De Diversas Diferencias

Puede resultar complicado arreglarse con alguien cuando tenemos con esa persona un conflicto serio. Muchas de las veces cuando tenemos una profunda diferencia el problema no es que exista un «malentendido», como esos que pueden comprenderse y resolverse apenas se substituyan las palabras erradas por las correctas. No es así de fácil en la mayoría de las ocasiones porque lo que falta es la disposición a escuchar esas «palabras correctas» (tal vez sea un error suponer que las hay tal cual). No hablo de las palabras más bonitas, sino de las más verdaderas, pues si fuera tan fácil para todo mundo simplemente aceptar en dónde están los errores apenas los pudiera ver, entonces sólo necesitaríamos el esfuerzo para encontrarlos, y no tendríamos necesidad de indignarnos con quien no ha visto lo que queremos que vea. Sabemos que su esfuerzo es signo de buena disposición. Lo que más bien consideramos reprensible es esa falta de esfuerzo. Éste es consecuencia de la mala disposición a escuchar y de la cerrazón que caracteriza la terquedad. Y nótese que hasta aquí he estado mostrando la imagen del que con buena disposición intenta arreglar las cosas mientras que la otra persona no se presta para ello. Pero nada impide que ninguno de ambos quiera de verdad arreglar nada.

Entonces el problema se vuelve «serio» porque no se es suficientemente responsable como para enfrentar la verdad sobre uno mismo y sobre lo que el otro piensa de eso. Si el error estuvo en un insulto, una injuria, o una grosería de cualquier índole, apenas se nota que así es y que consiste en una injusticia, se acata la responsabilidad y se hace lo necesario. Si se sabe y se acepta que se hizo mal, pueden resolverse los problemas aún cuando no se curen daños ni se renueven amistades. Pero si no se acepta que un insulto es tal, porque testarudamente se supone que se tenía derecho a decir lo que se dijo o a hacer lo que se hizo, o en cualquier otro caso semejante, entonces lo que falta es la entereza para dar la cara y aceptar el mal.

Es interesante que a estos problemas personales los llamemos eufemísticamente «diferencias». Parece que queremos ocultar bajo la levedad de una palabra tan recurrida que allí hay algo más grave. Pero con pensarlo un poco, resulta que no hay mucho que pueda ser más grave que las diferencias, sobre todo si son diferentes modos de ser con respecto al otro con el que tengo un problema. No me refiero con ese vago «modos de ser» al temperamento o a cosas por el estilo, sino a las cosas en las que el problema puede estar fundado. Puede ser, por ejemplo, a qué tan importante es la congruencia entre lo que decimos y lo que hacemos. Si discutimos largamente con alguien hasta hacerle aceptar su error, pero esa persona no cree que lo que dice tenga tanto peso como «la realidad» de las acciones, entonces poco impide que no se sienta él mismo firme por lo que afirmó. O sea, es bien fácil que no se sienta comprometido a cambiar nada, aún después de haber aceptado de palabra que algo había que cambiar. Al final, si la disposición del otro es tal que imposibilita la apertura a escuchar la verdad en la voz del primero, no hay modo de que el conflicto o las diferencias se resuelvan, pues no hay base común de la que puedan ambos participar para el acuerdo. Al final, si la palabra es diversa, también los corazones van por rumbos tan diversos que no depende de nosotros, sino de la suerte y la fortuna que algunos días nos complazcamos de la mutua compañía, y otros días no tengamos el más mínimo deseo de vernos. Si no confiamos en la palabra, es el destino quien elige el día en que nos hacemos de amigos, y elige también el día en que nos los quita. Y si así son las cosas, entonces no podemos nunca cambiar, ni mejorar, ni esperar nada de nadie.