Cerró la puerta y guardó las llaves. Nadie contestó al llamado. Se veía desolado, pero en la estancia el aroma dulce lo poblaba todo. Los muebles parecían estar en otro sitio, y sin embargo, no se los había movido. Más bien era la luz que se había atenuado. Eso era, las cortinas: nunca estaban cerradas y ahora a través de ellas se exprimía un rayito de la Luna y lo pintaba todo como haciendo una hendidura rosa. El aroma lo desarmó. Lo obligó a dejar portafolio y zapatos al instante, y llamaba pronunciándose al pasillo. El piso cálido descansaba ahora de una tarde brillante de más. Avanzó con cuidado. En el corredor, las pinturas se habían atenuado a cada paso, hasta esconderse entre las pestañas de sus ojos cerrados, que sólo seguían el rastro sutil y aún así, marcado. Todo silencio, hasta que la recámara estuvo cerca. Y entonces, una respiración. Suave la respiración, potente el aroma. Corrió la cortina de cuentas de la habitación y la vio esperándolo. Luego lento, muy lento, se le acercó. Ella lo miraba sonriendo y tramando. Y se inclinó hasta estar tan cerca, que no viera nada más sin aquellos ojos.