de excretar lo hacemos en el árbol más próximo; sino que esperamos, pensamos y luego de variadas consideraciones, realizamos lo que ha de realizarse. Es decir, controlamos, manejamos y adecuamos lo necesario, asegún se nos presente la ocasión. Entre las cuestiones que se consideran básicas para seguir vivos –o al menos cuerdos– están la excreción, la alimentación, la reproducción y el sueño.
Las antedichas, todas, tienen sus complicaciones pese a que diferirán en grado o en aparato que las complica. La excreción puede contrariarse con el estreñimiento, la alimentación con la desnutrición, la reproducción con tantas que me es imposible nombrarlas y el sueño –aunque existen varios trastornos más– con el insomnio. El cuerpo, en cada uno de los casos, busca la mejor manera de resolverlos: envía microorganismos que procuran la digestión, reduce el tamaño del estómago para adaptarse a la escasez o saca fuerzas de lo poco que le es dado y se contenta con la autoestimulación, pero en el caso del sueño, poco hace el cuerpo. De hecho pareciese como si el cuerpo mismo fuese el que renunciara voluntariamente a la actividad de dormir. Es él, quien –quizá por factores sí externos– se rehúsa a rendirse en los brazos de Morfeo. Y como es bien sabido por todos, durante el sueño se realizan actividades vitales para el cuerpo: procesos de asimilación, crecimiento, regeneración y demás, por lo que no dormir afecta mucho más allá que la simple aparición de ojeras o el ser propenso a un accidente automovilístico –lo cual ciertamente ya suena grave–.
No dejemos de lado la cuestión que dormir es algo extrañísimo, abismalmente más enigmático que comer o mantener relaciones sexuales. Ni los más avispados estudios han dado cuenta fiel de qué es dicho estado, qué se hace o cómo se está. No se está apagado ni prendido del todo, no se tiene conciencia entera ni tampoco se siente completamente lo que despierto sí se sentiría. Estar dormido es dejar, por un rato, de ser. De ahí que las contrariedades del sueño no han sido resueltas del todo y que el misterio alrededor de cómo controlar esa necesidad sea aún inextricable. De ahí también que el cuerpo mismo parece ser quien se boicotea cuando lo que el pobre padeciente de insomnio todo lo quiere, es dormir.
La cigarra