El tiempo y el nombre.

El primer acto de Adán en el paraíso fue conocer a las criaturas que lo habitaban y darles un nombre (Gen 2,19). De igual manera lo primero que hizo al estar fuera del Edén y ver a su compañera fue cambiarle el nombre de Varona a Eva (Gen 3,20) a fin de recordar mediante su nuevo nombre la promesa de salvación que acompañó a la expulsión del paraíso.

Adán comienza su existencia dentro y fuera del Edén nombrando a lo que le rodea, acto que muchos interpretarían como una forma de tomar posesión de aquello que debe dominar o que dominará durante el resto de su existencia. Seguramente quien interprete el nombrar como un primer acercamiento hacia el dominio de lo que nos rodea, ve en este acto lo que realizaban los conquistadores cuando tomaban tierras en nombre del rey al que servían.

Pero, recordando que Dios encomienda al hombre el cuidado de las criaturas a las que nombra (Gen 2, 15), vemos que en  el acto de nombrar no sólo cabe la posibilidad del dominio y la explotación de los recursos que se van nombrando, también entra la necesidad de conocer y cuidar de aquello que se nombra.

Esto es lo que se sabe de la naturaleza del nombre conforme al mito de la creación más socorrido después de la Teoría de la evolución, que va dando al hombre la posibilidad de nombrar lo que le rodea conforme va adquiriendo la capacidad de razonar. Independientemente de cuál de las dos ideas resulte más persuasiva o agradable lo que no podemos negar es que en ambos casos la capacidad de nombrar a lo que nos rodea es lo que nos distingue como seres humanos del resto de los seres que hay en el mundo.

Sin embargo, al explorar la naturaleza del nombre no hemos de conformarnos con ver cómo fue que empezamos a nombrar las cosas, o cuál fue el primer nombre que el hombre puso a lo que no es él, el verdadero problema respecto al nombre es qué hacemos al nombrar. Para responder a ello veo dos caminos, o nombramos a fin de delimitar dónde comienza y dónde acaba  algo, es decir lo hacemos de manera convencional, o bien nombramos a las cosas o personas para distinguirlas del resto, una vez que ya hemos visto cómo son.

El asunto no es fácil, y sería mucha pretensión pensar que en unas cuantas líneas es posible responder al mismo. No es la intención de este texto dar respuesta a cómo es que nombramos las cosas, o para qué lo hacemos, más bien espero que veamos el valor que tiene el nombre y el uso de la palabra que nos permite nombrar.

Que resulta difícil nombrar es algo que experimentamos constantemente, al menos cuando consideramos que el nombre acompañará a aquello que nombramos por el resto de su existencia; a una mascota la denominamos para reconocerla, lo hacemos con la esperanza de que atienda a nuestra voz cuando emitimos el sonido que conforma su nombre, la nombramos al ver aquello que la distingue de los que le son semejantes –o al menos eso hacemos cuando nos tomamos el tiempo de observarla- curiosamente lo mismo pasa con un ensayo o cualquier otra obra que salga de nuestras manos. Tratándose del acto de nombrar sólo se consigue llevarlo a cabo hasta haber conocido más o menos la naturaleza de aquello que nombramos, y sólo nos ocupamos de nombrar aquello que nos importa.

Tal pareciera que sólo cuando algo no nos interesa lo suficiente no prestamos atención al nombre que ponemos a las cosas. La ligereza al nombrar no sólo indica la poca importancia de lo nombrado, también habla del descuido por lo que nos hace humanos, es decir, del descuido de la palabra, el cual se paga al costo más elevado, es decir, con el descuido de lo que el propio hombre es.

Nombrar antes de conocer a lo nombrado es una forma de descuidar al nombre y a lo nombrado, pues lo que denomina a lo nombrado deja de ser algo conforme a su modo de ser en el mundo y se convierte en un sonido hueco, que bien puede endulzar al oído, pero que deja de significar algo en cuanto lo denominado de esa manera se presenta y muestra lo discorde que es su ser con el sonido al que atiende cuando es llamado. Este acto apresurado es una forma de señalar que junto con el descuido por la palabra que nombra, entra el descuido por lo que con ella es denominado, porque en lugar de esperar a ver qué es lo que distingue a lo que recibe el nombre, se denomina a lo que aún no se ha presentado ante nuestros ojos, a arriesgándonos con ello a que el nombre no nos diga nada de lo nombrado, y a que la palabra se convierta en un sonido hueco, así como hueca se torna nuestra capacidad de nombrar.

Sin tomarnos el tiempo para nombrar a lo que nos importa, es decir, sin dejar que eso a lo que nombramos se muestre tal cual es, el nombre deja de ser un distintivo y ya no nos dice nada sobre lo nombrado, al grado de que podemos encontrarnos con lugares llamados “Jardín de las delicias” sin que tengan algo que pueda deleitar a los sentidos, o con personas o cosas cuyo nombre no se relaciona con lo son.

Así pues resulta irónico que nombremos descuidadamente por ahorrarnos el tiempo que supone conocer a lo sombrado antes de darle el nombre, y que este descuido nos obligue a tomar más tiempo para conocer aquello que ha sido nombrado al tun tun, con la prisa y el arrepentimiento de ver que lo nombrado apresuradamente sí era lo suficientemente importante como para haberle dado tiempo de mostrar sus cualidades y de ganarse con ello un buen y bello nombre.

Maigo.