La música que entristece agrava el peso de nuestra propia alma. Mas no es su movimiento el que nos cambia: lo que sentimos por sus notas viene de nosotros. Si no, ¿cómo sería posible que el viento nos removiera la pena en el fondo? ¿Cómo podría la tensión de las cuerdas afinarse con la carga de la nostalgia, o con la quemante melancolía? Con la harmonía fina de instrumentos que cantan voces dolorosas el recuerdo se aviva como si se le viera, como fuego en la chimenea que a punto de enfriarse a obscuras aún es azuzada una vez más, y las brasas debajo de las cenizas vuelven a reclamar la mirada mientras tiñen de nueva luz el olvidado cuarto; arden de potente rojo y lo abrazan todo. El recuerdo de tan cercano que lastima, de tan lejano que se añora, parece consistir en la misma cadencia de la música triste y no le acompaña, le enriquece. La música no se extiende detrás para hacerle fondo a la escena, se vierte completa en él y lo recubre. El recuerdo está incluido en ella. La letra del canto triste es el recuerdo, es su trama, y el alma propia en el fondo compone el alma de la pieza. Por eso el canto triste y el recuerdo se hacen en uno la misma cosa.