«La amistad es de lo más necesario en la vida.
Pues nadie elegiría vivir sin amigos, aun teniendo todos los demás bienes.»Aristóteles, 1155a
La tolerancia es importante, si no para otras cosas, por lo menos para no volverse loco entre tanta gente que quiere y dice tantas cosas tan diferentes. Dicen que es un valor, aunque me causa desconfianza esta forma de hablar que no se decide sobre si trata con virtudes del contacto con los otros, o sólo de preferencias estadísticas. De cualquier manera, no todo se puede tolerar; sería inhumano pedirle a alguien que soportara el peso de la injusticia que fuera, y que callara ante todo tipo de opinión. «Pero la tolerancia no es callarse -me van a replicar-, es respetar las otras opiniones. Todos tienen derecho a opinar, y saber escuchar a los demás concediéndoles la validez de su punto de vista es necesario para la sana convivencia». Ejemplo de esto son a quienes les gusta mucho terminar discusiones determinando que «concuerdan en que están en desacuerdo». Parece una salida maravillosa a un problema tan recurrente, pero desafortunadamente dudo del peso de tal acuerdo. Temo que detrás esconde sencillamente esta idea: «lo que tú dices no me afecta lo suficiente como para recapacitar lo que digo». Por importante que sea tolerar, quizá sea más importante saber qué tanto.
Nos creemos muy a pecho que lo que pensamos es un punto de vista. Ya estamos tan acostumbrados a la frase, que no nos percatamos de que es una metáfora. La metáfora nos dispone como si miráramos todos la misma cosa, pero siendo tan cambiante, tan irregular, y teniendo tantas caras, que nos vemos obligados a dar de ella una descripción severamente parcial, sólo del minúsculo pedacito que se alcanza a percibir desde donde estamos parados. Pienso que es saludable suponer que no tenemos «la última palabra» sobre los asuntos de los que opinamos, pero la metáfora puede llevarnos demasiado lejos. En el fondo, su supuesto no es sólo que tenemos una mirada parcial, sino más bien que ella es igual de crasamente incompleta que la de quien sea y, finalmente, carente de valor. Sólo es razonable tolerar cualquier cosa si suponemos que todo tiene el mismo valor, sea contrario a lo que pensamos o no. Es decir, si nuestras opiniones son nada más que puntos de vista.
El mundo es un lugar muy misterioso y tenebroso si no tenemos más que estos lejanos vistazos de él. Mientras más en serio creamos el lema de los más tolerantes, «cada cabeza es un mundo», menos estamos en este mundo. Es como decir que el mundo de a de veras está tan alejado de nuestras opiniones sobre él que la única alternativa es que cada quien haga el suyo para sí mismo. Sólo por apuntar lo obvio, de ahí no cuesta trabajo que todos nos alejemos de todos. El jalón hacia nuestro artificial interior tiene las dos motivaciones necesarias: ni confío en lo que no soy yo mismo, ni quiero nada más que lo que soy yo mismo. Sin embargo, esta salida acaba teniendo un grave problema: nosotros mismos estamos sujetos a nuestra propia opinión. ¿Y qué? ¿Lo que creemos de nosotros mismos es también sólo «un punto de vista»? Qué nefasto destino el nuestro: toda la vida con la mirada perdida y con los brazos estirados intentando asirnos de algo, dando tumbos en la obscuridad.
Parece mejor pensar que no es así; aunque sea más difícil aceptar que hay opiniones que valen y otras que no (porque junto con esa afirmación viene el compromiso de no opinar puras tonterías). Primero, y quizá más importantemente, porque no es cierto que estemos todo el tiempo temiendo a la obscuridad de nuestra parca mirada (salvo por algunos que sufren fuertes terrores académicos). Y segundo, porque la vida desembarazada de los demás y del mundo no es una buena vida, y nos damos cuenta todo el tiempo: nos frustra la incapacidad de compasión de muchos, nos descorazona la desconfianza que impera en todas partes, sentimos nostalgia por tiempos en los que la ayuda mutua no era el disfrazado lujo de los ricos filántropos (haya existido o no esa época), nos enfrían el ánimo los monstruos que tenemos por criminales, etc. La tolerancia sin límite es inhumana, y cuando estas cosas dejen de importarnos ya no nos parecerá que es un exceso esperarla. Por ahí dijo alguien que la vida solitaria no es de humanos, y que quien no necesita de los otros es o bien un dios, o una bestia. ¿Cuál seremos nosotros cuando olvidemos la importancia de la buena opinión?