«Nefasta práctica», dijo en voz alta el soldado. Con un pie sobre lo que antes fue el brioso pecho de un hermoso joven hizo presión y con fuerza jaló hacia sí. En un tronido se zafó la lanza del costillar. ¡Horrible estremecimiento! El ángulo del Sol ya se abatía exhausto, y aún sonaban en la distancia forzados respiros y el golpe de metal con metal, como cuando rebaja su fragor la lluvia y cesa su fuerza minutos antes de que se apacigüe por completo.
«Nefasta -repitió-; tener que lanzar así la jabalina…» Después de suspirar siguió disertando para su audiencia invisible, como quien ensaya antes de presentarle al foro su discurso: «Nadie debería venir al llano a morir sin saber lo que enfrenta, muerto de lejos, cobardemente y sin defensa. Es lo mismo que caer quebrado por un rayo, o ahogarse en las honduras del mar vinoso.»
Detrás de él, su general alcanzó a escuchar lo último, y dejó salir una risa compasiva. En sus manos se confundían su sangre y la ajena, pero sus ojos las distinguían. Cuando el soldado volteó de súbito al ser tomado desprevenido, de la marcada sonrisa de su superior salieron estas palabras: «Cuando miras a tu enemigo a la cara y sabes que uno de los dos morirá; cuando le dices tu nombre, le relatas tu linaje y presentas tu casa y tus logros; cuando escuchas los suyos y aprietas las manos al mango de tu espada; cuando haces todo esto, ¿sabes tú a lo que te enfrentas?»
El soldado pronunció un agudo silencio, y después miró a su general marcharse a ordenar los honores funerarios de los amigos caídos.