Pronto sería de noche. El clima le recordaba algo de su tierra natal: áspero y seco, como el gusto del alpiste. Su boca subía y bajaba mientras intentaba separar la lengua terca que se le pegaba al paladar. Algo más tenía ese lugar, con su vegetación seca y café, su fuerte viento que nada refrescaba, y sus ocasionales sonidos de crujidos; algo más, que le hacía a Líemo sentirse intranquilo. Asaltaba sus recuerdos para ver si alguna pista perdida le devolvía el rumbo, a ver si algo que hubiera pasado por alto le indicaba cómo volver; pero con cada paso perdía un pedacito de esperanza. Llegó a mirar a lo lejos una roca negra que desentonaba con todo el paisaje, y hecho un tronco seco, con la piel apergaminada, Líemo cayó rendido.
«Despierte, que pronto será de noche. No querrá que lo devoren las bestias nocturnas, ¿verdad?» dijo una voz de mujer, atravesando su pesado sueño como lanza que mata a un hombre. Recién abiertos sus ojos se encontraron con dos esferas de ónice que le miraban el alma, y una sonrisa juguetona que revelaba el conocimiento de algún secreto que seguramente le había descubierto sólo con verlo. Junto con ella venían otros más, ataviados en graciosos mantos y enseres coloridos de adornos con rombos y otras figuras bordadas, y que encimaban capas de varios tamaños y formas dando la apariencia de sinsentido. En sus cabezas llevaban gorros de paño como cilindros chatos, y en todos los varones las barbas eran largas y descuidadas.
Líemo se presentó y agradeció el gesto. Continuó diciendo: «Soy un mercader y… ¿quiénes son ustedes?»
«Mi nombre es Shiam,» respondió la mujer. «Somos peregrinos y conocemos estas llanuras. Venga, esta noche lo resguardaremos, y mañana podrá continuar su camino.»
No les dijo que estaba perdido porque temió que lo tomaran como una encajosa petición y que sintiéndose insultados ni siquiera accedieran a ayudarlo esa noche. De por sí ya le harían un favor dejándolo acompañarlos. Con dificultad se levantó y después siguió en silencio a estos extraños caminantes, que le mostraron una senda por entre los pedregales y las hondonadas ocultas por la maleza. Las plantas ya no se veían pardas, sino que ahora estaban teñidas del color naranja del Cielo. El atardecer le había parecido muy largo. «Así mejor,» pensó, «quién sabe a qué bestias se refería esta mujer. Prefiero no conocerlas.»
Llegaron por fin a un refugio natural al celo de dos peñas que cubrían la boca de una quebrada. Allí cacerolas y otros instrumentos aguardaban a sus dueños. Líemo disfrutó de viandas y agua fresca que compartieron con él: los extraños parecían abiertos a su presencia bastante amigablemente. Ya con la noche bien entrada, el perdido atestiguó un espectáculo maravillante. Uno de los peregrinos tomó una guitarra, y mientras al centro otros habían encendido una fogata, comenzó a rasguear velozmente. Los demás, uno por uno, entraban a la canción cuando el anterior había terminado de cantar e improvisaban las líneas y hacían un baile de más fuerza que gracia. Era fascinante. Cada quien se entrometía en la melodía y con su voz continuaba lo que los demás habían cantado, o si lo deseaba, cambiaba por completo el tema, y cuando la rima complacía al resto le respondían al unísono en un grito estruendoso con un solo aplauso. Esta música que nunca había escuchado lo tenía cautivado. Era música para la noche y el fuego. Su danza la guiaban las estrellas. Líemo tenía la mirada prendida de los hoscos dedos del guitarrista y de la voz vibrante de los demás cuando Shiam se sentó a su lado, proyectando sobre él una esbelta sombra, negra como sus ojos pero menos profunda. Junto a ella, el extraviado sintió una comodidad que nunca antes había experimentado, y mientras las lenguas en la hoguera crepitaban, la sombra de Shiam bailaba sobre él como si lo acariciara. En su interior disfrutó ese pensamiento.
La mujer habló y su voz tenía ahora un tono de familiaridad que dejaba ver que lo formal lo reservaba para cuando los demás escuchaban. «Estás perdido en este llano, ¿no es cierto? Lo veo en tu rostro vacilante.»
Aunque hizo un frustrado intento, Líemo no pudo negarlo. «Desde que me rescataste creo que puedes leer mi mente, mujer. Es verdad. Al principio salimos muchos hombres juntos y todos íbamos al mismo sitio, pero me he distraído y sin saberlo perdí el camino. Después de un rato me di cuenta de que no me acompañaba nadie y no supe cómo regresar con los míos. Ahora no sé tampoco si me esperarán o si acaso se han dado cuenta de mi falta.»
«¿Cómo? ¿Tu propia gente no se preocupa por esperarte? ¿O por buscarte?»
«Pues… No es mi gente, en realidad. Verás: somos un grupo de mercaderes y viajamos en cofradías para hacer negocios en la ciudad más allá de las colinas. Ellos lo han hecho cientos de veces, pero ésta fue mi primera salida al llano. Fui descuidado. Quizá no vuelva nunca más.»
Shiam sonrió, como satisfecha de escuchar lo que ya sabía. Primero no respondió. Se levantó mirándolo intensamente, y se alejó hacia la fogata diciéndole: «Por cierto, claro que puedo leerte. Soy una bruja,» y después desprendió una delicada risita que se fundió con el canto de un viejo que ya terminaba su turno rimando una historia sepultada por el tiempo. Shiam inició una danza hermosa mientras cantaba algo sobre el delicado corazón de los hombres. Y cantó también sobre el amor; y cantó sobre la muerte; y cantó sobre Dios. Líemo le perdió el hilo en seguida. Su voz estaba dedicada a él, su vista no dejó de mirarlo ni un segundo. En una sonora exhalación, el viajero extraviado sintió que había perdido todo el aliento y que en su vientre sólo se alojaba un punzante calor. Por un momento, hubiera jurado que las llamas respondían al contoneo de la bruja. Ella se ocultaba y se revelaba alternativamente en el brillo multicolor de la flama encandilada. Él sentía que su interior danzaba a su compás.
Sonó un gran aplauso, y un grito de loa, y Shiam volvió al lado de su captivo. Nunca supo de dónde la sacó, pero en su mano delicada ella cargaba una esfera negra, con puntos blancos repartidos en un aparente desorden.
«Tenlo. Es un mapa y un obsequio.»
Líemo alcanzó la esfera confundido. Era pesada, como hecha de piedra obscura, y fría. «¿Un mapa? ¿De qué?»
«Es un mapa del Cielo. Con él encontrarás tu camino y tu lugar.»
Miró los puntos blancos y vio que estaban incrustados en lo profundo de la esfera. ¡Eran constelaciones! «Estos puntos… ¿son las estrellas? ¿Cómo encontraré mi camino en un llano con…»
«No te preocupes, Líemo el Mercader –dijo con ceremonia burlona–. Naturalmente está incompleto y una buena parte se ve obscura, mas si te esfuerzas podrás ver más de lo que ahora crees.» Dejó que sus palabras tuvieran tiempo de hacer eco en el fondo del comerciante, y justo antes de que él replicara, continuó: «Ven y bebe conmigo, y no digas más, que deseo escuchar y pronto cesará el canto.»
Ella tomó su mano libre y lo jaló para levantarlo y guiarlo hacia el pocillo del licor. ¡Pobre hombre, con su cuerpo débil y asaltado por el encanto! La bruja lo arrancó de su asiento como se arranca una hoja seca de sauce, y le alcanzó un tazón lleno de un líquido cuyo color se escapaba en la penumbra y el naranja del barro. Después de guardar la esfera en su bolso, bebió hondo. Ese licor quemaba como las brasas del roble de la fogata, como las voces del canto y los pasos del baile. Todo allí estaba hecho del mismo fuego, y donde más ardía era en la mirada de Shiam, en sus ojos y en su sonrisa secreta. Un poderoso peso dominó al extraño viajero, y sintió que el mareo lo tumbaba. Miró esa boca sonriente, y miró los refulgentes ojos; después cayó dormido y la música continuó su cadencia en su denso sueño.
Despertó adolorido junto a la roca negra que miró el día anterior. Había descansado muchísimo. Los peregrinos no se veían por ningún lugar. Shiam no se veía por ningún lugar. «¿Habré estado soñando?» se preguntó, convencido de que no era posible, mientras buscaba en su bolso el regalo. Tenía que encontrarlo para mostrarse que había vivido todo aquello, pero en el fondo no tenía ninguna duda. «Esa música, esas voces no las había escuchado nunca, ni había contemplado tal baile hipnótico.» En su memoria estaba nítida la mágica melodía y su mano rebuscaba el fondo del bolso como imitando el movimiento del hombre que rasgueaba la guitarra; pero no encontró la esfera. No estaba. Líemo fue turbado por una decepción de plomo.
Sentado a la sombra de la roca negra pensó que nunca encontraría su camino, y comenzó a repetir llorosamente que todo había sido un sueño. En el fondo seguía sin creerlo. Al atardecer ya se había desprendido de su voluntad y el viento lo golpeaba lo mismo que podría estárselo llevando el mar abierto. Ni un cabello suyo se resistía. Las bestias nocturnas o diurnas o matutinas podían desgarrarlo: no estaba dispuesto a hacer nada para evitarlo. Pronto sería de noche.
Súbitamente, se renovó su esperanza. En el Cielo se miraban las primeras estrellas. Sintió sus fuerzas como una flama que le quemaba la garganta y que palpitaba con el sonoro ritmo en su oído. Su voz comenzó a improvisar algunas líneas al paso de la música mientras miraba atento el Cielo nocturno. Y se levantó. La estrella más brillante le inspiraba una clase de respeto y la comenzó a seguir imbuido por la misteriosa -pero segura- melodía que repicaba en su alma. Estaba seguro de escucharla. Así anduvo por horas. La noche no lo amenazaba, lo protegía, y justo antes de que rompiera el alba, su invisible guía lo llevó hasta una pequeña laguna. En ella, un hombre que había dejado su montura apostada bebía tranquilamente antes de iniciar la marcha de la mañana.
«Hola, extraño. ¿Quién eres?» Le preguntó a Líemo en cuanto lo vio.
Respondió: «Un hombre que estaba perdido.»
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