La dignidad del trabajo.

Tenemos la idea de que el trabajo dignifica, es decir, que nos hace más plenos en tanto que nos ayuda a actualizar todas nuestras potencias. Admiramos  al trabajo y en espacial al trabajador, y esta admiración y beneplácito se expresa en el constante discurrir de elogios con los que bañamos a quienes trabajan.

Así pues, decimos que alguien es muy trabajador cuando le vemos constantemente en movimiento, y cuando tal movimiento tiene como finalidad la producción de algo, decimos que se ve cuando alguien es trabajador inclusive cuando no le vemos, pues aquello que produce se encarga de mostrar su presencia en el mundo, aun si el elogiado no está presente.

Nuestro aprecio al trabajo es tal que vemos una gran diferencia entre el trabajo y el empleo, al grado de que decimos que aquel que está empleado se evita tener que trabajar, es decir, se hace a un lado cuando se torna necesario dar cuenta de lo producido, de este modo vemos que quien trabaja es responsable de lo que produce y hace, mientras que el empleado enajena su responsabilidad al limitarse a obedecer las instrucciones que le ha dado su empleador.

Hasta aquí parecen fácilmente reconocibles las bondades del trabajo, pero si vemos con algo de cuidado notaremos que tales bondades no se encuentran en el trabajo mismo, sino en aquello que llega como resultado del mismo, como actualiza nuestras potencias el trabajo es bueno en tanto que nos hace mejores, entendiendo lo mejor como lo habilidoso, quien trabaja todos los días se torne hábil para aquello que trabaja; en tanto que el trabajo se aprecia en lo que se produce con el mismo vemos que el trabajo es bueno porque nos permite perpetuar nuestra presencia en el tiempo y en el espacio.

Debido a sus bondades decimos que trabajar es bueno, y cuando afirmamos esto nos fijamos más en lo que produce, pues quien valora el trabajo en buena medida valora la posibilidad de inmortalizarse y por ello ve a quien no trabaja o a quien trabaja lentamente como seres que pierden el valioso tiempo.

El juicio que hacemos sobre el trabajo y en especial sobre el trabajador, no es tan simple como parece a primera instancia, porque decimos que hay trabajos mejores que otros lo que supone una comparación entre aquello que produce más y mejores cosas y lo que no, de modo que mal trabajo será aquel que sea lento para producir, aún siendo generoso con nuestra alma.

Buen trabajo será aquel que nos exige producción y por tanto movimiento, pero desde nuestro particular modo de ver, modo determinado por nuestra cualidad de seres efímeros, la buena producción y el buen movimiento serán aquellos que perpetúen nuestra estancia en el mundo, lo que nos exige cierta responsabilidad, en tanto que lo producido es algo nuevo. Del mismo modo el mal trabajo será el trabajo improductivo, es decir, será el trabajo que sólo supone movimiento en el alma, que por ser invisible no ayuda en nada con la finalidad de perpetuarse en el tiempo o en el espacio.

Decimos que el trabajo es algo que dignifica al hombre, y para hacerlo suponemos en primera instancia que el hombre no tiene dignidad en sí mismo, sino que ha de alcanzarla o construirla mediante su constante hacer y producir en el mundo, pero no aceptamos como hacer en el mundo aquello que no crea algo nuevo y tangible. De ahí que ni el empleado que reproduce la creación de otro ni aquel que mueve sólo el alma mostrándose así inmóvil sean seres calificados como criaturas sin dignidad que pierden el tiempo en tanto que están inmóviles, los primeros mantienen inmóvil el alma aunque mueven su cuerpo, y los segundos no se muestran como seres activos en tanto que se preocupan más por mover el alma y no tanto al cuerpo.

 

Maigo.

Un humanismo alfonsecuente

Ni todas mis palabras juntas podrán estar a tal altura, ni dejarán de estar en las sombras que produjo la grandeza de aquellas palabras que, alumbrando al hombre, colocó don Alfonso reyes frente a nosotros; una palabra es grande cuando la que le sigue y precede es adecua a ella. Es la necesidad de honrar a quien honor merece y la impotencia de hacerlo yo, lo que en este momento me lleva a pedir a quien tenga el mismo nivel que él, que lo honre, pues yo tan sólo puedo admirarlo.

De escritura amable, virtuosos pensamientos y un decir alfonsecuente, Reyes nos invita a escuchar esa vocecilla que nos llama y no deja de llorar. Nos invita a colocar al hombre en el lugar del hombre; por medio de su poesía, a sentir; a reflexionar sobre la humanidad por medio de sus ensayos; pero sobre todo nos enseña a vivir. Y si en este momento, cuando no hay más salida que regresar la mirada al hombre, cuando es menester voltear a verlo y partir de ahí, cuando se siente la ausencia del humanismo al mismo tiempo que cobra sentido, que la respuesta a la pregunta ¿qué debemos hacer para ser mejores hombres? Es: comience a leer con cuidado a Alfonso Reyes.

Es más que un simple humanista; Reyes, de una manera muy similar a la de Homero, nos educa para vivir y hacerlo bien. Don Alfonso Reyes, es más que un simple escritor, es el maestro que nos intenta enseñar a ser hombres.

H.M.R.

El reloj de pared marcaba las 4:30 de la tarde cuando la pareja llegó al consultorio. Se les había hecho temprano, por lo que ni el doctor ni su enfermera se encontraban allí todavía. No podían hacer más que esperar y se dirigieron a unas butacas grises donde tomaron asiento. Para acortar la espera, él tomó uno de los periódicos de la mesita de a lado, mientras que ella, balanceando ansiosa la pierna que le quedaba colgando, volteaba a ver el reloj a cada dos minutos para asegurarse de que el tiempo corría. Finalmente, al diez para las cinco se vio turbada la quietud del consultorio con la llegada de la enfermera. Un poco sorprendida de que la pareja estuviera esperando ya, les dio las buenas tardes con una sonrisa y anunció que el doctor no tardaría en llegar para después retirarse a la sala de examen. El consultorio recobró su quietud; él continuó leyendo el periódico, mientras que ella cerró los ojos y cruzó sus brazos a la altura del pecho. El reloj marcó las cinco y un cuarto de hora después la quietud volvió a alterarse: por fin había llegado el médico. Con buen ánimo saludó a los pacientes y se disculpó con ellos por la tardanza, luego los dirigió a la sala de examen donde la enfermera ya tenía todo preparado.

-Siéntense, por favor- les pidió, señalando los dos asientos que quedaban enfrente de su escritorio, al tiempo que la enfermera colocaba sobre éste el expediente de la mujer. Con la intención de relajarlos a ambos, el doctor comenzó a platicar con la pareja y, poco a poco, la tensión fue cediendo para dar paso a la calma. Lo pusieron al tanto del nacimiento de su hija –quien ya tenía un año y seis meses de edad–, puesto que él había cuidado de la madre durante la gestación, y se enteró entonces de que el parto había sido “a la antigua”, es decir, con partera en vez de con doctor. Esto no le hizo mucha gracia al médico por los riesgos que implicaban tanto para la madre como para la niña, sin embargo no dijo nada y continuó con la plática. Una vez que estuvieron relajados, procedió a preguntarles cuál era el motivo de su cita y la mujer se apresuró a decirle, con una sonrisa ancha, que de nueva cuenta estaban esperando un hijo. Al escuchar la noticia, el doctor reaccionó con júbilo y felicitó a los padres por la buena nueva, mientras que la enfermera se unía silenciosamente a la alegría que reinaba en la sala en ese momento. Unos segundos después, la mujer habló de nuevo y le comentó al doctor que venían para un chequeo, pues el día anterior se le habían presentado unos pequeños sangrados, los cuales ella interpretó como amenazas de aborto, dada su experiencia con el primer embarazo, y ambos querían asegurarse de que todo estuviera bien.

Antes de sacar conclusiones precipitadas, el doctor calculó las semanas de gestación –que resultaron ser 10.3 aproximadamente– y entonces procedió con el chequeo de rutina. La enfermera ayudó a la paciente a subirse a la mesa de exploración y le pidió que, por favor, se descubriera el abdomen. Por su parte, el doctor se sentó a un lado de la paciente, quedando de frente al aparato del ultrasonido, y comenzó la revisión. Ésta se llevó a cabo en silencio, a excepción de las pocas preguntas que el médico le hizo a la paciente con el fin de recabar datos. Concentrado en su trabajo, el doctor mantuvo serio el semblante, por lo que era imposible saber lo que estaba pensando. Luego de un par de minutos, cuyo transcurso les pareció eterno a ambos padres, la voz del especialista resonó en el aire, rompiendo el silencio que se había creado, pero no hubo alegría en aquella intervención.

-Les tengo una mala noticia…- y el doctor se interrumpió a sí mismo, buscando las palabras adecuadas para expresarla. A continuación, señaló con su dedo índice un pequeño círculo que podía distinguirse en la pantalla del aparato, el cual estaba rodeado por un pequeño halo y cuyo contenido parecía estar conformado por pequeñas manchas blancas de forma irregular. -El ultrasonido me reporta un H.M.R., que significa “huevo muerto retenido”. Esto quiere decir que el embrión, si bien se formó, no lo hizo de manera adecuada y simplemente dejó de vivir, pero el cuerpo no lo ha expulsado. ¿Notan el saco embrionario, el halo que rodea al pequeño círculo? De hecho, las medidas del saco corresponden a un embarazo de diez semanas de gestación, pero no así el contenido, que se muestra desordenado. Es justo el desorden del contenido lo que me indica el H.M.R.- El doctor guardó silencio un momento para darle tiempo a la pareja de asimilar la noticia y ella comenzó a hacer preguntas sobre cómo iban a proceder ahora.

-Me gustaría que fueran con el radiólogo para que confirmara mi diagnóstico, pues cabe la posibilidad, aunque mínima, de que no esté en lo correcto. Pero si lo confirma, debo hacerte un legrado…- La mujer asintió con la cabeza y la enfermera se dedicó entonces a limpiarle el abdomen para quitarle los residuos del gel utilizado en el ultrasonido. En gesto de compasión, el doctor la ayudó a bajar de la mesa de exploración y la tomó por los hombros, a modo de abrazo, diciéndole que esto no significaba que tuviera problemas de fertilidad y que pronto podría embarazarse de nuevo; ella intentó sonreír y le dio las gracias al médico. El hombre, en cambio, no dijo nada, pero podía percibirse en su rostro la tristeza. Mientras tanto, la enfermera pensaba que la paciente había tomado demasiado bien la noticia, pues aunque se le veía abatida, no mostraba señales de que fuera a desmoronarse.

¡Qué equivocada estaba!, pues cuando la mujer tomó asiento de nuevo, se hundió en éste y quebró en llanto. El hombre la jaló suavemente de la mano y la rodeó con sus brazos, mientras que el doctor trataba de calmarla. La enfermera, todavía inexperta, no sabía bien a bien qué hacer; entonces tomó un pañuelo y se lo ofreció para que secara sus lágrimas, sin poderle otorgar más consuelo que el que éste podía brindarle. El ambiente de la sala, antes jovial y alegre, era el propio de un sepelio… De cierta forma, de eso se trataba.

Hiro postal

Revisitando a Anyte

 

Para la Cigarra

 

el caos es una teoría para nosotros

para la vida las cosas están contadas.

Tomás Calvillo

 

Fue por un grillo pequeño,

entre los campos ruiseñor,

y por un téttix risueño,

del roble mortal dueño,

que Myro al fin construyó

para ambos un único túmulo,

sobre el que la niña derramó

un lágrima del gran cúmulo;

pues a fin de cuentas Hades,

tan difícil que es de persuadir,

decidido se mostraba a huir,

cargando a ambos sin dificultades.

 

Nota: Según Lafcadio Hearn, aquello que los griegos nombraron con téttix es lo mismo que nosotros nombramos con cigarra.

 

Parte de guerra 2012. 1504 ejecutados al 24 de febrero.

Garita. Alguien debería enseñarle a argumentar a Andrés Manuel López Obrador, pues el pasado jueves afirmó: “¿Cómo se beneficiaría la clase media en un gobierno progresista? Para empezar no habría corrupción y eso es importante para la clase media y para todos los mexicanos. ¿Por qué digo que no va a haber corrupción, bueno, porque tengo autoridad moral para decirlo, yo no soy corrupto”. ¿Entendido?

Coletilla. El día de ayer se hizo pública una carta en que Julián LeBarón anuncia su separación del Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad. Extraigo un párrafo notable que dará cuenta de la posición de Julián LeBarón, lo mismo que de los alcances y los métodos elegidos por el movimiento de Javier Sicilia y Emilio Álvarez Icaza.

“Creo que los ciudadanos hemos permitido y fomentado instituciones que son destructivas, obsoletas, anacrónicas y arcaicas porque hieren, ofenden y lastiman a las personas. No creo que el sistema de gobierno como tal nos pueda traer la paz que buscamos, ya que en su forma de imponer el orden incorpora la contradicción, la coerción y la violencia”.

Casablanca

Y así regresamos a Casablanca, una y otra vez, como si viéramos el filme una y otra vez mientras el tiempo pasa, siempre Rick e Ilsa, y siempre Lazlo una y otra vez; siempre en África y siempre con la difuminación del destino en la amistad de Louis, una y otra vez. Vivimos la misma historia como vemos la misma película, una y otra vez, y ansiamos que el final sea distinto, que Rick no deje a Ilsa, que Lazlo se vaya al demonio como se estaba yendo el mundo de aquellos entonces – dos años antes de que terminara la guerra, la maldita guerra, y quién sabe si Rick volviera a ver a Ilsa en el nuevo mundo que otra vez era libre, en el nuevo y maldito mundo que no se fue al carajo (pues Rick mata a Strasser como Estados Unidos somete a Alemania imponiéndole el muro que Lazlo le impuso a Rick en su amor por Ilsa) pero que en cierto modo sí se fue al carajo, y se sigue yendo al carajo –, pero entonces viene la neblina y lo único que queda es la amistad, una hermosa amistad que comienza en Casablanca y se dirige al nuevo mundo, mientras la canción se queda, el amor se queda, el pianista se queda y su color – que es el color del porvenir que tiene cada uno de los personajes inmiscuidos en esa tragedia – es el color mismo del celuloide que nos repite una y otra vez que Casablanca siempre estará en nuestros corazones, siempre tendremos Casablanca, pero no podemos vivir en ella y nos difuminamos junto con la niebla que borra la silueta de Humphrey Bogart dirigiéndose hacia su oscuro destino con una nueva y hermosa amistad.

Gazmogno

Pronto Sería de Noche

Pronto sería de noche. El clima le recordaba algo de su tierra natal: áspero y seco, como el gusto del alpiste. Su boca subía y bajaba mientras intentaba separar la lengua terca que se le pegaba al paladar. Algo más tenía ese lugar, con su vegetación seca y café, su fuerte viento que nada refrescaba, y sus ocasionales sonidos de crujidos; algo más, que le hacía a Líemo sentirse intranquilo. Asaltaba sus recuerdos para ver si alguna pista perdida le devolvía el rumbo, a ver si algo que hubiera pasado por alto le indicaba cómo volver; pero con cada paso perdía un pedacito de esperanza. Llegó a mirar a lo lejos una roca negra que desentonaba con todo el paisaje, y hecho un tronco seco, con la piel apergaminada, Líemo cayó rendido.

«Despierte, que pronto será de noche. No querrá que lo devoren las bestias nocturnas, ¿verdad?» dijo una voz de mujer, atravesando su pesado sueño como lanza que mata a un hombre. Recién abiertos sus ojos se encontraron con dos esferas de ónice que le miraban el alma, y una sonrisa juguetona que revelaba el conocimiento de algún secreto que seguramente le había descubierto sólo con verlo. Junto con ella venían otros más, ataviados en graciosos mantos y enseres coloridos de adornos con rombos y otras figuras bordadas, y que encimaban capas de varios tamaños y formas dando la apariencia de sinsentido. En sus cabezas llevaban gorros de paño como cilindros chatos, y en todos los varones las barbas eran largas y descuidadas.

Líemo se presentó y agradeció el gesto. Continuó diciendo: «Soy un mercader y… ¿quiénes son ustedes?»

«Mi nombre es Shiam,» respondió la mujer. «Somos peregrinos y conocemos estas llanuras. Venga, esta noche lo resguardaremos, y mañana podrá continuar su camino.»

No les dijo que estaba perdido porque temió que lo tomaran como una encajosa petición y que sintiéndose insultados ni siquiera accedieran a ayudarlo esa noche. De por sí ya le harían un favor dejándolo acompañarlos. Con dificultad se levantó y después siguió en silencio a estos extraños caminantes, que le mostraron una senda por entre los pedregales y las hondonadas ocultas por la maleza. Las plantas ya no se veían pardas, sino que ahora estaban teñidas del color naranja del Cielo. El atardecer le había parecido muy largo. «Así mejor,» pensó, «quién sabe a qué bestias se refería esta mujer. Prefiero no conocerlas.»

Llegaron por fin a un refugio natural al celo de dos peñas que cubrían la boca de una quebrada. Allí cacerolas y otros instrumentos aguardaban a sus dueños. Líemo disfrutó de viandas y agua fresca que compartieron con él: los extraños parecían abiertos a su presencia bastante amigablemente. Ya con la noche bien entrada, el perdido atestiguó un espectáculo maravillante. Uno de los peregrinos tomó una guitarra, y mientras al centro otros habían encendido una fogata, comenzó a rasguear velozmente. Los demás, uno por uno, entraban a la canción cuando el anterior había terminado de cantar e improvisaban las líneas y hacían un baile de más fuerza que gracia. Era fascinante. Cada quien se entrometía en la melodía y con su voz continuaba lo que los demás habían cantado, o si lo deseaba, cambiaba por completo el tema, y cuando la rima complacía al resto le respondían al unísono en un grito estruendoso con un solo aplauso. Esta música que nunca había escuchado lo tenía cautivado. Era música para la noche y el fuego. Su danza la guiaban las estrellas. Líemo tenía la mirada prendida de los hoscos dedos del guitarrista y de la voz vibrante de los demás cuando Shiam se sentó a su lado, proyectando sobre él una esbelta sombra, negra como sus ojos pero menos profunda. Junto a ella, el extraviado sintió una comodidad que nunca antes había experimentado, y mientras las lenguas en la hoguera crepitaban, la sombra de Shiam bailaba sobre él como si lo acariciara. En su interior disfrutó ese pensamiento.

La mujer habló y su voz tenía ahora un tono de familiaridad que dejaba ver que lo formal lo reservaba para cuando los demás escuchaban. «Estás perdido en este llano, ¿no es cierto? Lo veo en tu rostro vacilante.»

Aunque hizo un frustrado intento, Líemo no pudo negarlo. «Desde que me rescataste creo que puedes leer mi mente, mujer. Es verdad. Al principio salimos muchos hombres juntos y todos íbamos al mismo sitio, pero me he distraído y sin saberlo perdí el camino. Después de un rato me di cuenta de que no me acompañaba nadie y no supe cómo regresar con los míos. Ahora no sé tampoco si me esperarán o si acaso se han dado cuenta de mi falta.»

«¿Cómo? ¿Tu propia gente no se preocupa por esperarte? ¿O por buscarte?»

«Pues… No es mi gente, en realidad. Verás: somos un grupo de mercaderes y viajamos en cofradías para hacer negocios en la ciudad más allá de las colinas. Ellos lo han hecho cientos de veces, pero ésta fue mi primera salida al llano. Fui descuidado. Quizá no vuelva nunca más.»

Shiam sonrió, como satisfecha de escuchar lo que ya sabía. Primero no respondió. Se levantó mirándolo intensamente, y se alejó hacia la fogata diciéndole: «Por cierto, claro que puedo leerte. Soy una bruja,» y después desprendió una delicada risita que se fundió con el canto de un viejo que ya terminaba su turno rimando una historia sepultada por el tiempo. Shiam inició una danza hermosa mientras cantaba algo sobre el delicado corazón de los hombres. Y cantó también sobre el amor; y cantó sobre la muerte; y cantó sobre Dios. Líemo le perdió el hilo en seguida. Su voz estaba dedicada a él, su vista no dejó de mirarlo ni un segundo. En una sonora exhalación, el viajero extraviado sintió que había perdido todo el aliento y que en su vientre sólo se alojaba un punzante calor. Por un momento, hubiera jurado que las llamas respondían al contoneo de la bruja. Ella se ocultaba y se revelaba alternativamente en el brillo multicolor de la flama encandilada. Él sentía que su interior danzaba a su compás.

Sonó un gran aplauso, y un grito de loa, y Shiam volvió al lado de su captivo. Nunca supo de dónde la sacó, pero en su mano delicada ella cargaba una esfera negra, con puntos blancos repartidos en un aparente desorden.

«Tenlo. Es un mapa y un obsequio.»

Líemo alcanzó la esfera confundido. Era pesada, como hecha de piedra obscura, y fría. «¿Un mapa? ¿De qué?»

«Es un mapa del Cielo. Con él encontrarás tu camino y tu lugar.»

Miró los puntos blancos y vio que estaban incrustados en lo profundo de la esfera. ¡Eran constelaciones! «Estos puntos… ¿son las estrellas? ¿Cómo encontraré mi camino en un llano con…»

«No te preocupes, Líemo el Mercader –dijo con ceremonia burlona–. Naturalmente está incompleto y una buena parte se ve obscura, mas si te esfuerzas podrás ver más de lo que ahora crees.» Dejó que sus palabras tuvieran tiempo de hacer eco en el fondo del comerciante, y justo antes de que él replicara, continuó: «Ven y bebe conmigo, y no digas más, que deseo escuchar y pronto cesará el canto.»

Ella tomó su mano libre y lo jaló para levantarlo y guiarlo hacia el pocillo del licor. ¡Pobre hombre, con su cuerpo débil y asaltado por el encanto! La bruja lo arrancó de su asiento como se arranca una hoja seca de sauce, y le alcanzó un tazón lleno de un líquido cuyo color se escapaba en la penumbra y el naranja del barro. Después de guardar la esfera en su bolso, bebió hondo. Ese licor quemaba como las brasas del roble de la fogata, como las voces del canto y los pasos del baile. Todo allí estaba hecho del mismo fuego, y donde más ardía era en la mirada de Shiam, en sus ojos y en su sonrisa secreta. Un poderoso peso dominó al extraño viajero, y sintió que el mareo lo tumbaba. Miró esa boca sonriente, y miró los refulgentes ojos; después cayó dormido y la música continuó su cadencia en su denso sueño.

Despertó adolorido junto a la roca negra que miró el día anterior. Había descansado muchísimo. Los peregrinos no se veían por ningún lugar. Shiam no se veía por ningún lugar. «¿Habré estado soñando?» se preguntó, convencido de que no era posible, mientras buscaba en su bolso el regalo. Tenía que encontrarlo para mostrarse que había vivido todo aquello, pero en el fondo no tenía ninguna duda. «Esa música, esas voces no las había escuchado nunca, ni había contemplado tal baile hipnótico.» En su memoria estaba nítida la mágica melodía y su mano rebuscaba el fondo del bolso como imitando el movimiento del hombre que rasgueaba la guitarra; pero no encontró la esfera. No estaba. Líemo fue turbado por una decepción de plomo.

Sentado a la sombra de la roca negra pensó que nunca encontraría su camino, y comenzó a repetir llorosamente que todo había sido un sueño. En el fondo seguía sin creerlo. Al atardecer ya se había desprendido de su voluntad y el viento lo golpeaba lo mismo que podría estárselo llevando el mar abierto. Ni un cabello suyo se resistía. Las bestias nocturnas o diurnas o matutinas podían desgarrarlo: no estaba dispuesto a hacer nada para evitarlo. Pronto sería de noche.

Súbitamente, se renovó su esperanza. En el Cielo se miraban las primeras estrellas. Sintió sus fuerzas como una flama que le quemaba la garganta y que palpitaba con el sonoro ritmo en su oído. Su voz comenzó a improvisar algunas líneas al paso de la música mientras miraba atento el Cielo nocturno. Y se levantó. La estrella más brillante le inspiraba una clase de respeto y la comenzó a seguir imbuido por la misteriosa -pero segura- melodía que repicaba en su alma. Estaba seguro de escucharla. Así anduvo por horas. La noche no lo amenazaba, lo protegía, y justo antes de que rompiera el alba, su invisible guía lo llevó hasta una pequeña laguna. En ella, un hombre que había dejado su montura apostada bebía tranquilamente antes de iniciar la marcha de la mañana.

«Hola, extraño. ¿Quién eres?» Le preguntó a Líemo en cuanto lo vio.

Respondió: «Un hombre que estaba perdido.»

Cenizas de fe.

Nací en el año del señor de 1984, quince días antes del miércoles de ceniza, lo que me salvó durante los primeros quince días de vida de tener que guardar ayuno, después me tocó seguir el destino de todos aquellos pecadores que tenían que seguir el rito de la cuaresma, no me sometieron a un ayuno riguroso, pero mi alimento disminuyó considerablemente.

Que mi nacimiento ocurriera quince días antes de la cuaresma y que mi bautizo se celebrara durante la noche de San Juan, fue algo que marcó mi vida, pues aún siendo incapaz de recordar alguno de estos sucesos, se me ha contado que tengo mucho de qué arrepentirme; primero, por haber causado muchos dolores y molestias al nacer, además de haber llegado al mundo manchada por el pecado original, y segundo, porque la única manera de librarme de esas y otras muchas faltas es convirtiéndome a una vida guiada por el ejemplo de quien se sólo fue una voz en el desierto.

Conforme fui creciendo se me guió para que fuera a tomar ceniza, para que ayunara en la cuaresma o bien que ofreciera un sacrificio diario durante el tiempo que trascurre entre el miércoles de ceniza y el domingo de ramos. Recuerdo que disfrutaba enormemente, yendo a la iglesia y percibiendo el aroma del incienso con el que la perfumaban durante la semana mayor, y que me trasportaba al cielo, cuando a ese aroma se sumaba el perfume de las setecientas azucenas con las que adornaban el jueves santo. Lo que muestra que por desgracia para mí mi experiencia religiosa se limitó a los placeres del sentido del olfato.

Conforme fueron pasando los años, más me enfocaba en los olores de azucenas, inciensos y los jazmines de la pascua, que en aquello que significaba pasar del tiempo ordinario a la cuaresma, de la cuaresma a la pascua, de la pascua al tiempo ordinario y de éste último al tiempo de adviento. Mis sentidos se estaban alimentando con cada visita a la iglesia, y poco a poco me olvidaba de mi alma y de la importancia de salvarla, que fue lo que acabó por alejarme de la iglesia y de todo lo que representa.

Al pensar en mi final distanciamiento, me doy cuenta de que éste se debió en gran medida a la única vez en que decidí echar un vistazo a mi alma, fue el año jubilar en el que festejaban la llegada del milenio, me confesé y como penitencia se me ordenó perdonar a quienes me habían ofendido en algo, no pude hacerlo, y viendo que lo más importante en la vida religiosa era perdonar a los enemigos y no sólo cumplir con ritos en los que se gozaban mis sentidos, decidí dejar de ir.

Cuando dejé de ir al templo, me di cuenta de que todo lo que hasta ese momento había vivido no habían sido trasportes de fe, y creo que en el orgullo me afectó más ver que no tenía lo que siempre pensé era fundamento de mi vida que abandonar el placer que los santos aromas proporcionaban a mis sentidos. Se me podrá decir que bien pude seguir acudiendo al templo para gozarme en él sin preocuparme por asuntos como el sentido de ir allá, pero había perdido algo importante cuando vi que no creía en lo que pensé que creía, perdí la imagen que tenía de mí.

Por primera vez en años, me vi en un espejo donde pude contemplar mi alma, y lo que vi no me gustó en absoluto, de modo que acabé por convertirme, pero no hacia donde pretendieron mis padres que me convirtiera, mi camino se tornó diferente y no pretendí llegar a ser como aquella voz en el desierto que hablaba desde su fe, porque ya no tenía que decir aún cuando me encontraba en el desierto.

Han pasado muchos años desde entonces, y me he dado cuenta de que lo que yo creí fe era sólo un cúmulo de ritos que no hablaron a mi alma y que si quiero llegar a salvarme no basta con desearlo o con buscar mediante razones lo que sólo puede ocurrir por medio de un milagro.

 

Maigo.

 

Nota al pie: Quiero despedirme de la Cigarra que ha dejado de cantar, deseándole que pronto vuelvan las musas a aconsejarla.