«El hombre erguido declara que
su fin está en lo alto y está aquí
para reestablecer el vínculo perdido
por nuestros padres entre el cielo y la tierra.»
-Juan, en «El Bautista» de Javier Sicilia
Estamos muy acostumbrados a hacer las cosas fáciles y a desear que lo sean más de lo que ya lo son. Seguramente mucho tiene de bueno lo fácil, porque de estar en posición de elegir hacer una misma cosa con trabajos y tardanzas o hacerla velozmente y sin esfuerzo, es casi seguro que preferiríamos realizarla de esta última manera. Aunque tal vez no se vale decir que es «una misma cosa» la que se hace fácilmente que la que se hace con esfuerzo. Todo lo que hacemos podemos imaginárnoslo siendo realizado con mayor sencillez o con más complicación. Pero es diferente pensar en las cosas que hacemos que son útiles y en las que no. Si estamos pensando en el resultado útil de nuestro trabajo, estamos fijándonos en producciones, como si hacemos zapatos o patinetas o libros o cisternas; y si es así, cualquier medio que nos garantizara iguales productos por menor esfuerzo sería gratamente aceptado. Allí lo que nos interesa es el resultado (obviamente, si vivo de vender sombreros, me conviene tener más y que me cueste menos hacerlos). Perdóneme el lector si estoy demorándome en lo obvio, pero más me llama la atención que sea tan obvio que preferimos la facilidad. ¿Qué pasa con nosotros cuando la facilidad en las cosas no se aboca a los actos que producen?
Por pensar en ejemplos de acciones sin productos útiles, hay a quienes les encanta caminar, quienes escriben un diario, hay a quienes les gusta jugar futbol, y hasta hay algunos exiguos que dedican voluntariamente algunas horas a estudiar. Si se fijan, éstas son cosas a las que solemos llamar «actividades», como para distinguirlas del trabajo o de la ocupación. Por alguna razón, si uno imagina artificios que hagan más fácil el cumplimiento de cualquiera de ellas, inmediatamente atestigua también su deterioro: si me gusta caminar, cuando me compre una caminadora para hacerlo en casa se acabará el placer de la caminata; las agendas, el twitter y el facebook acaban con el gusto del recuento del día; el futbolito nunca substituye la cascarita; y, en fin, la enciclopedia y Wikipedia substituyen por prejuicios nuevos los viejos, diluyendo la propia investigación. Sin embargo, concluir solamente de esta observación que la técnica que mejora y facilita es mala, es claramente una necedad. Su perjuicio o beneficio dependen de qué queramos conseguir, dependen de qué deseamos.
El problema suele ser que cuando la facilidad se hace hábito se confunde tanto con la utilidad cuanto con el bien de las cosas que hacemos. Y esto ocurre con una facilidad que bien le queda al fenómeno. Es algo análogo a lo que pasa con el cine y la televisión, aunque en diferente proporción. Me refiero a que un dramaturgo confecciona un personaje digno, noble y bueno y con ello nos complace sorprendiéndonos con la fuerza de sus imágenes, y nos agrada lo que vemos; pero mientras más estamos mirando sus obras, más esperamos la maravilla que nos suscitó. Nosotros como espectadores confundimos lo bueno de sus personajes con el placer de verlos porque las dos cosas siempre nos ocurren juntas. Conforme este placer se cansa, las obras del escritor, y las de quienes vienen después de él, tienen que buscar su éxito en una nueva impresión y en una sorpresa diferente. El público se fastidia pronto y la variedad fortalece el placer. La belleza de las primeras imágenes se convierte en burla de las nuevas cuando éstas sorprenden refrescantemente, y así como al principio mirábamos con gusto a los viejos personajes, ahora se mira con gusto a los nuevos. Pronto, como espectadores dejamos atrás las imágenes que unían el agrado de observar a la bondad de las acciones y, esperando más gusto nosotros y queriendo dárnoslo los dramaturgos, el recurso a la sorpresa degrada las imágenes alejándolas cada vez más de lo bueno que retrataban, hasta que lo que maravilla y vende es lo más ruin[1]. El público se envilece porque quiere ser complacido por algo nuevo, y el dramaturgo se envilece porque quiere complacer al público. No quiero suponer que esta manera simple de ver el deterioro de la relación de espectadores con dramaturgos es una descripción fiel de la realidad, pero me parece que en ella se ve bien cómo pueden fundirse en nuestra percepción lo bueno de algo con el placer que nos da. Algo análogo, decía, ocurre con la facilidad.
Lo fácil se vuelve sinónimo de lo bueno por una confusión semejante, porque con el tiempo lo que suponemos que nos ayuda se vuelve tan placentero para nosotros en su auxilio, que comenzamos a desear en todo la facilidad en la misma medida. Este deseo de facilidad termina por inmiscuírsenos en la vida, aún cuando su encanto obre los más inútiles artificios (como aparatos que responden a la voz en vez de hacerlo a botones (de un control remoto hecho para no levantarse (para ver la tele))). La facilidad que queremos encontrar en todo nos acostumbra a buscar la bondad de las cosas en qué tan rápido pueden hacerse, en qué tanto esfuerzo ahorran y en cuál es la magnitud de su ventaja sobre las otras. Esto no es sino la imagen empresarial del mismo deseo: la eficacia.
El verdadero peligro aparece cuando la facilidad se convierte en causa de pereza denigrante. Si sospechamos siquiera alguna diferencia entre los seres humanos y las demás cosas de este mundo tenemos alguna noción de dignidad, porque es lo propio del ser humano[2]. Cuando detrás de un nuevo método que facilita las cosas se oculta una práctica indigna, la recurrencia del hábito y la complacencia de la comodidad nos hacen completamente insensibles al cambio. Es más, hasta nos hacen despreciar lo anterior cuando ya nos hallamos imbuidos de deseo por lo fácil, y miramos como conservadores tercos a los que no quieren incorporarse a la corriente. Vamos poco a poco acostumbrándonos a que nuestros placeres sean veloces, fáciles y si se puede, intensos. Ahora que si quieren seres de fácil complacer, ahí están los perros. Y además son animales bien eficaces: hacen todo lo que tienen que hacer sin falta ni exceso, con la mayor soltura, y sus deseos nunca van más allá de sus posibilidades. Pero antes de que los amantes de los perros se enfurezcan, no estoy insultándolos, pues creo que no es injuria a los perros llamar indigno a quien, siendo hombre, se porta como ellos. Leí en una novela este episodio: un hombre que camina por el desierto recuerda las viejas enseñanzas de un rabino que lo amonestaba por su jorobada postura diciéndole que «la vertical es la dignidad del hombre». Algo que aparenta tan poca importancia como mantenerse erguido es en esta amonestación el signo de que uno merece ser llamado humano, porque es de humanos andar con la mirada hacia el frente y la espalda recta. Hace mucho más tiempo escribió otro que un buen ejemplo de cómo son las personas con alma débil está en los jóvenes que arrastran la toga en vez de llevarla recogida por el brazo. ¿Y qué hay en el fondo de estas reprimendas que recuerdan antes a viejitos amargados que a gente reflexiva? Que la dificultad de mantenerse derecho y de conservar el porte sin que la pereza lo desguance a uno no es sólo cosa de presentación, como dicen al dar consejos para las entrevistas de trabajo, sino que es muestra de la fortaleza para hacer las demás cosas. Lo que nos place y nos gusta, y lo que no, se dejan ver en lo que hacemos y en la forma en la que lo hacemos. Y nosotros mismos nos presentamos en lo que nos place y en lo que no. La facilidad no es mala, pero sí lo es el amor por la facilidad, porque en todos los lugares en los que se manifiesta que éste es el que domina, el hombre se ve demeritado y débil. Se ve denigrado. O sea que la facilidad no conduce necesariamente a la mezquindad, pero el mezquino nunca se da cuenta de cuándo una lo llevó a la otra. Supongo que un buen translado del ejemplo de la toga a nuestra actual época es el de los usuarios de computadora que no escriben los acentos de las palabras «porque les da flojera». La belleza de la escritura es cosa tan humana como el porte erguido, y su persecución no tiene su causa en el deseo de eficacia, sino en el celo de la dignidad. Así que por algo valdrá el esfuerzo de hacer las cosas como más nos convenga hacerlas, aún cuando ello represente para nosotros un gran peso, digno de igual fortaleza. Como dicen que dicen por ahí: «lo bello es difícil».
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[1] Piénsese por ejemplo en la historia de las películas de vaqueros estadounidenses, los westerns, que empezaron con héroes muy bonachones y divisiones sencillísimas de los personajes buenos y los malos, y a lo largo del tiempo dieron con la burla socarrona de este simplismo en obras como «El Bueno, el Malo y el Feo», en donde toda acción parece abierta a interpretación moral. Sobre programas dedicados de plano a la vileza los ejemplos más bien son actuales, en series como «Shameless» o «It’s Always Sunny in Philadelphia».
[2] Estoy obviando que si se cree que somos lo mismo que los chimpancés, o que somos fenómenos naturales improbables, no puede haber nada propio del ser humano y, por tanto, nada es digno (ni indigno, tampoco).
está bueno tu escrito, y creo que en general tienes razón. aunque, en el caso de tu analogía con los dramaturgos, me pregunto si es igual de fácil o no fácil confeccionar personajes dignos, nobles y buenos que personajes indignos, viles y malos. Yo creo que no hay respuesta definitiva a mi interrogante, pero sí supongo que eso tendrá que ver con el hábito del escritor de cada caso, en cuyo caso (valga la redundancia) no dejaría de ser conveniente para uno intentar confeccionar personajes indignos, viles y malos (para el que ya es fácil hacerlo de la otra manera), y dignos, nobles y buenos para el otro, todo para mejorar el hábito de la escritura (algo así como ampliar el margen del escritor. ¿O crees que, pese a la facilidad que ya se tiene, y quizás a la costumbre también, en confeccionar un tipo de personajes en definitiva no sea bueno confeccionar los otros? de ser afirmativa la respuesta, ¿por qué crees que sería así?
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Gracias por comentar, Martinsilenus. El tema al que aludes en tu comentario es uno en el que no reparé en mi escrito, y creo que es muy interesante. Pienso que hay una diferencia entre la facilidad del escritor para escribir y la facilidad de los espectadores para placerse o dolerse por la obra que miran o leen (o escuchan). Si entiendo tu pregunta, te refieres más bien a la primera. Espero que no parezca que estoy dándole vueltas a lo que dices para no responderte, pues sinceramente pienso que como preguntas por la conveniencia de practicar o no cierto modo de escritura para hacerla fácil al autor, antes de contestarte bien tengo que saber qué piensas cuando escribes que podría ser conveniente para un escritor confeccionar personajes viles e indignos o nobles y dignos. Me imaginé dos modos diferentes: es conveniente para un escritor poder retratar del mejor modo ambos, si la meta de un buen escritor es la destreza técnica del retrato; por otro lado, es conveniente que un escritor sepa qué retrata para quién, si la meta de un buen escritor es producir el placer de lo digno con lo digno y la repulsión de lo indigno con lo indigno. ¿O estoy malinterpretando lo que entiendes por conveniencia?
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Yo creo que es como te imaginas en la primera alternativa de las que ofreces: creo que para que alguien sea un buen escritor (y logre, así, producir placer escribiendo tanto lo digno como lo indigno, en cuanto a la repulsión), el individuo del caso debe ejercitarse a escribir bien ambas cosas. Me parece que, en el caso de lo que dices acerca de la repulsión, o sea, algo así como orientar las repulsiones de los individuos que lo leen, no es tan adecuado debido a que así no veo tanta diferencia entre eso y asumir que uno sabe lo que es bueno y debe ser perseguido por los demás, independientemente del modo de ser de los demás (algo así como, guardando las distancias, lo que se hace en la publicidad y la mercadotecnia, que es decirles a los espectadores o lectores, qué es lo que les conviene comprar, tener o hacer). Suena bastante perverso porque, aunque no dudo que tú tengas una buena idea de lo que es digno y lo que no lo es, creo que eso lo debe descubrir cada quien en cada caso; inclusive cuando se lee buena literatura (es decir, que sabe manufacturar ambos tipos de personaje de la mejor manera, logrando así, que el conjunto de la obra cause placer).
Algo así.
¿Te contesté? Si sí, ¿qué piensas al respecto?
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Martinsilenus, créeme que comparto tu cautela por no caer en la simpleza de afirmar que la realidad está partida entre los dignos y los indignos, en los justos y los injustos. Lo que no comparto es tu desinterés por el esfuerzo para discernirlos. En cada caso particular somos jueces de lo que nos parece digno o indigno, y no por intentar mostrarlo se hace uno susceptible de tu crítica, que parece ser: «cualquiera que pinte a un bueno o a un malo cree que conoce de principio a fin el bien y el mal». Más yerma parece esa postura que el cuentito en el que se pinta la división tan simple (de la que, te repito, ambos desconfiamos). Es claro que el buen escritor debe de ser capaz de retratar consistentemente lo vil y lo noble, pero también se puede pedir de él prudencia, según me parece. No es bueno sólo por la técnica porque no escribe para un círculo de críticos de técnica, sino para lectores que hacen juicios sobre lo preferible en sus vidas. Tomar cualquier medio de las letras como zona de experimentación sin cuidado por el modo de decir las cosas es mucho peor, a mi juicio, que no saber retratar personajes tan fielmente como se desea. El buen técnico imprudente y descuidado es peor escritor, porque las letras no son para transferir datos ni para terapia personal del escritor; para eso no se necesitan buenos escritores, sino cronistas. Con las letras se puede aspirar a más y, en un buen caso, legar un medio que estimule el juicio del lector y que lo acerque a conocer su propia disposición.
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No estoy muy segura de qué tanto se libra de la mezquindad el escritor que busca complacer al lector lo más posible, aún cuando eso signifique tener que trabajar y no sólo dirigirse a lo fácil e inmediato.
¿Acaso la mezquindad radica sólo en lo fácil que es hacer algo, más que en la intención con lo que ese algo se hace?
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No entiendo bien tu pregunta, Maigo; pero si te refieres a que es posible que no sea fácil actuar mezquinamente, creo que puedes tener razón; pero todo amante de la facilidad es mezquino en esa misma medida. De cualquier modo, me refiero al escritor como ejemplo del modo en que nos acostumbramos a algo dañino sin percatarnos, no como un modelo de mezquindad. En la despreocupación por hacer las cosas dignamente, o bellamente, si quieres, está la intención mezquina a la que creo que te refieres.
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Yo creo, Cantumimbra, que estás equivocado en la medida en que parece que piensas (desmiénteme si me equivoco) que la única manera de presentar la dignidad y valía de lo bueno y lo excelente (iba a decir lo bello, pero esto requiere mayor cautela de mi parte) es retratando personajes o situaciones que evidente y explícitamente tienden a ello. Yo creo que también se puede estar haciendo lo mismo, mostrar lo bueno, digno y excelente en el humano hacer (en la vida, pues) de manera un tanto «negativa», por decirlo de alguna manera. En otras palabras el presentar de la mejor manera posible, poéticamente hablando, a un personaje o situación indigno y vil, también es una manera de estimular en el lector el ansia por lo bueno y virtuoso, sólo que en este caso, el escritor no se está asumiendo como más sabio o más prudente ni como maestro de sus lectores, como me parece que sí lo hace aquel que cree que el mostrar impecablemente los caracteres viles e indignos es por lucimiento entre críticos o para desahogar el alma. ¡Ni que fuera Homero! Más bien creo que lo importante es no subestimar al auditorio y confiar en que va a tener el criterio suficiente para distinguir entre cuando se alaba a lo vicioso por vicioso mismo, y cuando se le presenta bien para mostrar qué tan mal está eso bien presentado y que el juicio moral del lector termine juzgando bien. Tal vez sea ingenuidad, tal vez sea desconfianza en los escritores. No sé qué sea, pero así es.
¿No crees?
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Te desmiento con muchas ganas, Martinsilenus: ¿cuándo dije yo que la misión del poeta eran retratos evidentes y explícitos de lo digno, lo bueno y lo excelente? Repitiendo mi respuesta pasada, lo que no comparto contigo es el desinterés por el esfuerzo para discernir lo digno, lo indigno, lo justo y lo injusto. Que haya dificultad para que el poeta lo presente hace dudosa la exposición «explícita» -como la llamas tú- del carácter del noble. Y por eso mismo también encuentro difícil (no imposible) que se haga al contrario. Cuando afirmas que se puede mostrar lo bueno, digno y excelente en la vida de manera un tanto “negativa”, aceptas la facilidad de notar la diferencia con la misma simpleza de la que me acusas. Y lo digo porque de hecho creo que no estamos a la talla de Homero, como bien dices, ni tenemos los medios ni la sabiduría para decidir qué es bueno para quiénes. En eso estoy de acuerdo contigo, y jamás afirmé nada contrario. Lo que dije, y sigo sosteniendo, es que el autor debe hacer el esfuerzo por discernir lo noble (aunque no pueda), debe tener cuidado de no promover lo vil (aunque no pueda), debe tratar de ser prudente; no para subestimar a sus lectores como si ellos no hicieran nada más que repetir como pericos. La parte del lector y del escucha, que lejos de subestimarlo creo que se le debe de tener mucho respeto, es igualmente difícil; pero ésa no le corresponde al escritor. Él no puede decidir cómo lo van a leer o a oír, sólo puede decidir qué dice y de qué modos.
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Completamente de acuerdo, Cantumimbra. Lo único que no sé, entonces, es cómo te das tú cuenta de cuando un autor no hace un esfuerzo por discernir lo noble, o cuando promueve lo vil sin mayor cuidado. Es decir, ¿no crees que en algunos casos a un tipo de lectores superficiales o parciales les puede parecer que un autor promueve la vileza sin más cuando en verdad se está esforzando en discernirlo y justamente no promoverlo?
En cuanto a lo de la parte del lector, también estoy de acuerdo, aunque precisamente porque estoy de acuerdo creo que muchos autores responsables y cuidadosos terminan haciendo escuela, y escuela no muy padre, es decir, de repetidores y de pretenciosos que creen que porque logran escuchar algunas palabras de un maestro ya pueden asumir las críticas, enemistades (teóricas y quizás políticas), o simplemente discordancias de su maestro (me refiero al escritor).
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Gracias por responderme Cantumimbra, aclaraste mi duda a pesar de la obscuridad que tenía su expresión.
martinsilenus: ¿por qué es tan perjudicial ese ejercito de repetidores del que tanto te quejas?, ¿no es gracias a esas bocinas huecas que ciertas ideas logran llegar a oídos atentos y a mentes capaces de juzgarlas?
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