El Silencio entre Gritos

Grandísimo peligro los sofistas,
que saben que a todos agrada escuchar sobre el bien.

Al-Fahayut, «Reflexiones sobre la Ciudad»

Hay tiempos de fuertes discusiones y tiempos de mayor silencio. Como olas que azotan a ratos con ímpetu y que en otras ocasiones sólo acarician la costa, hay épocas en que sube la marea como ocurre hoy, y en todas partes rompen los argumentos de clases y calidades muy variadas. El maremoto de opiniones demanda habilidad para seguir su veloz vaivén. Uno de los discursos favoritos y más predicados dicta que es de irresponsables (o hasta de imbéciles) quedarse callados entre tanto jaloneo de información y desinformación, y que determinar cuanto antes nuestra postura es lo propio de los buenos ciudadanos. Tal vez es buena recomendación, si antes de expresarse uno se dio tiempo de pensar qué iba a decir y a quiénes; pero si no, quizá en un momento como éste valga más recordar viejas enseñanzas que con facilidad se nos escurren, como lo que algunos ancianos o padres de familia aún predican: que cuando alguien más habla, lo propio es callar y escuchar.

Escuchar es fácil en principio, o por lo menos debería de serlo para quienes tienen oídos y conocen el idioma; pero la verdad es que siempre resulta más difícil que eso. Cualquiera concordará por pura experiencia. La cosa es que no nos interesa igualmente todo lo que se nos dice. El pobre profesor que predica geografía a adormilados escuincles de primaria apuesta todo su éxito a su capacidad para hacer su plática tan llamativa que los ríos más grandes y los medios económicos predominantes de cada región suenen interesantes. Espinosa misión. Escuchar lo que no nos interesa es dificilísimo, y es necesario entrenamiento duro y diligencia para conseguir tal hábito. Por el otro lado del conflicto sería verosímil que fuera bien fácil escuchar lo que nos interesa; pero a veces ni eso es verdad: en las discusiones sordas de enardecidos políticos (o enardecidos de política) es muy fácil notar dos o más interesados por lo mismo que no prestan ni la mínima atención al otro.

Esta sorpresa puede disiparse. No es tan extraño que dos «interesados» no se escuchen si pensamos que no nos importa nada más lo que decimos, sino también quiénes lo decimos. Afirmar que nos preocupa mucho el país y desdeñar a los demás que opinan sobre él es un modo de hipocresía. Su único antídoto es juzgar el valor de la opinión. Cuando la conversación se vuelve áspera y de pronto es una lucha (se puede diagnosticar este cambio porque todos al rededor comienzan a incomodarse), las palabras se degradan. Se vuelven lo mismo que ladridos y, en realidad, que mordidas, porque no escuchar lo que el otro grita e intentar gritar más fuerte es lo mismo que intentar someterlo por la fuerza. Interrumpir el discurso del otro es cortarle las palabras a la fuerza. Pero la fuerza no es la cualidad que da valor a la palabra. A veces no nos damos cuenta de que no nos interesa el discurso, sino que nos interesamos más nosotros mismos. El foco de quien discute así es él mismo: se interesa tanto que defiende su postura como si en un enfrentamiento devolviera desafiante el empujón de cualquier ofensor que lo pone a prueba.

Dar la oportunidad de opinar, y soportar el riguroso juicio de la propia posición es la única manera de que el ejercicio de escuchar se vuelva valioso. La libertad de expresión no sirve de nada cuando se entiende como espacio para decir lo que sea sin persecución ni juicio, porque sin buen sentido de quien entiende lo dicho no hay nada dicho. Gritar impunemente sandeces al Cielo no es libertad de expresión. Sólo con la práctica del silencio, muchas veces solamente por respeto, y en las mejores por genuino interés, se puede hacer tan importante escuchar como hablar. Por su parte, hablar resulta que sólo tiene sentido cuando se tiene capacidad para escuchar, y cualquiera con un mínimo de decencia podrá darse cuenta de por qué. El silencio atento es el mejor inicio para juzgar el valor de la opinión (seguido de la conversación, claro). Es difícil, como todo buen hábito, acostumbrarse a considerar lo que otros dicen; pero tiene grandes ventajas. Quizá la más importante para nuestra situación actual es que muestra una disposición, que requerimos desesperadamente, a interesarse por el otro.