La Noble Reserva

Se cuenta que alguna vez, al rededor del 420 d. C. en una provincia del Reino Burgundio del Rey Gundahar, en lo que hoy es Alemania, un hombre cuyo nombre se ha perdido salvó de una terrible catástrofe a su villa y, en consecuencia, la comunidad completa del Norte del río Nahe escapó a la inminente muerte. De él lo único que se sabe es que era una persona «de agudo juicio y carácter reservado». Lo increíble de esto es que en los documentos históricos no sobrevive nada más que esta descripción, junto con el relato de la previsión con la que el granero y los almacenes se retacaron de provisiones justo antes del suceso infausto, mientras los aldeanos aun contra su inclinación aguantaban el hambre con confianza en su protector.

Hay más historias como ésta en las que de una buena reserva resulta la salvación de un pueblo (como cuando José interpretó el sueño del Faraón). No obstante, en muchas de ellas se piensa más en conservación, en observación, y en preservación, que en reserva. Las palabras preservar, conservar y observar son hermanas, las tres se refieren al cuidado y salvaguarda que se le da a las cosas, con un matiz del modo y una diferencia de énfasis en la visión: preservamos cuando cuidamos las cosas con miras al futuro, conservamos cuando cuidamos las cosas nosotros mismos, y observamos cuando miramos con cuidado sobre las cosas. Estas construcciones vienen de –servare, que es proteger, y de sus respectivos prefijos. La cuarta hermana de estas hijas del latín es reservar, y desafortunadamente ésta ha caído en confusión por una sutil diferencia que suele difuminarse cuando la reserva y la preservación aparentan ser lo mismo. El error se mantiene incluso en el Diccionario de la Real Academia Española, que muestra como primera acepción de reservar «Guardar algo para lo futuro», mientras que para preservar ofrece «Proteger, resguardar anticipadamente a una persona, animal o cosa, de algún daño o peligro». Aunque la supuesta diferencia aquí está en qué se guarda para qué fin, ambas parecen tener su sentido por la anticipación; sin embargo, por la etimología, la anticipación resultaría la nota distintiva de la preservación, pero no de la reserva.

La verdadera reserva del hombre al Norte del Nahe no estaba en sus alacenas, sino en su carácter. Los recursos fueron guardados del resto del pueblo para evitar que en su consumo negligente les sobreviniera un mal que no hubieran podido evitar. El alimento en los graneros es la metáfora con la que notamos cuál fue la buena decisión de la villa: en esta acción está la reserva. Incidentalmente, en el futuro la calamidad que azotó al pueblo confirmó la utilidad del sacrificio que se hizo, pero todos allí podrían haber ayunado en vano sin que fuera de otra naturaleza la reserva. Por eso reservar y preservar no son lo mismo. El malentendido es comprensible: en la vida práctica, sucede que lo guardado en el pasado sea revelado en el futuro, de manera que aparece como cuestión de previsión para los eventos venideros y no prudencia en el cuidado de lo que se mantiene reservado. La anticipación no es lo fundamental aquí, sino el celo, la prudencia sobre lo que debe y lo que no debe guardarse. En el hecho de saber qué mostrar y qué guardar hay un resabio de buen sentido que cualquiera con un poco de sensibilidad puede notar, y por eso no es tan raro que el resto del pueblo burgundio haya podido confiar en un hombre que los obligaba a ayunar.

De lo que no estoy tan seguro es de que nosotros estemos tan dispuestos a ayunar. Leo Strauss, en una respuesta a las críticas de Voegelin y Kojeve a su Acerca de la Tiranía, se pone a recordar a Jenofonte, que decía que «es noble y justo, y piadoso y más grato, recordar lo bueno en lugar de lo malo», aunque ésta sea una idea tan ajena a nuestras opiniones. Strauss dice que «necesitamos una segunda educación para acostumbrar nuestros ojos a la noble reserva y a la tranquila grandeza de los clásicos.» Cuando hablamos sobre carácter, los que nombramos «reservados» son callados y tranquilos; mientras que los llamativos «elocuentes» contrastan con aquellos. Por silenciosos, unos se confunden fácilmente con los timoratos, mientras que los otros pueden confundirse con los habladores escandalosos. Ambos excesos tienen su nombre despectivo porque es normal que los hallemos despreciables: nombramos timorato al que calla todo por una especie de debilidad, mientras que el hablador siempre habla de más. Por más que afirmemos derechos de expresión y pidamos a gritos libertades para comunicarnos, es imposible que pasemos de largo la evidencia de nuestra vida. No todo está bien dicho en cualquier lugar. La buena reserva está en notar qué está de más y qué de menos; está en callar y hablar cuando es propio. El buen sentido de la reserva necesita a su vez la confianza en la posibilidad de notar esta diferencia, aunque cada vez con más ímpetu la opinión popular parezca inclinarse a olvidar.